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El segundo rasgo es el eminente sentido práctico del saber que se busca alcanzar mediante la educación. Frente al saber especulativo de la tradición griega, Cicerón sostiene la supremacía del saber acumulado históricamente. La primacía del quehacer práctico sobre el saber teórico se pone de manifiesto al centrar sus reflexiones en cuestiones políticas y del buen gobierno. No es, por lo tanto, la pregunta metafísica en torno al ser lo que ocupa al filósofo, sino más bien las formas más adecuadas de formar y cultivar el carácter a partir de las letras para que el hombre (homo) llegue a desarrollar toda su humanidad (humanitas), esto es, para que llegue a ser un homo humanus.
En tercer lugar, los hombres alcanzan la excelencia mediante el desarrollo del lenguaje, que es la capacidad singular que les caracteriza y les permite ponerse de acuerdo entre sí. Aunque la importancia del logos (la palabra y no solo la voz) ya había sido destacada por Aristóteles, en Cicerón el lenguaje que humaniza es el que cuenta la historia y el que formula leyes. Es mediante las letras como se alcanzan los estadios más elevados de humanidad. Mediante las letras es posible dilucidar qué es bueno y malo para los hombres; su vida queda organizada en función del lenguaje del derecho y de la moral. No es el saber de la matemática o la astronomía, sino el saber práctico, el que versa sobre la acción humana, lo que nos hace más humanos (Cicerón, 1984: 59).
Vemos que en Cicerón hay una clara apuesta por el estudio de las artes liberales y la importancia que estas tienen para el desarrollo del ser humano y cómo dicha formación no es ajena a la comunidad sino que revierte en el interés público. Pero considero que sería un reduccionismo pensar que el Arpinate sostiene que solo a través de las bonae litterae es posible transformar la vida del hombre en vida humana o humanizada. Estos son solo un instrumento de la humanitas inscrita en la naturaleza del hombre.
Conviene que nos detengamos en el alegato que hace Cicerón en favor del poeta Archia (62 a. C.) porque es también un pleito contra la usurpación de ciudadanía a los extranjeros. Cicerón representa una visón ampliada de ciudadanía que desde hacía unos años venía defendiéndose en Roma para los foráneos. También los foráneos o extranjeros (peregrinus literalmente significa que van por los campos, per-agros), a juicio de Cicerón, van por campos que son susceptibles de humanidad. Para Cicerón, el caso del poeta Archia es palmario (Martínez, 2014).
Pero de modo más significativo, y a la postre es aquí donde conviene detenerse, la tesis de Cicerón es que la educación es la que permite al hombre alcanzar y realizar su humanidad. Es a esto a lo que podríamos llamar «naturaleza humana cultivada». No basta con una instrucción, ni tampoco con una cultura particular, toda formación ha de ir acompañada de una tierra propicia (humus) para que pueda desarrollarse en toda su humanidad. En este sentido también toda cultura es «cultura animi», cultivo de las capacidades humanas. De esta lúcida forma la humanidad queda intrínsecamente constituida como la encarnadura de naturaleza y educación; de tierra y cultivo.
Yo reconozco que han existido muchos hombres de espíritu sobresaliente y sin cultura, y que por una disposición casi divina de la mera naturaleza se destacan como personas juiciosas y serias; incluso agrego que, para alcanzar el honor y la virtud, más veces vale la naturaleza sin instrucción que la instrucción sin naturaleza. Pero al mismo tiempo sostengo que, cuando a la naturaleza excelente y brillante se le añade una ordenada formación cultural, suele producirse un no sé qué, preclaro y único (Cicerón, 1994: VII, §15).
La enseñanza que podemos extraer de la humanitas ciceroniana para la visión humanista que buscamos para la educación es que la excelencia humana se adquiere a través de la educación, de una buena y aquilatada educación. Lo que el hombre es por naturaleza se perfecciona por virtud. Pero también, en segundo lugar, esta educación no está restringida a un tipo de tierras o «campos» particulares, sino que precisamente también los que van por campos foráneos, los extranjeros, pueden formar parte de la humanidad porque tienen una naturaleza humana a través de la cual pueden llegar a desarrollar su humanidad. De modo que podríamos considerar que a juicio de Cicerón el carácter perfectible del ser humano está ya inscrito en su propia naturaleza como guía. Hay en nosotros una serie de disposiciones incoadas que nos permiten determinar qué modo de ser se es propiamente humano. Pero estas disposiciones han de ser descubiertas, desarrolladas y educadas. Es mediante el autoconocimiento, buceando en la naturaleza propia del ser humano, como podemos llegar a comprender qué es un modo de ser pleno y feliz.
4. Un humanismo que supera el reduccionismo naturalista
De la idea ciceroniana de humanitas podemos extraer un peculiar humanismo que, extendido a todo el género humano, reconoce el propio estatuto de humanidad para los extranjeros y que concibe la propia humanidad como un desarrollo educativo de la propia naturaleza humana. Tanto cultura3 como humanitas (de humus, tierra4) aluden a la metáfora del campo fértil que hay que labrar para que se desarrolle en plenitud. En todo caso, conviene no perder de vista las limitaciones que comporta la concepción ciceroniana de humanidad.
Enmarcado en el siglo i a. C. y como insigne representante del estoicismo de su época, Cicerón considera que el hombre posee una naturaleza recibida por la divinidad fundante. Es mediante el cultivo de las artes y las letras como se consigue saber cuál es esa finalidad fundante de la naturaleza humana asumida bajo el lema vivere convenienter naturae (Martínez, 2014). Hay, en la base del humanismo ciceroniano, cierto naturalismo teleológico en el que la razón desempeña la función de canal de acceso a una ley que ya le es previamente dada.5 A esta base se añade lo que podríamos llamar un naturalismo metafísico. Una visión de un orden natural preestablecido que es común a la Antigüedad y la Edad Media.
A la altura de nuestro actual siglo xxi este modo de humanismo resulta insostenible porque después de la revolución científica moderna difícilmente se puede seguir defendiendo una concepción predeterminada de la naturaleza y la existencia de un orden preestablecido. El naturalismo metafísico se torna inviable en la era moderna (Conill, 2010). Efectivamente, es en la modernidad cuando surge un nuevo tipo de naturalismo de carácter mecanicista que reduce lo natural a la metodología de observación y experimentación de las ciencias naturales. Pero, a su vez, emerge con fuerza una nueva forma de humanismo que vuelve a repensar la humanidad en términos no reducibles a la cuantificación y matematización de la experimentación científica.
Frente a la racionalidad científico-técnica descollante en la revolución científica del siglo xvii y que perdura en nuestra sociedad con enorme influencia, surge una racionalidad de tipo humanista que no puede desatender las peculiaridades de la humanidad, la diferencia radical entre el ser humano y el resto de seres naturales. En este sentido y superando la dictadura de la gramática de ciertas formas renacentistas, en los siglos xviii y xix el humanismo adquiere los rasgos propios de un modo de pensar la dignidad del ser humano en cuanto tal. Un tipo de humanismo que se distancia de la tendencia naturalista de reducir (degradar) a un mismo nivel toda la naturaleza. La naturaleza humana adquiere toda su relevancia precisamente cuando se adopta un punto de vista no naturalista, que rebasa la pretensión cosificadora de dominio sobre la naturaleza, pero también la visión indiscriminada de objetos de la naturaleza que lleva aparejada. Las visiones animalistas comparten con el naturalismo la incapacidad para desarrollar un enfoque que permita comprender la diferencia ética cualitativa del ser humano respecto al resto de animales.
En el marco de un humanismo no reducible al naturalismo creo que cobra toda su significación recordar que el fundamento de la dignidad humana no radica en su particular biología, sino en la dimensión genuinamente moral que el ser humano ostenta. El fundamento no es extrínseco como en el racionalismo cosmológico ciceroniano, sino intrínseco, radicado en las propias capacidades de las personas. La sensibilidad y capacidad afectiva juega un papel importante, pero no hay que olvidar que dichas capacidades solo pueden considerarse humanizadoras si van acompañadas del cultivo del corazón, y para ello no podemos prescindir de la razón.
Aunque el informe de la Unesco no lo menciona, yo creo que conviene recordar que la visión humanista y todos los valores éticos solo encuentran un fundamento con garantías de validez universal en una fundamentación ética que reconozca la innegable pretensión de universalidad del vínculo con la humanidad (Kant, 1992; Cortina, 2007: 117y ss.). Hay obligaciones que son más radicales que cualesquiera otras porque nos remiten a elementos que son exigibles a todo ser humano y de los cuales se extraen obligaciones para toda la humanidad.
El fundamento es, por tanto, la humanidad que habita en el ser humano. Pero en la línea de lo que defiende el informe de la Unesco (2015: 39 y ss.), ello no impide pensar que también el entorno natural y el resto de animales haya de ser «reinterpretado». El enfoque humanista que defendemos no implica negar la necesidad de repensar también las relación de la sociedad humana con el ambiente natural, pues todos estos son aspectos fundamentales para «aprender a vivir juntos». Pero, efectivamente, que se ponga en valor el entorno natural y evitar el maltrato animal no ha de desviar la atención de los principales problemas sociales actuales que la educación ha de abordar. Esta es y ha de ser la primera y principal ocupación de la educación.
5. Un humanismo que desafía la lógica de mercado
En la sociedad actual, marcadamente materialista y utilitarista, fácilmente se suele confundir valor y precio. Si esta confusión alcanza a la humanidad entonces los efectos pueden ser nefastos. Si se considera que la humanidad es una fuerza más de producción que ha de ser instruida con vistas al crecimiento económico del país nos encontramos con que la educación queda subsumida como un instrumento al servicio del crecimiento económico. Y esta ha sido efectivamente una de las principales tendencias en políticas educativas. Es en esta coyuntura y muy especialmente en el ámbito de la educación en el que creo que conviene trazar la distinción entre «crecimiento económico» y «desarrollo humano» (Martínez, 2000).
La visión humanista de la educación desafía la lógica de mercado porque considera el valor absoluto de la persona y su innegociable libertad en virtud de la cual las personas se desarrollan como tales. Aunque para llevar a cabo los planes de vida no se pueden obviar los recursos (también materiales) y la ganancia económica, sería nefasto confundir los medios con los fines. El fin no ha de ser el lucro, sino el desarrollo de la personalidad de los individuos y alcanzar una mayor expansión de capacidades. Si esto se confunde entonces se corre el peligro de hacer de la educación una mera mercancía al servicio de los poderes económicos.
Siguiendo el célebre enfoque de las capacidades, no solo es que la educación no haya de supeditarse a la economía (como propone la teoría del capital social), sino justamente al revés, que el valor fundamental de la economía no radica en el crecimiento económico, sino en la capacidad para proveer oportunidades a las personas para el desarrollo de su personalidad y para que cada persona pueda vivir la vida que tiene y razones para elegir y valorar. Efectivamente, la educación para el crecimiento económico no dice nada de por qué las capacidades para promover dicho crecimiento han de ponerse en primer lugar. Por el contrario, la teoría de las capacidades humanas sí que permite «una comprensión más fundamental del proceso de desarrollo como la expansión de capacidades humanas para llevar una vida más libre y más valiosa» (Sen, 1997: 1961)6.
La educación desafía la lógica de mercado porque ella misma no es una mercancía. Ella constituye un bien que sería nefasto confundir con una mercancía con la que se ha de negociar en función del poder adquisitivo de los individuos. La educación constituye un derecho universal, pero incluso más que un derecho es un bien común, no reducible a unos pocos (Unesco 2015; Gracia, 2018).
6. Conclusión. Algunas claves de la visión humanista de la educación
Para concluir y a la luz del recorrido realizado, podemos extraer algunas de las claves sobre las que seguir pensando y desarrollando la visión humanista de la educación.
En primer lugar, el centro focal es la naturaleza humana. Es decir, la no desconexión de la naturaleza con la humanidad. Frente al naturalismo que secciona y disecciona de modo indiscriminado sin atender a la singularidad de la naturaleza humana, la visión humanista atiende al humus que es propicio para la educación.
En segundo lugar, hay una superación de la cultura humana respecto a lo que ha dado en llamarse «culturas científicas». La visión humanista se resiste a los reduccionismos y busca trazar puentes entre las disciplinas. Se trata de un enfoque interdisciplinar cuyo hilo conductor es el ser humano, en tanto que expresa su intrínseca condición transversal.
En tercer lugar, la visión humanista desafía la lógica imperante en el mercado y va a la raíz de los problemas que inquietan a la humanidad. Desde su genuino fundamento ético, dicha visión humanista no solo no supedita la educación a la economía sino justamente al contrario: le confiere a la economía su fundamento ético.
En cuarto lugar, esta perspectiva humanista se funda en una humanidad compartida. Este vínculo de humanidad es el que permite desarrollar la crítica frente a formas de abusos y opresión, como es el caso flagrante de la aporofobia (Cortina, 2017). La igual condición humana, sin embargo, no le lleva a confundir o negar la riqueza que implica reconocer las diversas formas culturales en las que se manifiesta lo humano. Al contrario, la clave radica en complementar la educación para el desarrollo de perspectiva global y la ética intercultural que atiende a la diversidad de formas de vida (Gracia, 2013).
En quinto lugar, el enfoque humanista concibe la educación como un auténtico bien común, no en los términos colectivistas de una comunidad local particular, sino como bien común de la humanidad. Por lo tanto, se trata de un bien común que se distancia tanto del colectivismo opresivo del individuo como del atomismo que todo lo reduce a intereses individuales.
En sexto y último lugar, esta visión humanista es holista porque no solo se centra en el cultivo de la cabeza, sino que encuentra que hay que cultivar también el corazón. En efecto, la educación de los afectos es central para este enfoque humanista porque es el campo fértil de los sentimientos morales el que nutre y alimenta a la persona.
Referencias bibliográficas
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CICERÓN, Marco Tulio (1994): Defensa del poeta Arquias, Madrid, Gredos.
CONILL, Jesús (2010): «De la ley natural al universalismo hermenéutico», Pensamiento, 66, 248, pp. 227-244.
CORTINA, Adela (2007): Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el siglo XXI, Oviedo, Nobel.
CORTINA, Adela (2017): Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia, Barcelona, Paidós.
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GRACIA, Javier (2013): «Educación para la ciudadanía global en clave intercultural», Diálogo filosófico, 85, pp. 117-137.
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NUSSBAUM, Martha C. (1997): «Kant and Stoic Cosmopolitanism», The Journal of Political Philosophy, 5, 1, pp. 1-25.
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TAMARIT, Isabel (2016): El desafío de la justicia global desde el enfoque de la capacidad de Amartya Sen. Valencia.
UNESCO (2015): Replantear la educación. ¿Hacia un bien común mundial?, París, Unesco.
* Javier Gracia Calandín es licenciado y doctor europeo en Filosofía, con premio extraordinario de doctorado. Ha realizado estancias de investigación en universidades del Reino Unido, Estados Unidos y Alemania. Desde 2009 es profesor en la Universitat de València. Ha participado en diversos proyectos de investigación y ha sido investigador responsable de los proyectos «El desafío ético de la educación en la sociedad actual» (2014-2015) e «Innovación educativa en la práctica docente de la filosofía» (2016-2017).
1 Resulta llamativo que en su libro El cultivo de la humanidad (2005, según su traducción castellana), Nussbaum se centre en la figura de Sócrates y de otros autores como Diógenes el cínico o el propio Séneca en su Carta sobre la educación liberal, pero no en la figura de Cicerón. Sí que lo hace, sin embargo, en otro artículo centrado en analizar el legado estoico en la filosofía de Kant (Nussbaum, 1997). Es en este autor y en sus primeras intuiciones acerca de la humanitas y la cultura en las que yo me centraré en este escrito.
2 Siguiendo la exposición de Cicerón en el libro II Sobre la República, esta civilización seguía el modelo de la «romanización» mediante la cual se conseguía salir de la fase inicial de salvajismo (reinado de Rómulo) y se pasaba a la disciplina del trabajo y la dulcificación del carácter y modales (reinado de Numa Pompilio) hasta alcanzar la prosperidad social mediante la convivencia pacífica y los hábitos disciplinados (reinado de Anco Marcio y Tarquinio) e incluso la sabiduría y el cultivo de la política (reinado de Servio Tulio) (Cicerón, 1984; véase Chozas, 2009: 57-62).
3 La metáfora ciceroniana de la cultura es enormemente fecunda, especialmente en el campo de la filosofía (Gracia, 2018, especialmente capítulo 3).
4 Procedente del latín humanus y este, a su vez, de humus («tierra, suelo»), proveniente de la raíz indoeuropea dhghem-: «terreno, de tierra». El término latino homo («hombre») está indirectamente emparentado con el vocalismo «o» y sufijo «on», «(dh)ghom-on»: habitante de la tierra (Roberts y Pastor, 2013: 44-45).
5 En el interesante artículo de 1997 en el que se compara el cosmopolitismo estoico con la propuesta kantiana hacia una paz perpetua, Martha C. Nussbaum destaca precisamente la imagen metafísica de la naturaleza por parte de Cicerón. Es esta teleología latente de la ley natural lo que en planteamientos como el kantiano quedarían superados (véase Nussbaum, 1997: 15-18). Sin embargo, resulta muy llamativo que dicha autora soslaye y no aproveche el aporte kantiano de una fundamentación ética del concepto de dignidad humana.
6 También Nussbaum (2010) ha criticado la instrumentalización de la educación para fines de mercado y ha defendido la necesidad de un enfoque centrado en las humanidades para fortalecer las capacidades que conduzcan a la democracia. Sin embargo, a mi juicio, Nussbaum (2005; 2010), aunque apela a la «dignidad humana», no la fundamenta debidamente. Dentro del marco del enfoque de las capacidades ya han surgido autores que han buscado complementar las contribuciones de Sen y Nussbaum aportando una fundamentación (véase Cortina y Pereira, 2009 y Tamarit, 2016).
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