Las elites en Italia y en España (1850-1922)

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67 Maria De Giorgi (coord.): Per una storia delle Amministrazioni Provinciali Pugliesi. La Provincia di Terra d’Otranto (1861-1923), Manduria, Lacaita, 1994; Simonetta Merendoni y Giorgio Mugnaini (coord.): La Provincia di Firenze e i suoi amministratori dal 1860 a oggi, Florencia, Olschki, 1996; Aldo Gamba: La provincia di Asti dal 1935 al 1951. Le vicende della provincia di Asti dalla sua istituzione alla prima elezione degli organi rappresentativi, Asti, Provincia di Asti, 2002; Nicola Antonacci: La Provincia di Bari dal 1861 al 1914. Amministrazione e rappresentanza nell’italia liberale, Bari, Progedit, 2001; Elena Fasano Guarini: La Provincia di Pisa (1865-1990), Bolonia, Il Mulino, 2004.
68 Cf., a este respecto, Piero Aimo: «Il potere locale nella storiografia amministrativa: tendenze degli studi e ipotesi di ricerca», en Mariapia Bigaran (coord.): Istituzioni e borghesie locali nell’Italia liberale, Milán, Franco Angeli, 1986, pp. 35-53.
69 Entre éstos merece citarse Gerardo Nicolosi: La provincia di Siena in età liberale. Repertorio prosopografico dei consiglieri provinciali 1866-1923, Siena, Departamento de Ciencias Históricas, Jurídicas, Políticas y Sociales, 2003.
70 Algunas indicaciones sobre esta última producción se encuentran en Renato Camurri: «La dynamique des pouvoirs locaux dans l’Italie libérale. Cas d’études et perspectives de recherches», en Bruno Dumons-Olivier Zeller (dir.): Gouverner la ville en Europe. Du Moyen-Âge au XXe siècle, París, L’Harmattan, 2006, p. 150, nota n.º 51.
71 Cf., a este propósito, las observaciones expuestas por Guido Melis: «Perché non esiste ancora una storiografia europea delle elites amministrative europee», Le Carte e la Storia 2, 2005, pp. 7-12.
72 Cf. Giovanna Tosatti: «Nota sulla storiografia amministrativa in Italia», Le Carte e la Storia 1, 2004, pp. 5-17. Los únicos trabajos que hay que señalar son: Arpàd V. Klimò: Tra Stato e società. Le elites amministrative in Italia e Prussia (1860-1918), Roma, Ministero per i beni e le attività culturali, 2002, y Paolo Allegrezza: L’elite incompiuta. La classe dirigente politico-amministrativa negli anni della destra storica (1861-1876), Milán, Giuffrè, 2007.
73 Para una reciente reseña razonada sobre el tema, véanse Giovanna Tosatti: «I prefetti», en Guido Melis (coord.): Le èlites nella storia dell’Italia unita, op. cit., pp. 109-124 y Marco De Nicolò: «Tra Stato e società: i prefetti nella recente storiografia», Le Carte e la Storia 1, 2003, pp. 32-41.
74 Cf. Marina Giannetto, «I direttori generali», en Guido Melis (coord.): Le elites nella storia d’Italia, op. cit., pp. 165-194.
75 Véase Guido Melis (coord.): Il Consiglio di Stato nella storia d’Italia. Biografie dal 1861 al 1948, Milán, Giuffrè, 2006.
76 Véase Íd.: «Gli scienziati», en Guido Melis (coord.): Le elites nella storia d’Italia, op. cit., pp. 213-233.
77 Cf. las notas y las correspondientes indicaciones bibliográficas contenidas en Giorgio Rochat: «Gli ufficiali», ibíd., pp. 39-51; a las que se pueden añadir Nicola Labanca (coord.): Fare il soldato. Storie del reclutamento militare in Italia, Milán, Unicopli, 2008; y Francesco Zampieri: Marinai con le stellette. Storia sociale della regia marina nell’Italia liberale (1861-1914), Roma, Aracne, 2008, pp. 13-89.
78 Un instrumento de consulta fundamental es Pietro Saraceno: I magistrati italiani dall’unità al fascismo. Studi biografici e prosopografici, Roma, Carocci, 1988; mientras otras indicaciones bibliográficas están señaladas en Gian Carlo Jocteau: «I magistrati», en Guido Melis (coord.): Le elites nella storia d’Italia, op. cit., pp. 95-107.
79 Para el cual siguen siendo fundamentales los trabajos de Fabio Grassi Osini: La formazione della diplomazia nazionale. Indagine statistica (1861-1915), Roma, Istituto Poligrafico e Zecca dello Stato, 1986; Íd.: La formazione della diplomazia nazionale (1861-1915). Repertorio bio-bibliografico dei funzionari del Ministero degli affari esteri, ibíd., 1987.
80 Tal como surge de las consideraciones desarrolladas en Íd.: «I diplomatici», en Guido Melis (coord.): Le elites nella storia d’Italia, op. cit., pp. 125-164.
81 Este caso de estudio presenta indudablemente algunos problemas de carácter metodológico que han sido bien tematizados por Adolfo Scotto di Luzio: Tra campo letterario e politica: i giornalisti in età liberale, en Guido Melis (coord.): Le elites nella storia d’Italia unita, op. cit., pp. 195-211.
82 Cf. respectivamente Tullia Catalan: La Comunità ebraica di Trieste (1781-1914), Trieste, Lint, 2000; y Barbara Armani: il confine invisibile: l’elite ebraica a Firenze 1840-1914, Milán, Franco Angeli, 2006.
83 Véase Maria Malatesta (coord.): Storia d’Italia, Annali 10, I professionisti, op. cit.; Angelo Varni (coord.): Storia delle professioni in Italia tra Otto e Novecento, Bolonia, Il Mulino, 2002; y Marco Soresina: Professioni e liberi professionisti in Italia dall’unità alla repubblica, Florencia, Le Monnier, 2003.
84 Maria Malatesta: Professionisti e gentiluomini. Storia delle professioni nell’Europa contemporanea, Turín, Einaudi, 2006.
85 Véase Hannes Siegrist: «Gli avvocati nell’Italia del XIX secolo. Provenienza e matrimoni, titoli e prestigio», Meridiana 14, 1992, pp. 145-181 y Francesca Tacchi: Gli avvocati italiani dall’unità alla repubblica, Bolonia, Il Mulino, 2002.
86 Me refiero a Marco Santoro: Notai. Storia sociale di una professione in Italia, Bolonia, Il Mulino, 1998; y Marco Santoro: Il notariato nell’Italia contemporanea, Milán, Giuffrè, 2004.
87 Michela Minesso: Tecnici e modernizzazione nel Veneto. La Scuola dell’Università di Padova e la professione dell’ingegnere (1806-1915), Trieste, Lint, 1992; Andrea Giuntini y Michela Minesso (coords.): Gli ingegneri in Italia tra ‘800 e ‘900, Milán, Franco Angeli, 1999.
88 Paolo Frascani: «I medici dall’unità al fascismo», en Maria Malatesta (coord.): Storia d’Italia, Annali 10, I professionisti, pp. 147-189; y Marco Soresina: I medici tra Stato e società. Studi su professione medica e sanità pubblica nell’Italia contemporanea, Milán, Franco Angeli, 1998.
89 Cf. Guido Melis: «Introduzione», en Guido Melis (coord.): Le elites nella storia dell’Italia unita, op. cit., pp. 7-16, a las que nos referiremos a continuación.
90 Este es un tema que se vuelve a tratar en todas las intervenciones que en los años más recientes han afrontado la cuestión de las clases dirigentes y de las elites en Italia. Véanse, entre otros: Franco Ferraresi: Un paese senza elites, Turín, Scriptorium, 1996; Antonio Missiroli: Dove nascono le elites?, Milán, Reset, 1997; Carlo Carboni (coord.): Elite e classi dirigenti in Italia, Roma-Bari, Laterza, 2007.
91 Sobre este tema, véanse: Raffaele Romanelli: «La nazionalizzazione della periferia. Casi e prospettive di studio», Meridiana 4, 1988, pp. 13-24; Íd.: «Le radici storiche del localismo italiano», Il Mulino 4, 1991; Íd.: «Centralismo e autonomie», en Raffaele Romanelli (coord.): Storia dello Stato italiano dall’Unità ad oggi, Roma, Donzelli, 1995, pp. 125-186; Marco Meriggi: «La questione locale nella storiografia italiana», Le Carte e la Storia 1, 2002, pp. 15-18.
LA HISTORIOGRAFÍA SOBRE LAS ELITES DE LA ESPAÑA LIBERAL*
Javier Moreno Luzón
Universidad Complutense de Madrid Centro de Estudios Políticos y Constitucionales
LAS ELITES EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA
Las elites contemporáneas españolas preocupan a la historiografía desde hace décadas. Los intelectuales de comienzos del siglo habían sentado algunos precedentes, como la denuncia por parte de Joaquín Costa de una oligarquía dedicada a explotar a la nación en su propio beneficio, o las tesis de José Ortega y Gasset acerca de la ausencia de minorías rectoras como problema central de una España invertebrada.1 El renacimiento historiográfico de los años cincuenta, al volver la vista hacia el siglo XIX y los primeros años del XX, comenzó a abordar con rigor el estudio de los grupos dirigentes liberales. Por ejemplo, José María Jover, en su célebre ensayo «Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea», publicado en 1952, retrató a las diversas burguesías decimonónicas y detectó la aparición en la segunda mitad del Ochocientos de «una nueva elite cosmopolita, poderosa y egregia, atenta a valores fundamentalmente vitales», en expresión de clara raíz orteguiana.2 Jesús Pabón, en su Cambó, cuyo primer volumen se editó también en 1952, acumuló semblanzas de los hombres que habían protagonizado la vida política en la Restauración.3 Jaume Vicens Vives, por su parte, abrió camino al análisis de la burguesía catalana y de sus relaciones con el Estado a través de los trabajos recogidos en Industrials i politics del segle XIX, de 1958.4 Estas primeras obras, aunque respondían a planteamientos muy distintos, apuntaron ya algunos de los rasgos característicos de los estudios sobre las elites de la España liberal: el interés por la suerte de las burguesías, la atención al mundo de los políticos y, sobre todo, la búsqueda de vínculos entre poder económico e influencia en los asuntos estatales.
Sin embargo, el uso del concepto de elite tardó bastante tiempo en cuajar entre los historiadores. Fue Manuel Tuñón de Lara quien promovió de manera consciente y decisiva su empleo en la disciplina al publicar en 1967 el libro Historia y realidad del poder (El poder y las elites en el primer tercio de la España del siglo XX), que se sustentaba en la definición conceptual de términos como poder, grupos de presión y también elite. Así, una elite era «un grupo reducido de hombres que ejercen el Poder o que tienen influencia directa o indirecta sobre...». Inspirado por autores como el sociólogo C. Wright Mills, que había subrayado para el caso de Estados Unidos la concentración de las principales decisiones en estrechos círculos endogámicos, Tuñón localizaba en España varias elites económicas, burocráticas, políticas e intelectuales, y señalaba la interpenetración entre los gobernantes del reinado de Alfonso XIII (1902-1931) y los sectores económicos hegemónicos, formando una compacta y cerrada trama social y familiar. La oligarquía que había descubierto Costa se manifestaba en realidad como «expresión o reflejo de una oligarquía económico-social, asentada en las arcaicas estructuras del país».5 Desde entonces, los debates sobre las elites han ocupado un lugar importante en la historiografía española, a menudo para reafirmar o contradecir las impresiones millseanas de Tuñón. No obstante, y de modo paradójico, las investigaciones sistemáticas sobre personas y grupos concretos han escaseado hasta tiempos muy recientes, cuando, a la vez, la utilización de la categoría de elite se ha generalizado entre nosotros. Preocupación antigua, debates intensos y trabajos monográficos de crecimiento tardío marcan, pues, el desarrollo historiográfico en este ámbito.
Hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX, en la historiografía española, como había ocurrido también en otras historiografías occidentales, predominaba el gusto por las estructuras socioeconómicas sobre el análisis de los individuos, debido sobre todo a la presencia de esquemas marxistas en la investigación. Además, cuando se estudiaban las clases sociales y las fuerzas políticas, primaba la atención a los excluidos, no a los más influyentes. Así, lo habitual era interesarse por el movimiento obrero, no por las clases altas, antiguas o modernas; por los partidos marginales dentro del sistema político español y sus dirigentes, no por los ministros o parlamentarios que habían disfrutado efectivamente del poder. Pesaba mucho una concepción militante de la historia, forjada en los círculos izquierdistas de oposición al franquismo, que buscaba antecedentes en las fuerzas radicales del pasado. Lo curioso es que este relativo desinterés por las elites parecía compatible con interpretaciones de la evolución política y social de España que dependían en buena medida de la idea que se tuviera acerca de los grupos privilegiados, en lo económico y en lo político, sobre cuyas espaldas se hacía recaer el destino del país. Destacaban las consideraciones, que llenaron polémicas sin cuento, acerca de la revolución burguesa y del papel representado por la burguesía, motor del cambio social y al mismo tiempo aliada necesaria de la aristocracia y freno de los avances revolucionarios. Como ha observado Manuel Pérez Ledesma, podía hablarse de una burguesía omnipresente, protagonista de todos los dramas españoles entre 1808 y 1936, sin que se supiera con claridad quiénes eran los burgueses.6
Esos planteamientos formaban parte de una visión melancólica de la historia española que iluminaba con pesar las ausencias y lamentaba los fracasos, que se fijaba, más que en lo que había ocurrido, en lo que había fallado o nunca había sucedido. Según ese enfoque pesimista, España había visto, cuando menos, cómo se frustraban todos los grandes procesos de modernización que habían marcado la trayectoria de los países más avanzados de Europa, en especial de Gran Bretaña y Francia: no se habían producido ni una auténtica revolución burguesa ni una revolución industrial; los regímenes liberales habían carecido de autenticidad y no se habían orientado hacia la democracia; el Estado, débil y corrupto, ni siquiera había procedido, se añadió más adelante, a la nacionalización de los españoles. Por tanto, España constituía un caso diferente, anómalo, incluso excepcional, en el contexto europeo. Dicho de otro modo, los historiadores dibujaron una especie de Sonderweg, de camino especial español, con apreciaciones que en ocasiones recordaban a las aplicadas de un modo parecido a Alemania o Italia, países que, por diferentes motivos, también habían acabado mal. En España se fue trazando una senda compuesta de fracasos que desembocó en el fracaso colectivo por excelencia: la guerra civil de 1936-1939, y que se prolongó con la longeva dictadura que había emergido del conflicto hasta alcanzar diferencias intolerables con los vecinos. Pese al énfasis en los factores estructurales, a menudo se hacía responsables de estos fracasos y estas ausencias a los elementos más poderosos del país, se los llamara oligarquía, elites o burguesía: su debilidad crónica, su egoísmo y su miedo al pueblo, su sordera ante las demandas sociales o su falta de voluntad modernizadora o nacionalizadora estaban en la raíz del alejamiento de España respecto al canon del progreso occidental.7
En las dos últimas décadas se ha ido cambiando este paradigma melancólico por otro más equilibrado, que no sólo enfatiza las ausencias sino que también valora los logros. Ciertas posturas triunfalistas han proclamado los éxitos o la normalidad de la España contemporánea, pero en general se rechaza la existencia de un modelo único respecto al cual sea posible establecer qué es normal y qué no, y tiende a considerarse que el caso español, como los demás casos nacionales, albergó algunas peculiaridades pero incluyó los mismos procesos y problemas fundamentales que afrontaron otros países europeos en la era liberal. Algo parecido ocurriría con las elites, descargadas de responsabilidad y de juicios morales más o menos atinados. Con el tiempo, la crisis de las escuelas que preferían las explicaciones estructurales ha permitido otorgar una mayor relevancia a las acciones de los individuos, y el foco historiográfico se ha desplazado desde los grupos subordinados hacia los dirigentes, tanto en el terreno social como en el político. Todo ello ha favorecido la proliferación de estudios sobre las elites españolas, quiénes eran y qué hicieron. El goteo anterior de investigaciones acerca de autoridades o plutócratas ha dado paso a una heterogénea multitud de trabajos difícil de abarcar y someter a clasificación.8
En cuanto al término y al concepto de elite, ambos siguen expuestos hoy a cierta confusión, o al menos a algunas dudas, en la lengua corriente y en los textos académicos. De hecho, el vocablo francés élite no entró en el diccionario canónico de la lengua castellana, el de la Real Academia Española, hasta 1984, transcrito como «elite». El diccionario lo definía como «minoría selecta o rectora» y lo ligaba a otras voces nuevas como «elitista» y «elitismo». Otros diccionarios han ofrecido acepciones similares. Pues bien, todavía existen dudas sobre cómo se escriben estas palabras, y resulta frecuente encontrar las formas «elite» y «élite», con sus respectivos plurales «elites» y «élites», de manera indistinta. Los principales libros de estilo periodísticos discrepan al respecto y, de hecho, el diccionario de la Academia ha acabado por aceptar ambas versiones en su edición del 2001. En cuanto a su pronunciación, las dudas son aún mayores, y lo habitual es que se escriba «elite» y se diga «élite».9 La confusión afecta asimismo al propio concepto. Como señaló Pedro Carasa, elite se usa con frecuencia como un comodín amorfo y pretendidamente inocuo que permite evitar otros conceptos actualmente más polémicos, como burguesía, clase dominante u oligarquía, o se mezcla de forma indiscriminada con ellos, aunque pertenezcan a tradiciones interpretativas diferentes y hasta incompatibles, en un discurso superficial y ajeno a cualquier inquietud teórica.10 Es más, muchos artículos, tesis doctorales y libros incluyen en su título el término elite y después apenas se ocupan de caracterizar o definir a los grupos dirigentes de la sociedad que estudian. Ha habido algunos intentos de depurar el concepto, por ejemplo a través de la búsqueda de su genealogía en las obras de Gaetano Mosca o Wilfredo Pareto, pero lo habitual es que su uso sea meramente descriptivo.11 Es decir, se suele entender que las elites las forman las capas superiores de cualquier colectividad, sin más, o en los estudios más elaborados, quienes poseen y ejercen el poder en sus múltiples dimensiones sociales.
LOS ESTUDIOS RECIENTES
Una aproximación inicial al trabajo de los historiadores en los últimos veinte años podría atribuirle cinco rasgos básicos: la predilección por los protagonistas de la vida política frente a otros personajes, la sorprendente escasez de colaboraciones con otras ciencias sociales que se ocupan de los mismos asuntos, el incremento del número de biografías, el peso enorme de lo local y la preferencia por la Restauración como período clave y por el caciquismo como cuestión fundamental.
En primer lugar, la mayoría de las investigaciones se ha centrado en la descripción de las elites políticas, sobre todo de los parlamentarios y de los ministros, y en menor medida de quienes ocuparon puestos de responsabilidad en instituciones provinciales o municipales. Quizá el mejor indicador de esta tendencia se halle en la edición de diversos diccionarios que recogen una información exhaustiva sobre las trayectorias de diputados y senadores.12 Tanto de los parlamentos como de los ministros, se han procesado datos sobre edad, relaciones familiares y sociales, origen geográfico, formación académica, perfil profesional, vínculos con la nobleza, carrera política, adscripción partidista y estabilidad en el cargo, todo lo cual ha arrojado resultados bastante precisos, en especial sobre el primer cuarto del siglo XX.13 Muy cercanos en su desarrollo se sitúan últimamente los estudios sobre las elites económicas y empresariales, donde el seguimiento de las estrategias adoptadas por las organizaciones corporativas ha ido acompañado de un notable afán por escribir semblanzas biográficas de grandes hombres de negocios, incluyendo algunas enciclopedias especializadas.14 Ha habido asimismo aproximaciones a las elites intelectuales y trabajos aislados sobre jerarquías eclesiásticas y militares. En cambio, los especialistas tienden a olvidar elites que han recibido mucha atención en otros países, como las burocráticas –desde directores generales hasta miembros de altos cuerpos de la administración pública, desde gobernadores civiles hasta profesores universitarios– o las profesionales –por ejemplo, resultan muy tímidas las pesquisas sobre abogados, médicos y sanitarios en general, periodistas o cuadros directivos de empresas–. Es decir, los estudios se difuminan en aquellos entornos sociales que tocan con las clases medias.15 Por último, la aristocracia constituye un caso peculiar: a menudo se le atribuye un gran poder político y social por la persistencia de títulos nobiliarios en la cúspide de las instituciones y por el influjo de su estilo de vida en otras elites, pero se ha estudiado poco y no se han distinguido con nitidez los rasgos que justifican, por encima de su heterogeneidad, su aislamiento como categoría específica. No obstante, unos cuantos autores han indagado en la evolución del patrimonio económico de las viejas casas nobles y de algún sobresaliente advenedizo.16
Entre las obras académicas dedicadas a las elites gobernantes en España puede distinguirse, además, una corriente que, desde la ciencia política, busca generalizaciones acerca de las características sociográficas de los ministros o parlamentarios y de sus posiciones de poder, remarcando las continuidades y discontinuidades entre los distintos regímenes a lo largo del último cuarto del siglo XIX y de todo el siglo XX, y sus implicaciones sobre la consolidación y la estabilidad de los mismos. Se trata de una línea de investigación iniciada en los años sesenta por Juan José Linz, influido por las teorías de Pareto sobre la circulación de las elites y preocupado por las consecuencias negativas que pudo tener la discontinuidad de la clase política, tanto entre la Restauración y la Segunda República como dentro del mismo período republicano, por la escasa experiencia y la falta de solidez del personal parlamentario en la década de los treinta.17 Es una línea que ha seguido viva hasta la actualidad en obras del propio Linz y de sus discípulos, y que ha rendido frutos más que apreciables al caracterizar a las elites y considerarlas como un factor fundamental a la hora de sintetizar la evolución de la España contemporánea.18
Sin embargo, la comunicación entre politólogos e historiadores no ha sido fluida ni constante. Los primeros utilizan normalmente la historiografía como cantera de información, pero no siempre manejan términos históricos adecuados ni ponen al día sus referencias bibliográficas.19 Por su parte, los historiadores, concentrados en etapas cortas, ignoran a menudo los análisis a largo plazo de la ciencia política. No hay pues intercambio de experiencias y puntos de vista. Esta incomunicación resulta sorprendente, porque la historiografía española sí ha importado conceptos provenientes de las ciencias sociales, como el de elite, con las limitaciones ya señaladas. Pero una cosa es utilizar elementos conceptuales extraídos de la literatura sociológica o politóloga, generalmente anglosajona y con frecuencia bastante antigua, y otra muy diferente es traspasar los límites de la propia disciplina y dialogar de forma crítica con las demás. O lo que es más difícil aún: colaborar en la formación de equipos multidisciplinares, algo que apenas existe en las universidades españolas.
Si contemplamos el estudio de las elites en sentido amplio, puede decirse que en España, como en muchos otros países, las investigaciones sobre individuos abundan hoy más que las centradas en algún grupo, es decir, que se cultiva más la biografía que la prosopografía. Sobre todo la biografía de personajes destacados en la escena política y, de manera creciente, también en la económica. Variedades del género cada vez más frecuentadas son, por ejemplo, el seguimiento de las dinastías familiares a lo largo de períodos dilatados, que se concibe como una sucesión de biografías individuales o generacionales, cuyo hilo conductor puede hallarse en una empresa o en una profesión determinada,20 o los ensayos biográficos breves, presentados en colecciones cuya unidad reside en el dibujo de trazas políticas comunes o en el marco temporal elegido.21 Semejante auge se debe a razones tanto académicas como extraacadémicas. Por una parte, entronca con la recuperación de las técnicas narrativas frente al anterior predominio de los análisis estructurales, marxistas o no, y con la simultánea revalorización de lo contingente y lo azaroso frente a lo determinado o necesario, del individuo que se sobrepone a los condicionantes de la vida individual. Pero también se relaciona con el aprovechamiento de la biografía como puerta de acceso a fenómenos históricos amplios, sea una cultura política, un sistema de partidos, un tipo de discurso o una elite. De esa manera, la biografía de un demagogo permite desentrañar las claves del populismo; la de un gran cacique, hablar del clientelismo político, y la de una reina, tratar las formas de poder y la dimensión simbólica de la monarquía constitucional.22 Este giro biográfico se ha realizado, pues, con plena consciencia de sus implicaciones teórico-metodológicas.23 Por otra parte, hay que enmarcarlo en los cambios sufridos por el mercado editorial español, que ahora demanda libros de historia accesibles por parte de un público amplio, y ha atraído hacia él a muchos historiadores profesionales, antes ajenos a la divulgación. En ese terreno, las biografías tienen grandes ventajas sobre otros productos menos cautivadores. Tanto por la transformación de los paradigmas historiográficos dominantes como por su éxito comercial, los textos biográficos se imponen a los prosopográficos, de sabor estructuralista, encerrados en las publicaciones para entendidos y mucho más costosos en cuanto a la relación entre esfuerzo y resultados de la investigación. En la práctica de la prosopografía es posible recoger una enorme cantidad de datos, procesarlos con métodos sofisticados y obtener, como todo premio, una simple tabla numérica, lo cual no ha impedido avances como los indicados más arriba, en absoluto ajenos a reflexiones sobre métodos y fuentes.24










