Las elites en Italia y en España (1850-1922)

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¿Cómo se hacen las listas? –se preguntaba Bonghi– todos lo sabéis: las listas son hechas por los comités situados en el centro o en los centros de los distritos electorales. ¿Y cómo hacen los comités las listas? Las hacen de varios modos (...). No son listas que salgan del corazón de los electores y asciendan de éstos a los comités; son listas que descienden de los cálculos de los comités y van hasta los electores. ¿Pero quiénes forman los comités? Son los grandes electores los que constituyen los comités, que se entrometen entre los candidatos y los electores
(...) Como entonces se fuerza al diputado a ser intermediario de favores a los grandes electores frente a los ministros, así los grandes electores se convierten en intermediarios de los favores del diputado a los demás electores del distrito. Se crean auténticas oligarquías que intentan conservar todo el poder del distrito entre sus manos.20
En Módena, en 1886, el prefecto declaró abiertamente que:
el carácter predominante de las elecciones fue, en gran parte de la provincia, la casi completa indiferencia respecto al carácter político de éstas. La actitud de los electores fue determinada bien por el poder de algunas personas importantes bien por uniones especiales con candidatos ajenos a su fe política (...). Son por tanto poco acentuadas las diferencias entre partidos políticos, y no es raro que, salvo algunos líderes que están ya muy comprometidos con su pasado, el resto de miembros oscile continuamente, por muchas razones personales, o sea que intenten hacer de la política un oficio perenne.21
El desencanto, el cinismo y la indignación, más o menos interesados, por el funcionamiento de la esfera política empezaron, entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, a evolucionar hacia un primer esbozo de análisis del funcionamiento del sistema parlamentario y administrativo, que intercalaba observación científica y polémica política.22
Fuera del Parlamento, hasta 1876, la dimensión ideológico-organizativa de la política siguió siendo, para las fuerzas constitucionales, una perspectiva marginal y reservada a realidades locales más dinámicas, como en Milán, donde en 1865 surgió una Sociedad patriótica, con la intención de asumir «la opinión pública en el sentido del partido liberal unitario y constitucional».23 Este evidente límite organizacional se vio agudizado, entre otras razones, por la limitada dinámica política de las administraciones municipales y provinciales que, hasta la reforma de Crispi de 1888, se definían institucionalmente sólo en el marco de una lógica sustancialmente patrimonial.
Un panorama éste que, tras la aparente imagen de «normalidad» del sistema parlamentario moderno, escondía una realidad en rápida mutación. En el país, los dos actores «antisistema» más fuertes, católicos y socialistas, no sólo no parecían inmediatamente susceptibles de ser integrados por las dinámicas institucionales, si no que se presentaban, por el contrario, en viva fermentación. En efecto, católicos y socialistas, desde distintos puntos de vista, continuaban cuestionando la legitimidad de las instituciones, en nombre y por cuenta del «país real» privado de voz por el «individualismo egoísta» de los liberales. En las fantasías de una estrecha y temerosa opinión pública liberal, todavía trastornada por las resistencias violentas al nuevo régimen que se habían manifestado en algunas áreas del Mezzogiorno con el bandidaje, estos actores antisistema se convertirían muy pronto en las temibles pesadillas de «partidos extralegales» bien organizados, con toda la carga de inquietud que la idea de organización «sectaria» despertaba en el imaginario liberal. Esta inseguridad, más allá del verdadero potencial organizativo y subversivo de tales realidades, habría proporcionado tempranamente la base, en el campo político, del proyecto transformista, es decir, de la necesidad de transformar los partidos parlamentarios históricos, con el fin de crear un «partido nuevo» que defendiese los resultados de la «revolución» liberal de la obra trastornadora de los negros y de los rojos. El recambio producido en la gestión del poder, en 1876, aceleró dicha hipótesis en nombre de un nuevo, más «moderno», modo de sentir la cosa pública:
basta de nombres históricos, ¡ligados a las viejas cuestiones del Risorgimento! Hoy los partidos (...) deben ser las ideas que los constituyen, y de las ideas deben tomar el nombre.24
Éste fue el auspicio que de un modo u otro se convirtió en el constante pero vacío leit-motiv de la vida política en la Italia liberal. En realidad fueron precisamente la debilidad de las ideas y la ausencia de conflictos reales y duraderos entre las fuerzas constitucionales lo que propició exactamente lo contrario, es decir, la tendencia, que iba emergiendo entonces en muchas partes de Europa, a pensar la política en términos de «ejecutivo» más que de «conflicto», tendencia que, desde 1883, asumió en el vocabulario político de la época el nombre de transformismo.
En este sentido, sólo se puede entender el tema del transformismo en el contexto de una fase histórica europea, las últimas tres décadas del siglo XIX, con fuertes tensiones políticas e ideales acerca del papel del Parlamento en el constitucionalismo liberal. Esta nueva manera de entender la relación entre Gobierno y Parlamento marcaba la toma de conciencia de que una época, la del liberalismo elitista y del parlamentarismo oligárquico, se acercaba a su fin.
Por eso la propuesta transformista parece hoy una respuesta política general que se impuso no por las características de la vida política italiana, ni a causa de los límites «éticos» de la clase política, sino que más bien constituyó el atajo a través del cual las clases dirigentes intentaron reconducir en una síntesis eficaz la relación entre el Parlamento, insustituible centro de compensación de crecientes y conflictivos intereses de las numerosas realidades económicas, sociales y culturales de la geografía nacional, y el ejecutivo, cuya importancia estaba creciendo en proporción a la demanda –cada vez más frecuente– de «gobierno» por parte de la esfera social y el contexto internacional.
El transformismo, tal como lo entendieron Depretis y Minghetti, no fue la simple convergencia de los diputados hacia un centro político genérico, sino la tentativa de hacer del Gobierno el centro del sistema, apartándolo del conflicto político y transformándolo en una especie de órgano de mediación/compensación administrativa. Así el proyecto transformista, reivindicando la homogeneidad sustancial de la clase política en el momento en el que las antiguas diferencias palidecían frente a los mucho más radicales desafíos de las fuerzas antisistema, no representaba tanto una política de mediación entre la derecha y la izquierda histórica, ni una franca llamada al moderantismo25 o al conservadurismo, como, más bien, un intento de definir una vía política alternativa al government by discussion, pilar de la modernidad política del siglo XIX, sin deber renunciar por eso a la energía legitimadora del parlamentarismo.
Aquel proyecto transformista, entonces, más allá de las tentativas contingentes y muy pragmáticas de las alquimias de Depetris, intentaba sobre todo reforzar el papel del Gobierno, en respuesta a las exigencias de la época, limitando sin embargo al mismo tiempo la pujanza de su proyecto (reducida casi únicamente al requerimiento de cerrar filas en torno al ejecutivo frente al temido peligro de la disgregación nacional) y rebajando su carga reformadora, a la que algunos sectores más avanzados de la izquierda no pretendían renunciar, hasta el punto de haber incluso favorecido la revitalización de las «temibles» facciones radicales. La esencia última del transformismo no debe buscarse de todos modos en la invitación a romper las filas del partido para colocarse junto al Gobierno. En este sentido existieron otras tentativas abortadas de reposicionamiento de algunos segmentos de las tradicionales reagrupaciones parlamentarias. Debe señalarse, por ejemplo, la convergencia Carioli-Sella en 1878, cuyo objetivo había sido el de resaltar el hecho político del conflicto (tanto en el interior de la clase política liberal, como respecto a las culturas antisistema) asumiéndolo como elemento de fuerza identitario. La razón del éxito de la proposición de Depretis debe buscarse en la lógica opuesta, en la capacidad de convencer a la opinión pública de la urgente necesidad de preservar al Gobierno de los conflictos entre las partes, de efectuar un abordaje seguro para todos en el tempestuoso mar de los cambios en curso en la sociedad. Tal elección, neutralizando el significado político del Gobierno como «agente de una única parte», permitió a Depretis realizar la sofisticada operación de asegurarse el voto favorable no de una corriente en mayoría sino de una mayoría de las corrientes, erosionando sólo de modo muy lento la identidad político-ideológica de los diputados a los que no se pedía la abjuración.26 Así, una parte consistente de la clase política liberal pudo continuar pensando en términos de proyección ideal y ser todavía percibida como «revolucionaria» (incluida la derecha), aun apoyando a un gobierno cuya realidad política consistía en la congelación de las reformas. El Gobierno, en fin, presentándose como «partido» nacional progresista, hacía de la «transformación de las partes» un baluarte natural con el que fracturar la demanda de aceleración democrática proveniente del pueblo. En muchos aspectos, la de Depretis fue una obra maestra táctica y estratégica que ligaba los diputados al Gobierno, dejándoles, en el fondo de su herencia política ideal, la convicción de ser mejores y superiores al gris pero necesario ejecutivo de Depetris.27
Con el transformismo, el Parlamento comenzó a perder no sólo la aspiración de encarnar el papel de «educador» sino, sobre todo, en Italia como en otros sitios, el de legislador real. Aumentaba el porcentaje de proyectos de ley de iniciativa gubernamental mientras disminuía el de los proyectos liderados por los parlamentarios. En conjunto, entre 1861 y 1890, el ejecutivo presentó 3.499 proyectos de ley, mientras que los diputados se limitaron a 892 (el 25,5% del total). En el Senado fueron 333 frente a los 15 presentados por los senadores.
El transformismo, además, se había revelado, no por casualidad, como la fórmula política más eficaz para excluir definitivamente del horizonte político italiano toda posibilidad de una «última llamarada» democrático-radical. El acuerdo Depretis-Minghetti, de hecho, había enterrado formalmente la única alternativa real dentro del universo político liberal, la del Gobierno Cairoli-Zanardelli, que, entre 1878 y 1880, había jugado todas sus cartas para la recuperación de un proyecto político basado en la libertad y el garantismo.28 En este contexto los notables parlamentarios, tras haber rechazado la propuesta Carioli, llegaron a formular un primer proyecto parcial de nacionalización de las masas que, en la interpretación de Crispi, se convertiría en la primera aproximación orgánica de la clase política liberal a la cuestión de la democracia. Una aproximación drásticamente alternativa a la de Carioli y Zanardelli, centrada en la discrecionalidad autoritaria del hombre de Estado y la intensificación del instrumento administrativo con el fin de una modernización de la esfera pública. Un cortocircuito, activado por el incremento de los gastos públicos y el refuerzo del ejército para objetivos propios de una gran potencia, capaz de iniciar los procesos de nacionalización e integración de las clases populares prescindiendo de la cuestión de las libertades públicas, abandonadas, en el fondo, al inmovilismo, sujetas a la usura de la cultura discrecional de la «praxis». Es probable que Carioli y Zanardelli planteasen, al enfatizar el tema del garantismo, la cuestión de la hegemonía de la clase dirigente liberal sobre el arriesgado terreno de la aceptación, al menos parcial, del conflicto abierto con todos los actores políticos dispuestos a reconocer la legitimidad de la revolución del Risorgimento.29 Se trataba, en otras palabras, de afrontar el ya ineludible recorrido de legitimación del Estado liberal, valorizando y no suprimiendo, mediando o neutralizando, los mecanismos de politización del sistema.30
Un intento abocado al fracaso, en cuanto expresión de un liberalismo más avanzado en contradicción con las nuevas exigencias de la burguesía nacional, la cual, a partir de los años ochenta, empezó a desarrollar un sentimiento de inseguridad frente a las presiones democráticas existentes. Este sentimiento coincidió con las primeras veleidades expansionistas de importantes sectores de la propia burguesía, fatales para un gobierno como el de Cairoli que, también en política exterior, proponía la cauta tolerancia demostrada en política interna. No fue casualidad que la política italiana interna, el papel del soberano y de los círculos de la corte, la función del gobierno, el peso del ejército, el arraigo también en Italia de un nuevo modelo de derecho público, centrado en la administración más que en la «revolución liberal» y el gasto público, conocieran una rápida y excepcional intensificación precisamente en el terreno de la política exterior, es decir, tras la decisión de unirse a la Triple Alianza. Todas las incertidumbres sobre qué tipo de desarrollo y, por tanto, de legitimación política era más eficaz, se desvanecieron frente al ingreso «armado» de Italia en el grupo de las grandes potencias.
Desde el punto de vista de los intentos de legitimación del sistema, podemos por consiguiente destacar un continuum, brevemente interrumpido por el experimento Carioli-Zanardelli, que unió el proyecto jacobino-pedagógico de la derecha, el transformismo, el crispismo y el proyecto autoritario de final de siglo. Un continuum que, aún con resultados y objetivos diversos, encontraba su baricentro en la voluntad de ampliar las bases del Estado, y por tanto completar el proceso de nacionalización de los italianos, acentuando el factor administrativo y el papel del ejecutivo. Semejante perspectiva nunca había sido realmente discutida, ante la urgencia de hacer adaptar las exigencias de legitimación, nutridas con ansia por la clase política, y la cada vez mayor demanda de integración de las masas populares. Observada con atención, esta perspectiva confirma cómo la «pedagogía» liberal contenía en su interior, tanto la hipótesis «excéntrica» de la exaltación de las virtudes educativas del conflicto regulado, como la «armónica» de la prevención del conflicto mediante la «buena administración» y por tanto, la centralidad de la dirección política. Será este último el camino que intentará encauzar Crispi, conjugando el aspecto decisionista del antiguo «accionismo» garibaldino con la aspereza estatalista del hegelismo de la derecha.
El que fuera conspirador mazziniano se presentó como símbolo de una recuperación moral y política del país, puesta en práctica esencialmente a través de una progresiva extensión del margen legal de la autoridad estatal. En este sentido, pasión política, «jacobinismo» y cultura jurídica, aspectos destacados de la personalidad del estadista siciliano desde los tiempos de las aventuras garibaldinas, aparecían ahora, para las clases dirigentes nacionales, como las características ideales de un atajo a través del cual relanzar la iniciativa política del Estado, llegando así a una cauta y formalizada ampliación de las bases sociales de la vida pública, sin ceder a las perspectivas de democracia política apartadas en la sombra, también, por parte de algunos sectores del liberalismo más avanzado. A Depretis por tanto, sucedió un hombre que, fuerte gracias al amplísimo consenso inicial de la Cámara y del país, no traslucía ningún temor al transitar por la senda de una intensa actividad reformadora. El objetivo declarado era el de restituir fuerza al ejecutivo sin tener que incrementar los privilegios de la Corona («es necesario que el rey permanezca en la esfera sublime y serena en la que la Constitución lo ha situado»). Así, la mejor garantía de libertad para el gobierno sería, en teoría, una mayoría estable y homogénea, determinada sobre la base de las ideas y del programa. Consecuentemente, más que en la división de partidos en cuanto tal, Crispi, una vez en el gobierno, parecía interesado en una sólida mayoría que le garantizase una amplia libertad de maniobra. Para obtenerla, no obstante su formal aversión por el método Depretis, la vía más fácil seguía siendo apostar por la ya enraizada predisposición transformística del Parlamento, actuando para dislocar toda incipiente reagrupación de aquella oposición de tipo británico tan a menudo invocada por él mismo.
El transformismo, así, demostraba toda su ductilidad, preparándose para convertirse en el respaldo parlamentario a la «revolución administrativa» de Crispi, mientras permanecía intacta la exigencia de fondo, para una clase dirigente dotada de escasa legitimación, de perfilar un proyecto de neutralización del desafío político producido por las incesantes alteraciones de los equilibrios sociales. Semejante exigencia, como ya se ha señalado, era simbolizada por el rechazo liberal del partido entendido como instrumento de intervención política de una parte. Más adecuado al objetivo debió de parecer, para amplios sectores de la burguesía liberal, el control de aquel particular tipo de poder aparentemente neutro y «situacional» representado por el Estado y su administración. Se trató de una elección de grandísima relevancia en cuanto que permitió el comienzo de un peculiar proceso de «alienación de la política» entendido como rechazo de institucionalizar el recurso a medios exclusivamente políticos (como era intención del gobierno Carioli-Zanardelli) en el proceso de nacionalización del país.
En este sentido, la ausente parlamentarización, es decir, la coherente transformación de los conflictos sociales en conflictos políticos que reconducirá al consenso a través de la mediación entre partidos y la cultura de la asamblea, tomó la forma del parlamentarismo, es decir, de la primacía de una clase parlamentaria dedicada a «representar», y por tanto cristalizar, la conflictividad social, evitando su emancipación en sentido político. El parlamentarismo se convertía en símbolo del fraccionamiento geográfico y de la impotencia política de la burguesía nacional, fuente de descontento y frustración, principalmente para una considerable parte de la intelligentsia que, precisamente a partir de estos años, acabó por identificar el Parlamento con el reino de las miserias particularistas y por tanto ajeno, si no hostil, a los auténticos procesos de homogeneización cultural y política del país. La función y la propia composición de la Cámara, «parcial y ficticia representación del pueblo (...), multitud de intereses esencialmente privados, cuya suma está muy lejos de formar el interés público»,31 daban pie en los ambientes liberales a una ansiosa incertidumbre acerca de la capacidad de resistencia de las instituciones representativas frente «a la corriente de las ideas democráticas que cada vez las invade más».32
Fue precisamente a partir de este estado de desorientación cuando maduraron, en la segunda mitad de los años ochenta, el proyecto crispino y una nueva orientación hacia el derecho público que postulaba, mediante la obra pionera de Vittorio Emanuele Orlando, una dimensión más racional del estado de derecho al que demandar la resolución de la perpetua discrepancia entre los principios del liberalismo y su puesta en práctica. Si la propuesta gobernativa de Depretis tendía a asegurarse la mayoría transformando la Cámara en la terminal de una compleja red de mediaciones políticas del ejecutivo, la de Crispi tendía sin embargo a hacer del Parlamento el inerte espectador de una dirección política centralizadora, presentando su personalidad como insustituible síntesis de partido, gobierno y proyecto político capaz de reunir una mayoría estable.
La confianza en las capacidades y el patriotismo de Crispi se convirtió, no por casualidad, en un estadio obligado de la formación de mayorías plasmadas por la fascinación por el hombre fuerte y la ausencia de alternativas realistas. La dualidad institucional entre Gobierno y Parlamento asumía cada vez más la forma de una relación de base personal. Al Parlamento, cuya «competencia se extiende a todo lo que tiene por objetivo crear derechos y determinar deberes de los ciudadanos; es decir, hacer las leyes generales» y «vigila todo lo que se hace en el Estado», se contraponía para Crispi lo que declaraba en 1887, «el temple del hombre que dirige los asuntos del Estado».
Este planteamiento no provenía de improbables tentaciones dictatoriales, sino de una bien definida imagen de las relaciones entre ejecutivo y legislativo: contra la «escuela» que «[quería] el gobierno de las asambleas», Crispi auspiciaba aquella según la cual era necesario «que el parlamento y el poder ejecutivo [tuviesen] cada uno una potestad distinta. El gobierno de las asambleas no es el que prefiero. Las asambleas deben legislar; el rey y sus ministros deben, uno reinar, los otros gobernar». Una posición formalmente irreprochable, que situaba a Crispi dentro de la corriente del liberalismo europeo que estaba replanteando de modo crítico los supuestos del tradicional equilibrio constitucional centrado en la mediación parlamentaria. De hecho, la gestión «fuerte» del ejecutivo no podía evitar entrar en colisión con las enraizadas tradiciones y las consolidadas costumbres parlamentarias que Crispi sustancialmente despreciaba, en cuanto herencia de los tiempos en los que las asambleas eran quienes «gobernaban» interponiendo infinitos obstáculos a la acción del gobierno.
Si el período entre 1887 y 1891 representó un gran giro, éste alcanza su auténtica maduración, dentro de la clase dirigente nacional, con la toma de consciencia de que la cuestión social debía ser afrontada orgánicamente sobre el terreno de la legitimación política y que el desafío de la democracia exigía una respuesta nueva, no prevista por los cánones del liberalismo clásico; dicha respuesta debía consistir en una intervención más eficaz del instrumento estatal para controlar las dinámicas sociales adecuándose a la creciente demanda de participación política. El crispismo, entendido como concepción política principalmente interesada en reforzar todo el orden administrativo del Estado, parecía la coherente expresión política de aquellos sectores sociales y económicos heterogéneos (unidos y emblematizados por la tarifa aduanal de 1887), pero unánimes a la hora de institucionalizar la intervención estatal en los procesos de desarrollo de la sociedad civil. Dicha realidad contenía una fuerte dosis de proyectualidad política, la con vicción, por primera vez teorizada, de que la política no era el producto de la natural explicación de los factores sociales sino, al contrario, el terreno de la proyección de los medios a través de los que adaptar la sociedad al turbulento curso de la historia y a las exigencias de la «ciencia».
En el escenario de la crisis de fin de siglo ésta parecía la visión vencedora, la única en todo caso considerada capaz de garantizar el necesario apoyo a las emergentes fuerzas económicas nacionales y de afrontar, sobre el terreno del progreso y de la modernización, la radical diversidad del desafío democrático-socialista. La persistente debilidad de toda perspectiva hegemónica de la burguesía nacional transformó, de hecho, gran parte de la aventura crispina en un gigantesco y sólido intento de racionalizar la administración del Estado, consumando sus veleidades residuales democrático-jacobinas con el extenuante proceso de anticipación/represión de la iniciativa de las clases populares. Todo el aparato reformador crispino debe por tanto inscribirse dentro de una lógica que podemos definir de modernización autoritaria: correspondía al Estado la resolución de los retrasos sociales y políticos y, mientras se hacía cargo de las expectativas de participación y de democracia que esto comportaba, ampliaba, legalizándolos, tanto sus competencias como su poder; de este modo preservaba a la burguesía «revolucionaria» de los posibles peligros de una conflictividad política debida a la participación de las «plebes», ajenas a las tradiciones del Risorgimento, en la vida pública. La idea de que el Risorgimento fuese una revolución burguesa aún por completar fue varias veces reiterada por Crispi.
Cuando, con la derrota colonial de Adua, Crispi salió definitivamente de escena, terminó con él el proyecto político de gobierno más ambicioso que hubiese sido propuesto en Italia desde el de Cavour. Las bases de aquel proyecto se encontraban en la relación, que el estadista siciliano había mantenido y después desarrollado de modo original, con la cultura mazziniana y accionista que despreciaba los intereses materiales del presente en nombre de fines morales más altos. En este sentido Crispi, dando aún voz, también desde los bancos del ejecutivo, a la insatisfacción por el Risorgimento «traicionado», personificó en su figura no sólo la imagen del poder en su acepción más clásica, sino también la de orgullosa oposición al tradicional orden político. Su dirección de la cosa pública siempre se basó en la afirmación de una fuerte voluntad de poder cuyo objetivo transcendía la pura defensa de los equilibrios existentes. Al contrario, se trataba, para el político de Ribera, de la necesidad de escapar de una visión «simplista» de la unificación (centrada sobre las pequeñas virtudes del recogimiento y el bienestar de la vida material) para restituir a Italia un auténtico orden moral en su interior y el «lugar que le es debido» en el mundo.33 Por tanto «la unidad sería inútil si no nos procurase fuerza y grandeza».34 Con Crispi, por primera vez desde la toma de Roma, se volvía a hablar de «misión de Italia». Esto arrebataba a la idea de nación aquella capa de abstracción compartida, sedimentada tras el agotamiento de las polémicas post-unitarias sobre la nación armada, y la transformaba en un corrosivo y conflictivo agente político. Frente a la grave crisis económica, el crecimiento de las ansias por la cuestión social y las difíciles condiciones internacionales, Crispi acabó por acentuar el factor voluntarista de su acción de gobierno, presentándose a sí mismo como garante de la conservación del principio nacional unitario encarnado por la monarquía: «yo soy un principio, yo soy un sistema de gobierno del que puede depender el avenir de la patria».35










