- -
- 100%
- +
Voy a tomar una ducha, aunque sea rápida. No me da tiempo a lavarme el pelo, lo llevo casi por la cintura y tarda mucho en secarse. Abro el cajón de mi mesita de noche y cojo mi ropa interior. Sencilla, cómoda, de algodón. Un chándal y unas zapatillas de deporte completarán mi atuendo. Vamos a un gimnasio, vistámonos para la ocasión.
Me recojo el pelo con una pinza sobre la cabeza y tomo esa ducha rápida. Me envuelvo en mi súper maravillosa y gigantesca toalla y comienzo a secarme con movimientos rápidos y enérgicos. Y entonces paro. Sin saber muy bien por qué, me detengo de repente y me dirijo a mi dormitorio donde hay un espejo de pie. Un espejo grande, de cuerpo entero. Y me observo desnuda en él.
Hace mucho tiempo que no me dedico a observarme a mí misma. Mi amiga Inés se pasa media vida mirándose en los espejos porque no le gusta ir despeinada o llevar mal el maquillaje. Dice que no hay nada peor que dejar de cuidarse a una misma y empezar a parecer desaliñada.
Me acerco algo más al espejo y me fijo bien en mi rostro. Casi siento miedo de mirar más abajo. Por ello, me concentro en mi cara. Mis ojos se ven hoy algo tristones. Mi pelo necesita un nuevo tinte. Tan solo hace tres semanas que lo teñí la última vez. Me encargo yo misma, aquí en casa. Es fácil, es de color castaño claro y existen infinidad de tintes de esa tonalidad. Pero lo cierto y verdad es que cada vez me dura menos el dichoso tinte de las narices.
Mi rostro se ve pálido. Las raíces blancas que comienzan a surgir traicioneras en la base de mi pelo, junto con la falta total y absoluta de maquillaje, hacen que parezca enferma. Para colmo de los colmos, estas dichosas manchas que han empezado a salirme en la cara. Tendré que comprarme algún protector solar de esos de pantalla total. Sonrío para mis adentros. Con quince años, esto eran pecas. Con treinta y nueve, son manchas solares.
Luego me retiro un poco del espejo para tomar algo más de conciencia sobre mi cuerpo. Mis brazos parecen ser más redondeados y me temo que al levantarlos cuelga de ellos algo que antes no estaba ahí. Claro que he ganado unos kilitos desde que nació mi pequeña Maia, que por cierto, ya tiene ocho años. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo.
Mis pechos no están nada mal, aunque quizás también estén un poco más bajos que antes. Pero lo que de veras llama mi atención es mi nuevo amigo grande, hermoso, redondeado, incitador a todas las dietas posibles, habidas y por haber, y de las que nunca jamás fui capaz de llevar a cabo. Mi gran amigo el michelín. Cada vez gana más terreno el condenado. Cuando empezó a salir, bromeaba diciéndole a Fernando que me lo estaba dejando crecer en honor a la conocida marca de neumáticos. Ahora ya se ha apoderado de mí el desagradecido.
No estoy gorda, pero tampoco estoy delgada. Mi cuerpo está raro. Distinto. Mis glúteos también parecen haber bajado. Y mi piel aparece muy rara en las piernas. Surquitos asquerosos, los llamaría yo. ¿Qué ocurre aquí? ¡Maldita ley de la gravedad!
Esta no soy yo. Es una señora mayor que se ha metido en mi espejo. Dejo de observarme y me dirijo de nuevo al cuarto de baño. De pronto me siento un poco mareada… un poco… no sé, no me encuentro bien.
La habitación empieza a inclinarse y, de pronto, todo está tumbado. ¿O soy yo la que está tumbada? Me pitan los oídos y veo unas manchas amarillentas y anaranjadas frente a mí. Cierro los ojos un momento y todo se calma. Huelo un suave perfume, escucho una suave melodía y siento como si debajo de mí hubiese hierba fresca en lugar de un terrazo frío.
“Mi adorada esposa, eres la mujer más hermosa del mundo, la más bella, mi amor, mi vida…”.
Abro los ojos con rapidez, asombrada y asustada. Ya no escucho música y siento de nuevo la dureza del suelo. También ha desaparecido el suave perfume. Esa voz… Me ha hecho sentirme diferente por un instante, fuerte, incluso hermosa. ¿Me habré golpeado la cabeza al caer sin darme cuenta? ¡De dónde ha salido esa voz! Una voz vibrante que me llamó esposa…, pero que no era la voz de Fernando.
Noto un agujero en la boca del estómago y me falta el aire. Me siento aturdida. He tenido que perder el conocimiento un instante aunque yo crea que no. No encuentro otra explicación.
El espejo me devuelve un rostro pálido y unas ojeras marcadas. Y justo al lado del espejo, el reloj me recuerda que estoy parada en el tiempo. ¡Tengo que vestirme! La más bella… y un pimiento, pienso enfadada mientras, aun temblando, cojo mi elegante, cómodo y amplio chándal azul.
– 5 –
–Tienes que animarte un poco, Helena, verás cómo te alegras de esto –me dice mi traicionera cuñada.
–Vamos a estar estupendas de aquí al verano –añade Inés con una sonrisita confabuladora.
–¿De aquí al verano? ¡Pero si el verano acaba de terminar! ¿No podemos volver en junio? –pregunto yo.
–¡No seas boba! –casi me pega Carmela.
Señor, ya es tarde. Aquí estamos las tres discutiendo sobre el tema, por así denominarlo, en el aparcamiento del gimnasio Líneas, un nuevo gimnasio para mujeres repleto de una serie de máquinas ideales para el cuerpo femenino. Y digo yo, ¿serán tan fantásticas como para ponerte en forma con tan solo apuntarte al gimnasio?
Inés quería ir a uno mixto, pero Carmela le dijo que si Ángel se enteraba que iba en pantalones cortos y hacía determinados movimientos ante otro tío, se iba a montar gorda.
Yo, como siempre, neutral. Si es que soy así, como el queso de un sándwich. Es más, mi hija Selena, la mayor de mis dos pequeñas, ya me dice a sus catorce años de edad que, o me espabilo, o me espabilan.
–¡Mamá, que a los tontos se los comen por sopas!
–Y a los nerviosos le dan ataques al corazón, cariño.
Es muy probable que lleve razón y, en un par de años o tres, alguien me engulla junto a un trozo gigantesco de pan.
Mi hija mayor está en el Instituto, cursando el tercer curso de la ESO. ¿Qué tipo de educación seria denomina a un ciclo tan importante de la vida como ESO? Lo cierto y verdad es que los catorce no son una edad fácil. Ella es prudente, simpática, inteligente, muy guapa. Cabello rubio a media espalda, ojos marrones, complexión media, moderna. Amante de la ecología y casi herbívora. En este caso, las alitas de pollo me salvaron de que realmente lo fuese.
Por su parte, mi pequeña Maia tiene el pelo del color del chocolate, como el mío, y sus ojos también son marrones. Ninguna de mis hijas ha heredado los bellos ojos azules de su padre (qué le vamos a hacer, cosas de la genética).
Cuando Maia nació, nos dijeron a su padre y a mí que tenía un pequeño problema en una cadera. El tiempo nos diría si era algo temporal, o por el contrario, algo serio y permanente. Conforme comenzó a crecer y empezaron a hacerle pruebas médicas, comprobamos que no tenía nada de importancia, pero que su pierna derecha es ligeramente más corta que su pierna izquierda. Aproximadamente unos dos centímetros. Ello no le impide llevar a cabo su vida de una forma normal, pero sí es cierto que ella misma se limita a veces. No quiere participar en muchos deportes a pesar de que le gustan, porque no se ve a la altura de los demás y jamás utiliza faldas porque no quiere que nadie vea que lleva un alzador en una de sus botas ortopédicas.
Ella dice que no le importa, pero lo cierto es que los niños pueden ser muy crueles y a veces pueden coartar bastante. Lo único que me alivia en esta situación es la forma de ser de Maia. Es una niña muy madura para su edad. Habla con suavidad, y a veces, tiene argumentos que los adultos no tienen.
Y hablando de problemas. Acabamos de entrar en uno muy grande. Aquí estamos las tres, en este maravilloso y rosa gimnasio donde nos recibe una encantadora joven embutida en unas ajustadas mallas negras, con un hermoso chaleco, poco mayor que un sujetador, en un bonito tono rosa bebé.
–Hola, ¿qué tal? ¿Puedo ayudaros? ¿Queréis visitar el gimnasio? –nos pregunta solícita.
–¡Nos encantaría! –responde una alegre Carmela–. Llamé hace dos días por teléfono y estuve hablando con Ana. Me dijo que podíamos venir y visitar las instalaciones y que alguien nos explicaría como funciona todo esto.
–Sí, la recuerdo. Yo soy Ana. Encantada de conoceros.
La muchacha, imagino que de forma inevitable, nos mira a las tres en una rápida inspección. Carmela viste una minifalda muy mona con un chaleco de punto caído. A sus cuarenta y siete años está en forma, motivo por el que estoy furiosa con ella, pues tiene un metabolismo envidiable. Come, bebe y no engorda. La envidia me corroe.
Inés, de cuarenta y tres, viste camisa y vaqueros muy ajustados. Mi amiga es de esas chicas que saben sacar lo mejor de sí mismas. Ella es delgadita por arriba y algo más gruesa de cintura para abajo, pero sabe qué ropa usar para que el conjunto sea favorecedor. Por supuesto, también viene perfectamente maquillada y peinada. Yo vengo con mi maravilloso, cálido, cómodo y amigable chándal, coleta y una buena capa de protector solar factor cincuenta.
–Tenemos varios programas en función de cuál sea vuestra idea para practicar deporte. Por un lado podemos ofreceros la llamada sala de máquinas, donde una serie de máquinas aeróbicas, como la bicicleta elíptica, la cinta de andar, o la bicicleta de spinning, hacen que podamos perder calorías con rapidez.
Me asomo a la correspondiente sala y observo con asombro que no está pintada de rosa. Qué bien. Sus paredes lucen un bonito tono marfil. Un gran ventanal conecta esta sala con el exterior. Maravilloso, pienso. Te pones a sudar como un cerdo, y todo el mundo puede verte. Genial. Sala de máquinas. Mi mente me ofrece mejores definiciones…”Potro de la tortura”, “Inquisición medieval”…
–Aquí al lado –nos dice Ana en tono profesional y amable–, tenemos la sala que da nombre a nuestro gimnasio: la sala Línea. Se compone de máquinas que ayudan a esculpir el cuerpo de la mujer y darnos mayor agilidad y flexibilidad. Son hidráulicas, por lo que no desarrollan la musculatura hasta un punto que pueda resultar antiestético y moldean a la vez que nos ayudan a quemar calorías.
Creo que me voy a desmayar. Por cierto, esta sala sí está pintada de un bonito tono rosa pastel, a juego con la camiseta–sujetador de la monitora.
–Además, el gimnasio cuenta con otros programas de actividades, como step, gap, pilates…
Mi mente ha dejado de escuchar todas esas palabras raras que me causan cansancio solo de oírlas. Pero claro, he de regresar al mundo y seguir escuchando.
–Y por supuesto –continúa Ana–, queremos que la clienta pueda relajarse y para ello, tenemos clases de relajación. Tenemos en proyecto una sala para poder dar masajes, sobre todo, para poder ayudar a las mujeres que padecen contracturas musculares.
Ajá, por fin encontré mi sala ideal. No pienso salir de esa sección del gimnasio ni bajo coacción.
–Fantástico. Esto es mucho mejor de lo que ya me esperaba –dice una muy animada y contenta Carmela.
–¿Estáis interesadas entonces? –pregunta Ana.
–¡Por supuesto! –vuelve a añadir mi traidora cuñada.
–Un momento, un momento. No hemos hablado del precio –señalo.
Necesito que cueste una cantidad bárbara para que así mis amigas desistan de su empeño y yo pueda volver a mis rutinas diarias.
–Tenemos una oferta especial. Si se inscriben en este mes en curso, la matrícula les sale gratis y el precio mensual al inscribirse las tres, será de 25 euros al mes.
Oh, oh. La ofertita dichosa acaba de fastidiarme.
–¡Genial! Es asequible y, en proporción a lo que ofrece, me parece irrechazable –dice Inés.
–Por supuesto, quiero que tengan en cuenta que hay servicios que van aparte. A veces, organizamos excursiones de senderismo y otras actividades al aire libre que no entran en el precio.
–Oh, vaya desilusión. Pensé que te referías a guapos monitores –dice una bromista Inés.
–No. Por supuesto todas las monitoras son mujeres –añade una seria Ana, que no ha cogido la broma, me temo.
–Bien. Chicas, ¿podemos hablarlo ante un helado o un café con un dulcecito? –pregunto yo.
–¡Ni hablar! ¡Aquí no hay nada que hablar! ¡Nos inscribimos las tres ahora mismo!
Me temo que la capitana Carmela ya ha tomado una decisión inamovible. Solo tengo ganas de resoplar, pero recuerdo el incidente de hace un rato en casa y, sí, mejor salir y hacer deporte, aunque ese deporte bien puede ser andar a paso rápido. De veras, todas estas máquinas me han puesto mal cuerpo.
Miro a Carmela y veo tal expresión en su cara que hasta me da miedo. Madre mía. Parece un teniente coronel de la armada a punto de impartir una orden de vital importancia. Pues sí que está decidida. Decidida y algo más. No sé lo que es, pero sí noto una obstinación muy especial. Tal vez sea una ama de casa tranquila, pero tengo un olfato especial para los “gatos encerrados”. Y aquí hay uno muy, muy gordo.
– 6 –
–En serio, Carmela. Yo no quiero apuntarme. Estoy gordita, lo sé. Pero, ¿qué quieres? Tengo casi cuarenta y soy pre-menopáusica. Está justificado de sobra –casi le suplico a mi cuñada.
–Pero vamos a ver, Helena, ¿qué más te da? ¡Tienes tiempo de sobra! Y por el dinero no será, digo yo. Que las dos sabemos que puedes permitirte pagar 25€ al mes. Te gastas mucho más en clases de inglés o deportes para tus hijas. ¡Y Fernando también va a un gimnasio!
–Lo sé, pero es que él quiere ir. Mírame, Carmela. Inés y tú os estáis tomando una infusión y yo una copa de helado. ¿Para qué quiero ir yo a un gimnasio?
–Para empezar, querida cuñada, porque te lo pido yo como un favor. Si vamos las tres juntas será más divertido. Además, te importa tu peso o, de lo contrario, no te pondrías ropa tan holgada. Eso solo puede ser para “tapar”.
–O para ir cómoda –contesto molesta.
Mientras Carmela y yo discutimos, Inés permanece en un silencio absoluto. Se limita a mover su cabeza de una a otra sin más.
–¿Inés? ¿Qué opinas tú? –le pregunto.
–Creo que nos vendrá bien. Pero…
–¡Ajá! –grito victoriosa–. ¡Hay un pero!
–Ya sabéis que quiero quedarme embarazada y no sé si el deporte puede ser bueno.
–Bueno, no. Mejor –le contesta Carmela.
–¿Estás segura?
–¡Claro que sí! Te ayudará a fortalecer partes de tu cuerpo necesarias. Además, en el momento que quieras puedes dejarlo o pasar a ejercicios más suaves.
–Supongo que es cierto.
Maldición. Inés sonríe y sé que Carmela ha salido victoriosa de esta batalla. Ambas me miran expectantes.
–No puedo creer que seas tan facilona, Inés. Está bien. Nos apuntaremos –cedo al fin.
Carmela lanza un grito de júbilo que hace que varias personas se giren hacia nosotras.
–No te arrepentirás, Helena. Ya verás.
–Ya me estoy arrepintiendo –mascullo rebañando con una fuerza innecesaria mi copa de helado.
Desde que tengo uso de memoria esto ha sido así. Carmela es mi amiga, además de mi cuñada. Siempre es fuerte y toma decisiones sin dudar. Inés es una especie de punto medio, mientras que yo soy la que siempre cede. Levantar la voz, llevar la contraria, o poder dar mi opinión sin estar segura de no quedar en ridículo, me hacen callar muchas veces.
–¡Gracias, Helena!
Sí, sí, gracias, pero la he cagado. ¿Quién quiere hacer deporte y sudar? Miro mi copa de helado. Ya está vacía y de pronto, sin saber por qué, siento deseos de llorar. Imagino que de pura frustración. También siento deseos de pedir otra copa de helado extra.
Pero mi mente se distrae. Una música suave, melodiosa, comienza a escucharse en cierta forma… lejana, pero a la vez, como si con suavidad me envolviese. Es como la melodía que me pareció escuchar en casa antes de salir. Sin darme cuenta, empiezo a mecerme con ella. Es hermosa y me hace sentir muy bien. Cierro los ojos por un momento, solo un instante, y me parece sentir una tibieza en mi hombro, como si alguien me rozase, así que abro los ojos de inmediato. Asombrada observo que Inés y Carmela siguen hablando sin parar y la música ya no se escucha.
–¿Qué ha pasado con la música?
–¿Qué música? ¿Ves, cuñada? ¡Necesitas deporte! Ya escuchas en el silencio –me dice sonriendo.
Pero yo he escuchado una música suave.
–Ahora solo nos queda marcharnos a casa a ponernos guapas. ¡Esta noche retrocedemos en el tiempo hasta el mercado medieval!
–Esto…, chicas…, tengo algo que deciros.
–¿No irás a echarte atrás, verdad? –me pregunta Inés.
–No. Pero tal vez vaya acompañada con mis hijas. Fernando tiene una reunión de negocios muy importante y puede regresar tarde.
–Eso no es problema. Iremos todas. Cinco buscadoras de secretos.
–Ay, Carmela. Tú y tu imaginación desbordante.
–La vida hay que tomarla así, como una aventura. De lo contrario, un día puedes levantarte sintiéndote apartada de todo.
Ha intentado que su tono sea normal, pero a mí no me engaña. Esa actitud no es propia de ella.
–¿A las ocho entonces? –pregunta Inés.
–A las ocho menos cuarto te recojo en tu casa y pasamos por Helena y las niñas. ¿Es buena hora, Helena?
–Sí. Para esa hora ya habrán terminado los deberes y eso.
–Hasta luego entonces, chicas. ¡Estoy impaciente por que empecemos a ponernos en forma! –vuelve a insistir Carmela.
–Sí, yo también –le contesto irónica.
A pesar de que Carmela ha intentado animarse en el último instante, sé que algo no va bien. Supongo que habré de esperar para conocer la respuesta.
De repente soy consciente de la hora. He de recoger a mis hijas del colegio y del instituto. Miro mi reloj de pulsera y veo que ya son las dos. Tengo menos de quince minutos para llegar al primer punto de encuentro, y a veces el tráfico se vuelve imposible.
–Chicas, tengo que irme.
–¿Te dará tiempo a todo? ¿Quieres que recoja yo a alguna de las chicas? –me pregunta Inés.
–No, gracias, pero tengo que irme ya.
–Vale, nos vemos luego.
Inés se sube a su pequeño Nissan Micra de color marfil. Es tan amable y cariñosa que no entiendo cómo la madre naturaleza no la ha bendecido ya con lo que más desea en este mundo: ser madre.
Ella y Marcos llevan ya casi quince años de matrimonio y siguen sin tener descendencia. Mi amiga intenta aparentar normalidad, pero yo sé que está agobiada, cada vez más. Tanto ella como Marcos son profesores, y concretamente Inés, ejerce en la actualidad como profesora del primer ciclo de preescolar. Chicos de tres años. Con sus caritas sonrientes, sus comentarios graciosos y sus mentes de ángel.
Carmela y yo subimos al coche. Voy a dejar a mi cuñada en el taller. Al parecer, Ángel le está haciendo una puesta a punto a su coche. Ello me da la oportunidad perfecta.
–Carmela, me gustaría que fueras sincera conmigo. ¿Qué te pasa?
–¿A mí? Nada.
–Carmela… –insisto.
–No me pasa nada, Helena. ¿Por qué piensas que ocurre algo? ¿Por lo del gimnasio?
–Por tus ojos. Por tus frases a medias, por tu insistencia casi enfermiza con lo de inscribirnos en el gimnasio, y porque te estás comiendo las uñas camino del taller.
–¡Joder, Helena! ¿Por qué eres tan condenadamente intuitiva?
–Mamá naturaleza, que me dio esta percepción –bromeo–. Cuéntame.
–No es nada relevante. Es solo que últimamente Ángel está raro. Le noto preocupado, nervioso, ausente. Cuando le pregunto qué le ocurre me dice que nada, pero sé que oculta algo. Pensé que podía ser algo relacionado con el trabajo, pero… él insiste en que todo va bien.
–¿Desde cuándo le notas así?
–Desde hace casi cinco meses.
–Y los chicos, ¿han notado algo?
–Si lo han hecho, no me han dicho nada. Ya sabes que yo no tengo esa comunicación que tú tienes con las chicas.
–¿Yo? Se llevan genial con Fernando. Yo soy más bien la mamá quita problemas.
–Eso no es cierto y lo sabes. Te quieren con locura.
–Y me vuelven loca en igual proporción. Pero no me cambies de tema, listilla. ¿Qué más has notado?
–Está muy distante.
De pronto calla y noto que duda si continuar con su revelación o no. Veo cómo se estruja las manos y se muerde el labio. Mi inamovible amiga Carmela, ¿nerviosa? Ahora sí que estoy segura que ocurre algo importante.
–El otro día salí de la ducha con un conjunto de encaje morado transparente, muy, muy sugerente y él ni lo notó.
–Por favor, Carmela. ¿Después de tantos años? Estaría cansado o no se daría cuenta de que era nuevo.
–Créeme, Helena. Él siempre se da cuenta de esas cosas. Te lo aseguro.
Ante esta confesión no sé qué decir. Tampoco es tan raro que tu marido no se fije en la lencería nueva. Fernando nunca lo hace. Pero es normal, la rutina del día a día, el trabajo, las niñas…
–No creo que estés así por un conjunto de lencería.
Ella sigue hablando como si no hubiese escuchado mi comentario. Su vista parece fijarse en un punto concreto en el horizonte.
–Antes hacíamos mucho el amor –me dice de repente mirándome de forma fija.
–Carmela, tesoro, lleváis veintisiete años casados. Es normal que la cosa haya caído un poco, no le des más importancia.
–No soy tonta, Helena. Hace ya bastante tiempo que pasamos de follar como conejos a hacerlo diez o doce veces por semana y después a tres o cuatro. Lo normal.
Ay, madre. ¿Se estará burlando de mí? ¿Después de veintisiete años juntos me está hablando de hacer el amor tres o cuatro veces a la semana?
–Ahora, solo una vez a la semana. Con suerte, a veces dos. El ritmo ha bajado, ¿no crees?
–Pero, ¡es normal con el tiempo! Quiero decir, yo veo cómo os miráis y él te quiere.
–Lo sé. Pero también sé que me oculta algo.
De pronto empieza a sonreír y me doy cuenta de que su mente está a años luz.
–Cuando Ángel y yo nos conocimos, yo ya había tenido un novio antes. ¿Recuerdas? Andrés se llamaba. Tuve mala suerte con él. Era algo violento.
–Jamás me contaste nada de eso.
–Quedó en el pasado. Ángel me conoció un día que yo corría con un ojo poniéndose morado por la calle. No dijo nada. Nos conocíamos del instituto, pero nunca habíamos tenido contacto. Se quitó su chaqueta, me la colocó por encima y me llevó a casa. Al día siguiente, mi ex novio desde la noche anterior, no asistió a clases. Al cabo de tres días se presentó con el rostro lleno de moratones. Alegó que había tenido un accidente, pero yo había visto los nudillos de Ángel.
–Eso sí lo recuerdo. Te pregunté qué le había pasado a Andrés y me dijiste que ni lo sabías ni te importaba.
Es curioso. Había olvidado todo aquello. Ya estamos llegando al taller y no quiero detener esta conversación, pero tampoco puedo entretenerme mucho o llegaré tarde a recoger a mi hija. Carmela no se da cuenta y sigue con su historia. Parece que he abierto la caja de Pandora.
–Empecé a salir con Ángel y descubrí lo que es enamorarse y el verdadero deseo. La pasión en mayúsculas. ¿Sabes lo que es temblar como una gelatina solo de pensar en él? O mejor aún, mojarse las bragas solo de ver cómo me comía con los ojos…
–Tampoco hace falta entrar en detalles... hay algunos detalles que prefiero no saberlos.
Mi cuñada sonríe.
–Ay, Helena, tú como siempre. Si no fuese por tus dos hijas, hay veces que pensaría que eres virgen. Hasta te has puesto colorada –me dice tiernamente.
–No es eso, es que es algo muy íntimo.
–Con Ángel todo era intenso. Y muy frecuente. Ambos disfrutamos del sexo. Y lo seguimos haciendo. Sí es cierto que con el tiempo la frecuencia disminuye, pero la calidad… nos conocemos mejor y eso se nota.