- -
- 100%
- +
–Sí, en eso te doy la razón.
Mejor le sigo la corriente, porque si mi cuñada supiese la frecuencia con la que Fernando y yo hacemos el amor… o tal vez deba decírselo. Así se quedará más tranquila.
–Hasta haciendo el amor está diferente.
El taller ya aparece ante nuestros ojos. Me gustaría entrar y saludar a Fernando, pero he venido muy despacio todo el camino para darle tiempo a Carmela a hablar y se me ha hecho muy tarde.
–Carmela, sé que tu marido está loco por ti. Te contará lo que le pasa, ya lo verás.
–Eso espero, Helena. Porque yo ya tengo una ligera sospecha.
–¿Sospecha? Explícate –le pregunto mientras aparco frente a la puerta del taller y veo a Ángel a través de la gran puerta corredera.
Él también me ha visto a mí y levanta una gran mano cubierta de grasa al aire a modo de saludo. Una gran mano, sí. Mi cuñado es un tío “grande”. Debe medir un metro noventa y algo y no está delgado. Hace un amago de sonrisa, pero no le sale bien. Ahora soy yo la que, después de la conversación, me quedo un poco pasmada. Además, al contrario que otras veces, no ha salido fuera del taller. Como si eludiese mi mirada.
Miro a Carmela y me doy cuenta de que su mirada, fija en él, se humedece y me mira a mí. Le tiembla un poco la voz al hablar.
–Helena, creo que Ángel tiene una amante.
– 7 –
Menudo espectáculo nos esperaba cuando llegamos a la Plaza Mayor. Multitud de colores, olores, sensaciones, sentidos a flor de piel. El tiempo ha retrocedido varios siglos y aquí, mis amigas, mis hijas y yo, empezamos nuestra aventura nocturna.
Fernando no ha llegado a tiempo. Reconozco que me ha molestado. Me gusta ir con mis hijas, pero lo admito, me hubiera gustado haber venido esta noche sola con las chicas. Una noche de chicas. Sin horarios de regreso. Curiosear el lugar, pasear, hacer compras, bromas de adultos y sentarnos en uno de estos tenderetes improvisados y magníficos a degustar estas exóticas viandas. Y quizás, a partir de alguna hora determinada, Carmela y yo podríamos regresar juntas y continuar nuestra conversación.
Ninguna de mis dos hijas ha manifestado un gran interés en venir al mercado medieval. Si bien Maia dice que resulta curioso y muestra el interés propio de una niña, en el caso de Selena, su bello rostro muestra tal incomodidad y escepticismo que me agota el entusiasmo.
Miro alrededor e intento captar todos los detalles, hasta los más pequeños. La Plaza Mayor se ha transformado de forma espectacular. Es un lugar muy amplio, con mucho espacio y muchas posibilidades. Se trata de una plaza de origen románico, con una protagonista indudable: la pequeña catedral que se levanta como un gigante de piedra, contrastando con el cielo. El espacio se cierra, por así decirlo, con una especie de claustro como el de los monasterios románicos, incluyendo en el centro de la plaza una gran fuente.
La piedra es, sin lugar a dudas, la protagonista, ella y el agua que surge con fuerza de los cuatro caños que tiene la fuente circular. Ya es de noche y la luna también quiere ser importante, así que esta noche luce hermosa y llena, en el negro cielo, con su séquito de estrellas. Toda la plaza está repleta de carpas de colores colocadas para la ocasión. Multitud de carpas cuadradas y redondas de intensos colores, con techos acabados en punta y doble colorido alternando burdeos y ocre. Estandartes, guirnaldas, banderillas… Olor a asado y algo más, una especie de esencia de flores, incienso, plantas aromáticas…
En una sección de la plaza han colocado carpas a modo de tiendas. En ellas se pueden observar cómo distintos objetos curiosos se mezclan con los habituales, todos expuestos a la venta.
Por otra parte, se distinguen una serie de carpas más grandes que actúan como improvisados bares. En estos han colocado toneles a modo de mesas y grandes candelabros y jarras de barro llenan el lugar.
Me muero de curiosidad por entrar ya y ver qué hay más al fondo, cuando de repente veo marchar a un grupo de caballeros con sus cotas de malla y sus cascos. Pobres, estos deben estar pasando bastante calor.
–¡Qué maravilla! ¿Verdad chicas? –les pregunto a mis hijas con evidente intención de animarlas–. Por algún motivo, me siento viva de pronto, entusiasta, con ganas de explorar todo.
–No está mal –contesta Selena en un tono que me hace ver cómo mis ganas de explorar todo se van llorando de aquí.
–Mami, no he terminado todos los deberes –me aclara Maia.
¡Viva el espíritu aventurero de mis hijas!
Carmela me mira y en sus ojos puedo leer con claridad “Fernando se ha vuelto a salir con la suya”. Inés, sin embargo, mira para todos lados alucinada, y creo que es ajena al poco entusiasmo de mis hijas.
Una brisa fresca sopla y noto una pequeña caricia en el brazo, como un leve roce del viento y percibo un dulce aroma a rosas. La brisa aumenta y me siento positiva de nuevo. A mis ojos, todo alcanza una nueva dimensión. Me giro y veo a una joven disfrazada de la época, con su larga cabellera cobriza y rizada ondeando al viento. Ella parece intuir mi mirada y se vuelve hacia mí, sonriendo. En su brazo derecho lleva un canasto de mimbre repleto de flores. De pronto, es como si el tiempo se detuviese. El olor a rosas se intensifica y en el ambiente hay algo que no puedo describir. Me siento… acalorada. Es como si toda yo quisiese danzar como la actriz que acabo de ver con su cesto de flores. Elevar los brazos y girar y girar, cosa imposible en alguien tan aburridísima como yo. Me quedo como hipnotizada y Maia me saca de mi ensoñación.
–Mamá, podríamos comprar alguna chuchería de aquel puesto –me dice señalando uno de los tenderetes.
–Claro, cariño – me giro buscando a la joven actriz, pero ha desaparecido, al igual que esa sensación de euforia, así que vuelco mi atención en mis hijas–. Pero primero quiero mostraros algo. Mirad al frente, ¿qué veis?
–La plaza del pueblo llena de guirnaldas –me contesta Selena de mal humor.
Me acerco a mi hija mayor y tomo su rostro en mis manos mientras le sonrío con dulzura.
–Respuesta equivocada, mi cielo. No son guirnaldas normales, son guirnaldas mágicas. Cerrad los ojos.
–¡Mamá! –protesta Selena–. ¡Ya no soy una niña! ¡Me estás avergonzando!
–Cerrad los ojos y prestadme atención y os prometo llevaros al concierto ese que tanto nombráis.
¡Ah, palabras mágicas! Sonriente, observo cómo mis dos hijas han cerrado los ojos de forma rápida y efectiva. Maia en concreto parece que no puede apretar más las pestañas.
–Cuando cuente hasta tres abriréis bien los ojos y volveréis a mirar. Y esta vez, quiero que soñéis.
Tras la cuenta atrás, ambas abren los ojos y miran alrededor. Antes de que les dé tiempo a hablar, yo comienzo a susurrarles.
–¿Qué veis ahora?
–Mucha luz –dice Maia–. Hay colores vivos por todos lados.
–Y huele bien –añade Selena–. Me está entrando hambre.
–Es bonito –continúa Maia–. ¡Hay libros!
Ahora suena en verdad entusiasmada.
–¡Y pociones! –Añade Selena.
–¿Podemos ir, mamá? ¿Podemos? –pregunta Maia.
–Por supuesto, gráciles damiselas. Pero quiero que tengáis claro que nos reuniremos en la fuente mágica dentro de media hora.
–¡Chachi! –grita Maia.
Ambas salen corriendo y es entonces cuando me percato de la cara de asombro de Carmela e Inés.
–¿Qué ha ocurrido aquí, Houdini? ¿Qué has hecho con mi amiga? –pregunta Carmela.
–Oh, es un viejo juego que practicamos de vez en cuando. Se trata de cerrar los ojos y, por un instante, intentar ver a través de los ojos de los demás. Intentar cambiar a lo positivo e imaginar justo lo que queremos ver. A veces, nos sale tan bien, que realmente ese “algo” aparece, como esta noche, con los libros y las pociones.
–Eres una madraza –me dice Inés.
–Soy una superviviente de los agobios de la adolescencia y las inquietudes de la niñez –le sonrío yo.
–Pues te ha salido genial. Anda, vamos a dar una vuelta, estoy muy intrigada con todo esto –me dice Inés.
Divertidas pasamos entre un grupo que escucha a un juglar, mientras una serie de doncellas ataviadas con sus ropas de época y delantales de colores diversos pasean entre la gente ofreciéndoles distintos productos para que puedan probar. Tipos de chacina, queso, incluso una pequeña cata de algunos tipos de licor.
Recuerdo a la joven de las flores. Espero volver a verla y así poder comprarle un ramillete o algún tipo de perfume si es que los lleva. Aún tengo impregnado el exquisito aroma a rosas que dejó tras ella al pasar junto a nosotras
Una joven hada risueña se planta ante nosotras y nos ofrece un folleto. Nos invita a participar en las artes de cetrería y observar en primera fila las batallas entre caballeros. El mercado medieval se va a llevar a cabo durante todo el fin de semana, y mañana sábado, comenzará la jornada con un torneo. Finalizará el domingo con unos espectaculares juegos artificiales.
Un grito llama mi atención y al girarme veo que se trata de un pequeño que se lo está pasando en grande en una colchoneta con forma de castillo que han preparado en otra sección de la plaza, donde también hay jóvenes pintando las caras a los chiquillos y colocándoles hadas a unos y verrugas a otros.
–Mira Inés, un puesto de jabones y perfumes –exclama Carmela.
Inés es la “coqueta” del grupo. No puede resistirse a los perfumes. Yo por mi parte, voy a ir encantada. Justo al lado hay un tenderete de velas, especias y plantas aromáticas.
De repente suena el teléfono. Se trata de Fernando. Perfecto, así podrá venir y pasaremos un rato todos juntos.
–¡Hola, Fernando! –respondo animada.
–Hola, Helena, solo quería decirte que voy a llegar más tarde de lo que creía. Esto se ha complicado un poco.
–Fernando, ¿sabes qué hora es?
–Pues sobre las siete o así supongo, a ver… ¡Cielos, Helena! ¡Lo siento! ¡Ya son las diez!
–¿Dónde estás?
–Sigo aquí con los chicos. La reunión ha ido bien, tanto que quieren un plan de viabilidad para ampliar la empresa. Acabo de pedir pizzas para cenar aquí. Lo siento, Helena, de veras. Por cierto, ¿qué es todo ese ruido? ¿Música celta?
–Sí. Estoy en el mercado medieval.
–¿Con las niñas?
–Pues claro, con ellas, con Carmela y con Inés. ¿Está Ángel contigo?
–No. ¿Por qué?
–Por nada, curiosidad –intento disimular–. Por un momento me ilusioné con que pudieseis venir y pasar una noche todos juntos.
–Cuando todo este nuevo plan acabe te compensaré, te lo prometo.
–No te preocupes Fernando. No trabajes hasta muy tarde.
–Pásalo bien.
Fin de la conversación. ¿Y por qué le he preguntado por Ángel? Supongo que porque por mucho que haya intentado convencer a Carmela de que sus suposiciones referentes a que él esté viviendo una aventura son totalmente infundadas, ha sembrado la duda en una parte de mí.
Levanto la mirada y observo que mi cuñada me mira atenta. Parece que ha leído mi pensamiento. Me siento fatal. Así que me voy para ella, la cojo del brazo y le hago una proposición indecente.
–¿Qué tal si hacemos unas compras y luego nos sentamos a esperar a las niñas en la posada que hay junto a la fuente? Si estamos en la Edad Media, hoy todas bebemos vino. ¿Qué os parece?
Carmela me mira. Me sonríe con los labios, pero su sonrisa no llega a sus ojos.
–Bien. Estoy de acuerdo.
–¡Mamá, mamá! –una sonriente Maia viene hacia mí con tres libros bajo el brazo y al verla, no puedo evitar sonreír. Ha heredado mi amor por la lectura–. ¿Puedo ir con Selena a pintarnos las caras? Ella está allí, hablando con aquél chico –añade señalando a su hermana.
Una especie de pellizco se me coge en el estómago. En efecto, allí está, hablando con un muchacho pelirrojo. Él le muestra una especie de colgante y ella lo mira embelesada, y no me refiero al colgante.
–¿Quién es él, Maia?
–Un compañero de su clase. Se llama Peter.
–¿Peter? Será Pedro –pregunta Carmela.
–Es que su madre es inglesa y su padre español.
¿Mi hija está flirteando? Porque eso es lo que parece desde aquí. De pronto me siento rara. ¿Mayor? La vida corre demasiado, el tiempo pasa rápido. Casi no te das cuenta.
Una nueva brisa vuelve a soplar y de nuevo huelo a rosas. Maia ya se dirige al puesto de colgantes. Oh, no. No quiero que su hermana piense que la estamos espiando. Corro tras ella y sin darme cuenta tropiezo fuertemente con alguien alto, quedando mi cara justo delante de su pecho. Juraría que he rebotado, no estoy segura, pues me siento algo aturdida. Él ha parecido notarlo, ya que durante un instante me sujeta entre sus brazos para impedir que caiga.
Ruborizada me disculpo y me dispongo a soltarme. Noto una ligera resistencia por su parte, aunque imagino que son imaginaciones mías. Al levantar la vista veo a un hombre con el pelo largo que le llega casi a los hombros y tan negro como la noche, salvo en sus sienes, donde aparece plateado. Sus ojos… son de un color grisáceo. Me sonríe y sin pretenderlo, me llevo la mano a la boca del estómago. Casi escucho mi corazón golpear contra mi pecho. Siento algo… inexplicable. Es como si acabase de encontrar… ¿de encontrarme? Todo se detiene tan solo un instante en que el olor a rosas regresa y los ojos de ese hombre es todo lo que existe en mi mundo. No puedo dejar de mirarle a los ojos, con tal intensidad, que temo sentir vértigo. La algarabía de antes queda silenciada y tan solo se escucha un ligero sonido tenue y armonioso. Una música celestial. ¿Arpa? ¿Violín?
Una sensación realmente agradable y de bienestar se instaura en mí y el extraño susurra levemente en mi oído… “lira”.
¿Lira?
–Ha llegado el momento –me susurra con esa voz que mece mis sentidos.
–Lo siento, iba distraída –le digo aturdida, intentando comprender qué efectos me provoca y el significado de sus palabras.
Él no contesta, solo sonríe y después me suelta. ¿Por qué me suelta? Es como si de nuevo pudiese perderme.
Siento algo en mi cabello, como una suave caricia. De pronto, es como si el ruido volviese y soy consciente de donde estoy. Desvío la mirada un segundo para ver si veo a Maia, que ya ha llegado donde está Selena. Y es como si una fuerza invisible me rodease y me hiciese girar de pronto. El extraño… me vuelvo hacia él de nuevo… pero no hay nadie.
Durante un instante, siento que estoy fuera de lugar, que no pertenezco a este sitio. Busco con la mirada esos ojos que me han abandonado, que me han dejado de nuevo…
El gentío, los disfraces, los ruidos, yo solo busco una explanada bajo un gran roble gigantesco con hojas… ¿azules?
¿Cómo es posible sentir esto que estoy sintiendo? ¿He perdido la razón? Es como si todo se hubiese detenido. Como si solo yo tuviese movimiento y busco con desesperación si él también se mueve. Si está cerca. Tiene que estar por aquí. ¿Quién será? ¿Por qué me ha mirado así? Tengo la sensación de conocerle. Sus ojos, conozco esos ojos. Estoy segura de ello. Esos ojos que se han ido sin más.
Miro a Inés y Carmela que me miran embobadas, mientras yo solo puedo sentir un vacío inmenso, como si me hubiesen arrebatado una parte de mí misma.
–¡¿Qué?!
Inés se acerca a mí y coge algo de mi pelo. Luego me lo da. Yo la miro interrogativamente y ella asiente. Deduzco que ese hombre misterioso la ha puesto ahí. ¿Pero cómo? No he notado nada. ¿Cómo no he podido notar cómo alguien me enganchaba en el pelo una hermosa rosa roja con casi veinte centímetros de tallo?
Un escalofrío me recorre, pero no es algo desagradable, al contrario, por primera vez desde hace mucho tiempo noto algo “especial”, cálido. Ahora soy yo la que observa a su alrededor y todo parece más hermoso. Los colores, e incluso olores, son más intensos, más vivos, más reales, y el viento... ¿Puede susurrar el viento?
– 8 –
Pienso en tirar la flor, pero no puedo. Es como si me hubiese quedado pegado a ella de por vida. Es como si teniéndola entre mis manos, nada pudiese dañarme, ni siquiera las burlas de Inés y Carmela, o el enfado de Selena al ver a Maia acercarse y a mí observarla.
Peter se marchó al sentirse observado y eso no nos ha ayudado mucho tampoco.
Y yo me siento triste. Echo de menos a Fernando y no quiero que ningún desconocido me regale una rosa, quiero que mi marido venga y pasee conmigo y nuestras hijas. Así que me llevaré esta rosa y pondré a Fernando muy celoso.
–¡Vamos a comer! –en los últimos años lo soluciono todo comiendo–. Tengo hambre.
–¿Podemos irnos ya, mamá? –me pregunta Selena.
¿Ya? ¡Qué pena! No me ha dado tiempo a comprar velas. Y me hubiese gustado comprar algún colgante o pulsera para las niñas.
–¿Mamá? ¿Tía? –Escucho la voz de mi sobrino tras nosotras.
–¿José? No sabía qué ibas a venir. ¿Tú en un mercado medieval? Se alegra Carmela.
–Ya ves. Hola, Inés. ¡Hola, tía! Las tres mosqueteras, ¿eh? Y vosotras qué, ¿os lo pasáis bien? –les pregunta a mis hijas.
–Estupendamente –contesta irónica Selena.
–Pues yo estoy bien –dice Maia–. ¡Hola, primo!
–¡Hola, enana!
Mi sobrino José es el mayor de los tres hijos de Ángel y Carmela. Un joven de veinticinco años, encantador y poseedor de un sentido del humor extraordinario. Veinticinco años, pues sí que pasa rápido el tiempo. Tengo dos sobrinos más, Julián, de veintidós, y María, de dieciocho. María es mi salvadora en más de una ocasión con Selena.
–¿Queréis venir conmigo? –les pregunta José.
–¿A dónde? –pregunta Maia.
–A casa. El nuevo novio de María, ya sabes, ese chico que ha venido hace poco, el que tiene una madre extranjera, nos invita a todos a pizza esta noche. Vamos a ver una peli. Algo juvenil, que papá está en casa –añade con tono tranquilizador mirándonos a Carmela y a mí–. Nos ha dado permiso para celebrar una mini fiesta improvisada en el garaje. Por cierto, el novio de mi hermana va a traer a su hermano, creo que está en tu clase prima. ¿Peter se llama?
Selena se ha puesto nerviosa de pura expectación, mientras, Maia va a protestar, lo sé, lo noto en su mirada. Así que ataco. Creo que le debo una a mi hija mayor.
–Y tú podrías terminar los deberes, Maia, y comer pizza en lugar de pollo. Yo aceptaría. ¿Verdad, José?
Mi sobrino sonríe. Está claro que la invitación no es atractiva para Maia, pero aun así la convence.
–A mi hermano le encantará ayudarte, ya sabes que quiere ser profe de mayor –le dice guiñándole un ojo.
–¿Qué dices tú, Selena? –pregunta Carmela.
–Me parece bien.
Cómo no le va a parecer bien, si Peter entra en el lote. Mi sobrino se acerca a mí y me aparta un poco del grupo.
–Pasadlo bien tía. Te mereces salir de vez en cuando, y ya de paso, ayuda a mi madre. Sé que le pasa algo. No quiere contármelo, pero está triste.
–Eres un buen hijo. Solo está con la crisis de los cuarenta algo atrasada –bromeo quitándole importancia. Al parecer, sí que han notado algo mis sobrinos, al menos José.
–Sí, claro –responde para nada convencido–. Anda tía, dame un beso y no te preocupes por las primas. Recógelas cuando quieras, no hay prisa. Es más, déjalas a dormir si quieres.
–Eres un encanto, sobrino.
–Emborracha a mi madre esta noche, anda, a ver si la escucho reírse un poco. ¡Venga chicas! ¡Vamos a disfrutar de una peli y pizza!
Selena se acerca a mí y me da un beso en la mejilla.
–Gracias, mamá. Esto es un poco rollo.
–Tranquila, mi vida. Pásalo bien con los primos.
Es la primera vez en toda la noche que he visto sonreír a Selena de veras. Mi niñita está ilusionada con un chico. ¿Cómo es posible? Se hace mayor y ni siquiera me ha avisado de que tenía pensado crecer tan rápido.
Un zumbido persistente hace vibrar mi móvil y durante un instante lo miro. Igual es Fernando que ha cambiado de opinión. Tomo el móvil casi con necesidad y veo un mensaje de número desconocido. “Él no está trabajando. Una mujer como tú no merece que la engañen”.
Siento una sensación de vértigo, un ligero zumbido en los oídos. ¿Quién? ¿Qué? Debe ser una broma o alguien se habrá confundido de número.
–Mami, ¿puedo quedarme a dormir con los primos? ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedo? –pregunta Maia.
Durante un instante la miro casi sin reconocer a mi propia hija. Trago saliva y respiro. Seguro que todo es un malentendido.
–Puedes tesoro. Dame un beso y pórtate bien –le digo intentando parecer normal.
–Hasta mañana, entonces –nos dice José despidiéndose de nosotras.
–¡Bueno chicas! ¡Vamos ahora a ver esos perfumes! Seguro que hay alguno afrodisiaco –nos dice Inés entre risas.
Juntas nos acercamos al tenderete de los perfumes y jabones. Mmm, cómo huele aquí. Qué maravilla. Justo al lado, hay una carpa con accesorios y complementos. Voy a comprar unas pulseras a mis hijas. Pero antes tomo el teléfono y marco el número de Fernando, porque para qué mentirme a mí misma. Ese mensaje me ha dejado mal cuerpo.
–¿Sí? –Se escucha mucho ruido.
–Fernando, perdona que te llame, es que las niñas se van a pasar la noche con Carmela, solo quería decírtelo. Se escucha mucho ruido, ¿no?
–Sí, Helena. Estamos probando las rotativas. Espera un segundo… ¡Joaquín para las máquinas un momento! Perdona, Helena, es que tengo mucho jaleo, lo siento.
–No, no, tranquilo. No llegues tarde, ¿vale? Recuerda que tendremos la casa para nosotros solos –añado imprimiendo a mi voz un tono seductor.
–Haré lo que pueda. Diviértete.
Está trabajando. ¿Pero qué me pasa? ¿Paranoia? ¡Venga, a divertirse! Ahora sí, me voy con una gran sonrisa para el puesto de complementos.
–Hola –me dirijo a la dependienta.
–Hola, señora ¿en qué puedo ayudarla?
–Pues, no sé. Quería comprar unas pulseras. Éstas de aquí son muy bonitas. ¿Son piedras?
–Así es. Son piedras con propiedades. Éstas de cuarzo rosa, son un amuleto para el amor. Éstas de ámbar, dan suerte y protección, y éstas de granate dan fuerza y energía sexual.
–¿Alguien ha dicho energía sexual? Yo quiero dos de ésas –interviene Inés.
–Yo quiero dos de ámbar –le digo yo.
–Venga chicas, ¿no creeréis en eso de las propiedades? –nos inquiere Carmela.
–¿Y por qué no? –le rebate Inés.
–Oh, chicas. Compremos las pulseras y vayamos a la posada. Invito a la primera ronda.
–¡Hecho! –contestan las dos a la vez.
Mientras la dependienta está metiendo las pulseras en unos simpáticos saquitos de tela, algo llama mi atención. Es uno de los colgantes que hay en el tenderete. Casi es imperceptible desde donde nosotras estamos, pero la brisa de la noche lo ha puesto en movimiento y ha lanzado un pequeño brillo plateado.
No puedo apartar los ojos de él y la muchacha me informa.
–¿Le gusta? Es un amuleto de la suerte –me dice.
–Oh, por favor –farfulla Carmela.
Pero yo no las escucho a ninguna. Me siento muy atraída por ese amuleto y lo acaricio. Cuando me doy cuenta lo tengo en la mano. Se trata de una pequeña estrella de mar. Está sujeta con un cordón de cuero y yo acaricio mi cuello desnudo, como si me faltase algo.
–¿Eso? Hay otros más bonitos, mira ese de ahí –me dice Carmela señalando un hermoso aro con inscripciones.