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–Este –nos explica la muchacha señalando el que le ha gustado a mi cuñada– es un amuleto griego del siglo III a. de C. Es una especie de tabla de predicción de la fortuna.
–¡Oh, venga ya! –vuelve a exclamar Carmela.
Yo sigo con mi pequeña estrella en la mano, al mismo tiempo que vuelvo a sentir ese pequeño regocijo en la boca de mi estómago, como cuando tropecé antes con aquel desconocido. Es como si no fuese la primera vez que esta estrella estuviese en mis manos.
–Quiero este –le digo segura.
–Buena elección sin duda. Casualmente, también es un amuleto griego. Es una estrella de mar. Dice la leyenda que un joven pescador de Creta penaba de amor por una chica que era pretendida por otro hombre rico. La chica dudaba, porque el pescador era dulce y amoroso, pero no podía darle la seguridad que le daría el otro pretendiente. El pescador pidió ayuda a Poseidón, el rey del mar. Este, se apiadó del muchacho y apagó las estrellas del cielo e hizo que cayesen al fondo del mar en forma de estrellitas como ésta. Poseidón se las regaló al pescador y él, a su vez, se las entregó a la chica que las aceptó encantada, al igual que también aceptó al pescador. Por todo ello, la leyenda dice que las estrellas de mar son un regalo de los dioses.
–Qué historia más bonita – suspira Inés.
–Sí. La estrella de mar tiene cinco brazos, como las cinco puntas de un pentagrama, uno natural otorgado por la naturaleza. Por ello, te otorgará suerte en lo que te propongas, será tu tótem para iniciar cualquier nuevo proyecto en tu vida. Aunque esta tiene una punta un poquito más corta. Puedo cambiarlo por otro si quiere.
–No, es perfecto, gracias –le digo como en trance.
–Oh, ya está bien. Yo la pagaré. Considéralo un regalo de parte de tu cuñada, para que el proyecto del gimnasio te vaya bien –me dice Carmela.
–¿Quieres tú otra? –le pregunto suave.
–No. Es tu amuleto. Te ha seducido nada más verlo.
Y así ha sido. Lo anudo a mi cuello y me siento bien. No puedo dejar de tocarlo. Es algo rugoso y me encanta su tacto.
–Oh, Helena. Se te ve radiante –me dice Inés.
De nuevo el olor a rosas. Y la joven. Ahí está.
–¡Eh, espera! ¡Quiero comprarte flores! –le grito a la vez que me dirijo hacia ella.
Mis amigas me miran como si me hubiese vuelto loca, pero yo las ignoro y sigo a la muchacha, sin saber bien por qué. Casi la he alcanzado cuando gira y no está. ¿Dónde se ha metido? Carmela e Inés me siguen de cerca.
–Helena, esta noche estás de lo más rara. Créeme –me dice Carmela.
Pero no les hago caso. Sigo buscando a la chica casi con desesperación. Necesito hablar con ella.
–Chicas, mirad –de repente, la exclamación de Inés capta mi atención, haciendo que olvide por un instante a la joven.
Ante nosotras hay una carpa morada. La parte de arriba está llena de estrellas y tiene un gran letrero en la entrada. “Oráculo de Delfos”.
–¡Vamos a entrar! –nos dice Inés entusiasmada.
–Inés, por el nombre debe ser algo de adivinación. Venga ya, ¿no querrás entrar ahí de verdad?
–Sí, por favor. Helena, tú has tenido tu momento con la estrella esa y yo quiero entrar aquí. Por favor.
Carmela y yo nos miramos. No creo que sea una buena idea. Estoy segura de que quiere preguntar acerca de su maternidad, pero el rostro de Inés nos está suplicando apoyo.
–¡Qué diablos! ¡Venga! ¡Las tres para dentro! –suelta Carmela.
Echo otro vistazo a mi alrededor. Al no encontrar a la chica, finalmente desisto de buscarla, por lo que asiento, aceptando, y entramos.
Realmente, parece que hemos hecho un viaje en el tiempo y estamos en la Edad Media. Qué bien conseguido está todo. Es alucinante. Se me han puesto los vellos de punta. Rara combinación de colores, eso sí. Las paredes son oscuras, tonos rojizos, pero en el centro de la habitación hay una mesa circular con un paño morado, como el exterior de la carpa. Hay cojines por todos lados, como si fuese un palacio árabe. También hay muchas velas, es igualito a esas pelis. Solo falta que salga una bella mujer de larga cabellera, con ojos hipnotizadores, sinuosas curvas y un pañuelo morado en la cabeza junto a millones de pulseras doradas en sus brazos.
–¿Hay alguien ahí? –pregunta Inés.
El suelo está alfombrado, así que pensamos que la propietaria del lugar no nos ha escuchado. Carmela está nerviosa y no deja de dar pequeños saltitos de un pie al otro.
–¿Tres jóvenes en busca de fortuna? –escuchamos una voz con un ligero acento extranjero.
Un ruido suena y tras una cortina de piedrecitas, que ni siquiera habíamos visto, sale una mujer, pero no es precisamente como yo la había imaginado. Se trata de una anciana. Es la mujer con la cara más amable que he visto en mi vida. Sus ojos son claros y transmiten paz. Viste de negro, totalmente. Incluso su pelo, blanco, está cubierto por una especie de gasa negra. No puedo evitar observar que lleva un delantal. También negro. Al igual que sus gruesas medias y sus zapatos. Debe estar pasando calor. Pero ella no muestra incomodidad alguna.
–¿Quién será la primera? –nos pregunta con una voz dulce.
–¡Yo! –nos dice Inés.
–Señora, no quiero ser imprudente, pero si lo ve conveniente, las demás podemos esperar fuera. Solo va a decirle lo bueno que vea, ¿verdad?
Ella sonríe y mira mi colgante de estrella. Luego me mira a los ojos.
–Que os quedéis o no depende de vosotras. Sois amigas, ¿verdad?
–Sí.
–Podéis quedaros, entonces.
Inés se sienta nerviosa, pero expectante. La anciana le pregunta.
–¿Cartas, runas, lectura de manos?
–No sé. Cartas.
Ella sonríe y saca una baraja de cartas. Enciende una vela de color amarillento, que huele a vainilla. La baraja es preciosa. Tiene los bordes dorados y un reverso morado. Las mezcla una y otra vez y termina colocándolas en una hilera.
–Elige tres de ellas. Tómate tu tiempo si lo deseas. Piensa en lo que quieres saber y te diré lo que perciba.
Inés elige tres cartas al azar. Su mano tiembla al cogerlas. La anciana las pone boca arriba y las observa. Creo que a mi amiga le va a dar algo.
–El Colgado…, la Templanza… y la Emperatriz.
Entre carta y carta se toma su tiempo, y el suspense se puede palpar en el ambiente. Incluso mi cuñada contiene la respiración.
–Veo que la vida te pone en este momento a prueba. Hay algo que deseas mucho. Tienes un buen matrimonio y paciencia en la vida, aunque comienzas a desesperar. Te esperan sorpresas. Y esta carta –dice señalando a la Emperatriz– puede significar fecundidad. Vas a ser madre.
Inés no dice nada. Solo llora.
–Gracias –susurra.
–No me las des. Eres tú misma la que has de labrar tu futuro y tu destino. Las cartas solo te muestran una parte del camino. Ello no quiere decir que sea fácil, ni tampoco, que no tengas que realizar tu parte del trabajo.
–De nuevo, gracias.
Inés se levanta y la anciana mira a Carmela. Esta se levanta y se sienta algo reticente en la mesa.
–Esto es voluntario. Noto mucho escepticismo en ti. ¿Estás segura de continuar?
Carmela asiente. También está nerviosa, no deja de entrecruzar las manos, y la anciana repite la operación anterior tras haber barajado muy bien las cartas.
–La Sacerdotisa Invertida…, la Fuerza… y los Enamorados. Sientes rencor por dentro, dudas, obsesión, pero vencerás a la bestia.
–No estoy segura de entender.
–Entenderás –responde la anciana mirándola a los ojos.
–Gracias –responde Carmela un poco dubitativa, separándose de la mesa.
No estoy convencida de que Carmela haya aclarado lo que quería, pero supongo que esto de las cartas no es como poner la tele y ver una película. Hay directrices, pero son interpretables de diversas formas. Una cosa sí me ha gustado. Le ha dicho que vencerá a la bestia. Quien quiera que sea.
Mi turno. Es curioso. Yo no estoy nerviosa. Al fin y al cabo, lo tengo todo. Solo puedo esperar cosas buenas, sobre todo ahora, con mi estrella de la suerte. Tomo asiento y la anciana me mira y observa de nuevo mi amuleto, al igual que la rosa que llevo enganchada ahora en mi pelo. Se concentra mucho, como si al hacerlo, entrase en una especie de trance más profundo.
–El Diablo…, la Muerte… y la Rueda de la Fortuna.
La anciana dice esto y se queda en silencio. ¿El Diablo? ¿La Muerte? Estoy temblando. Miro a la anciana impaciente por escuchar lo que me tiene que decir. Ella se mantiene serena. Levanta su rostro hacia el mío.
–Engaños, cambios, pérdidas…
Yo ya no puedo dejar de temblar. La angustia crece en mí a pasos agigantados. Creí que solo iba a contarnos lo bueno. Mi vida es buena, esto no puede ser cierto…
–Y la Rueda de la Fortuna. Si escuchas a la madre y sigues a la luna, el orden, el universo, el cosmos se abrirá a ti y juntos seréis uno fuerte e invencible. Ya fuiste luchadora antes, hace muchos años, en otra tierra…, donde naciste hermosa y fuerte. No te niegues a ti misma, y los demás no podrán negarte. Sigue tu estrella aunque tengas que ir lejos, muy lejos.
¿Qué? ¿Qué está pasando? Me he quedado sin habla. Tengo frío y una sensación curiosa. Vértigo, incluso náuseas. Engaños, pérdida… ¿ese mensaje?
–Esa carta, la Muerte. ¿Va a morir alguien?
–Esta carta supone cambios, no una muerte como tal. Escucha a tu corazón, sigue tu instinto y recuerda, ayuda a la luna y escucha a la madre.
–Gra… gracias. ¿Cuánto le debemos, señora?
–Nada.
–¿Nada?
–Solo intento ayudar a las almas perdidas. Mi recompensa es su felicidad. –me dice cariñosamente.
No entiendo nada. ¿Qué habrá querido decir con eso? Tal y como pronuncia esas palabras, la anciana suspira, dice que está muy cansada y que debemos marcharnos. Así que nos marchamos. Inés, contenta. Carmela, igual que entró, y yo, angustiada.
Juntas nos dirigimos en silencio a la posada y nos tomamos una jarrita de vino con unas tapitas de queso, cada una sumida en los pensamientos provocados por las palabras de la anciana. “Si escuchas a la madre y sigues a la luna, el orden, el universo, el cosmos se abrirá a ti y juntos seréis uno fuerte e invencible”. ¿Qué significa?
Lo que iba a ser una tarde animada con mis amigas, se ha convertido en toda una velada de misteriosos encuentros. El hombre de la rosa, la joven de las flores, la anciana del Oráculo de Delfos, el mensaje de texto advirtiéndome sobre Fernando… De repente, la ansiedad empieza a apoderarse de mí.
–Chicas, yo he de volver al Oráculo de Delfos. Necesito aclarar lo que me ha dicho esa anciana.
–A mí me ha dicho que seré madre –susurra Inés.
–A mí me ha dejado igual –comenta Carmela.
–Yo necesito volver –les repito.
Mis amigas parecen notar mi nerviosismo y asienten. Las tres nos levantamos, y casi en una especie de levitación llegamos al lugar de antes, pero la carpa no está.
Un agente de seguridad de la zona se acerca a nosotras al ver nuestra incertidumbre.
–¿Puedo ayudarlas en algo, señoras?
–El Oráculo de Delfos que estaba aquí. ¿Qué ha pasado?
–¿Cómo? No, deben estar confundidas. Aquí no había nada.
–Pero… estaba aquí. Era una carpa de adivinación –comenta Inés.
–No se ha incorporado ninguna carpa de adivinación al mercado.
–Pero hemos estado aquí hace solo una hora –insisto.
–No lo tomen a mal señoras, pero vienen de la posada, ¿cierto?
–¿Qué insinúa? –pregunta Carmela aumentando el tono de voz ante nuestra cara atónita.
–Tal vez bebieron de más.
–¡Menuda falta de respeto! –grita mi cuñada.
–Mis disculpas, señoras. Pero en serio, pregunten a quien quieran. Ese Oráculo que ustedes dicen, jamás ha estado aquí.
– 9 –
Qué bien me siento en este lugar. Estoy sentada en la pequeña ladera de un río. Tengo los pies descalzos, sumergidos en el agua, y me siento muy relajada.
Comienzo a balancearlos, adelante y atrás, adelante y atrás. Me fijo en mis uñas. ¿Están pintadas de rosa? No recuerdo desde cuándo no me pinto las uñas de los pies y menos de ese color. Me fijo mejor en ellos. Son bonitos y muy pequeños. ¿Me han encogido los pies? ¿Y las piernas? Ello me da risa y esta sale de mi garganta produciéndome cosquillas y sorprendiéndome. Suena rara. Muy rara. Me pongo de pie y me miro el cuerpo. ¡Soy una niña! Visto un mono vaquero. Me asomo con cuidado al río y miro mi reflejo en el agua. ¡Sí, soy una niña! Llevo unas coletas y unos lazos rojos.
En el reflejo otra persona se une a mí. Es un anciano. Me mira y me sonríe con una ternura increíble.
Entonces empieza a hablarme y no entiendo lo que me dice. Debe ser bonito, porque su rostro es muy amable, pero no puedo entenderlo y me desespero un poco. Entonces resbalo con una de las piedras y a pesar de que el anciano intenta cogerme, termino cayendo al agua. Una especie de murmullo suave roza con suavidad mi oído. Lo último que puedo ver antes de que todo se vuelva oscuro es un extraño cartel de madera con unos símbolos muy raros grabados en él. Una mano fuerte me agarra y tira de mí, mientras yo pataleo. De pronto siento mucho miedo.
Y entonces vuelve la luz al despertarme. Otra vez ese sueño. No es la primera vez que me ocurre, pero sí es cierto que ya hacía tiempo que no lo tenía. Supongo que la anciana me dejó ayer algo preocupada. Cada vez que estoy muy nerviosa, o preocupada, el sueño se repite.
Me siento en la cama y veo que Fernando aún duerme. Miro el despertador de la mesita. Son las ocho. ¡Y hoy es sábado! ¡Las niñas no están! Una idea empieza a germinar en mi mente. Creo que voy a despertar a mi marido y preguntarle qué planes tiene para la próxima hora. ¡Qué puñetas! ¡No le preguntaré nada! ¡Me lo voy a comer para desayunar!
Despacio empiezo a tocarle el hombro. Como no se mueve, empiezo a pasar mi mano por su espalda y sigo descendiendo hasta rozar el borde de sus calzoncillos. Este no se escapa. Anoche, cuando llegué a casa, ya dormía. Oh… anoche…
Al llegar a casa y ver a Fernando dormido sentí mucha pena. Llevaba la rosa de tallo largo que aquel extraño me había regalado sujeta entre los dientes. Yo, que no soy de impulsos. Pero al verlo dormido, sentí algo por dentro que se rompía. Tomé la rosa entre mis manos y pensé convertirla en la víctima de mi pesar, pero, algo en mí no me hizo verla como una planta sin más, sino que aquella emoción tan extraña que sentí con aquél hombre… volví a sentirlo. Sin saber ni cómo, ni por qué, termine buscando una bonita botella de cristal tallado que me regaló mi abuela e introduje la rosa en él.
Después, la puse en un lugar bien visible, para que, cuando mi maridito despertase, fuera lo primero que viese.
Pero está como un tronco. Como un tronco pesado. Y yo aquí, con mi mano surcando el borde de sus calzoncillos mientras empiezo a susurrarle en el oído.
–Fernando, hola, despierta –le digo dándole un pequeño bocado en la oreja y acariciando su pelo.
–¿Hay fuego? –me pregunta adormilado.
–En la casa… no.
–Duerme, Helena. Tengo sueño, ayer trabajé mucho.
–Pero estamos solos…
Un ronquido es la respuesta a mi insinuación. Detengo mi mano y siento el corazón frío.
Me levanto de la cama con lágrimas en los ojos. Igual soy yo, llevo unos días tan rara... Trabaja muchísimo, lo dejaré dormir y tomaré una buena ducha. Muy fría. Las duchas frías son estupendas para la circulación y para la lucha contra la maldita ley de la gravedad con incidencia directa en los pechos. Aunque no voy a negar que en este instante, solo puedo pensar en este sentimiento feo y asqueroso, denominado frustración.
Pero como siempre, me arrepiento, y al final, la ducha es tibia, como las lágrimas que no sé por qué han empezado a salir solas.
Bajo las escaleras y me dirijo a la cocina. Necesito un café. Me he visto muy pálida en el espejo del baño. Con ese gran sentimiento de pena, me dirijo al armario de la cocina donde guardo las tazas y termino preparándome ese café con un extra de azúcar. Necesito algo dulce hoy en mi vida.
Quito uno de los taburetes de debajo de la encimera y lo acerco a la ventana. Me gusta observar el exterior mientras tomo café. Siempre quise hacer una especie de gran ventanal en esta cocina, ya que paso mucho tiempo aquí. Me gusta cocinar y observar cómo las hojas de los árboles van cayendo en esta época del año, descendiendo en un baile lento.
–Buenos días, pesada –me dice Fernando que entra vestido solo con los pantalones del pijama. Se rasca la cabeza y se le ve muy sexy.
–Buenos días.
–Has sonado a mujer enfadada –me dice acercándose y quitándome la taza de café para terminarla él.
–¿Por qué no te preparas tu propio café? –respondo malhumorada.
–Pues sí. Hoy estamos de malas pulgas. No deberías poner tanto azúcar. No es buena para ti. Y hablando de todo, ¿esa rosa en la botella? ¿Es un regalo para mí?
La diablesa que está dentro de mí me hace sentirme más animada.
–Me la regaló anoche un hombre guapísimo en el mercado medieval.
–Me alegro por ti, cariño.
La animación se acaba de convertir en un sentimiento raro. Se suponía que eso lo pondría celoso.
–¿No me crees o no crees que alguien pueda regalarme flores?
–Cariño, eres una mujer guapa, pero no es normal que nadie le regale una rosa de tallo largo a una mujer casada.
–¿Es que llevo un letrero en la frente que dice que soy casada? –respondo algo contrariada–. No era de aquí. No le había visto nunca.
–Ah, sería eso. Te vería sola y pensaría que tal vez quisieses compañía.
–¿Y por qué iba a pensar eso? –ahora mi irritación es notable.
–No sé. A veces muestras aspecto de sentirte sola o de no importarte tu aspecto –me dice volviéndose a pasar la mano por el pelo de manera agitada.
Está nervioso. ¿Por qué? Las palabras de la anciana vuelven a mí. Pero no, todo en mi vida es perfecto. Lo sé. Por eso cambio de tema.
–Me he apuntado a un gimnasio. ¿Qué opinas?
–¿En serio? Eso es fantástico. Te vendrá muy bien, te sentirás mejor. Venga, ya, no sigas enfadada conmigo. Estoy muy cansado, pero te invito a una cena esta noche. Me acostaré sin calzoncillos si quieres –responde más tranquilo.
Terminamos riendo, y aunque pienso que es mejor decirle que no bromee conmigo en ese tema, quiero, necesito, que el día se arregle después de todo.
–Tengo que ir al trabajo.
–¿Hoy? Pero es sábado y las niñas están en casa de tu hermano. Podíamos aprovechar para pasar un día romántico. No hay por qué esperar a la cena –añado traviesa–. Ya sabes, el aquí y el ahora. Fernando, te necesito –ahora mi tono es serio–. Quiero pasar todo un día entero contigo, por favor.
–Y lo haremos cariño. Pero hoy no. Te prometo que cuando termine el plan de viabilidad, me tomaré unos días y nos iremos donde quieras –me dice sonriendo.
Es en este momento cuando ve la pequeña estrellita que cuelga de mi cuello.
–¿También un regalo de un desconocido?
–No. Me lo ha regalado Carmela.
–Muy bonito. Aunque tienes colgantes más hermosos que ése.
–Gracias. Pero me gusta este –respondo llevándome una mano al colgante en un gesto inconsciente. Sin poder evitarlo, noto cómo mi voz está impregnada de tristeza y siento unos deseos inmensos de volver a llorar de nuevo. ¿Pero qué mierda me pasa?
–Anímate, Helena. Mi Helena de Troya, con ganas de guerra un sábado por la mañana –me dice conciliador.
–Sí. Helena de Troya. Anda vete, no te preocupes, me entretendré haciendo un caballo de madera.
Me sonríe, y me da un beso en la frente. ¡¡En la frente!!
Él sube a ducharse y yo estoy segura de que me espera otro sábado de limpieza más. O tal vez no. Iré a por mis hijas y haremos algo especial hoy. No tengo ganas de limpiar. Y ni siquiera espero que Fernando termine de arreglarse. ¡Qué diantres! ¡Estoy furiosa con él ahora mismo! Siempre trabajando. Puedo entender que lo hiciese cuando las niñas eran más pequeñas y las cosas no nos iban demasiado bien económicamente. Pero ahora, creo que nos hace falta tener más momentos juntos.
Levanto el auricular. ¿Estará Carmela levantada? Ángel coge el teléfono.
–Hola, Helena ¿qué tal? –La voz al otro lado suena normal, como cada vez que hemos hablado, y me descubro buscando indicios de algún cambio en ella. ¿Culpabilidad, quizás? ¿Vergüenza? Creo que la conversación con Carmela está haciendo mella en mí.
–Hola cuñado –intento sonar como siempre, aunque creo que se nota un poco mi nerviosismo. Ojalá hubiera cogido el teléfono mi cuñada–. ¿Y las niñas? ¿Dan la lata? ¿Se han levantado ya?
–No dan la lata y sí, ya se han levantado. Creo que van para tu casa con Carmela.
–¿Descansas hoy?
–No. Aunque pienso volver para el mediodía y llevar a Carmela a almorzar.
–Me parece fantástico –en verdad me lo parece. Parece que después de todo sí van a ser imaginaciones de Carmela–. Pasadlo bien.
–Oye, Helena, ¿y Fernando? ¿Duerme?
–No. Se está preparando para ir a trabajar. Por lo del proyecto ese de viabilidad.
–Ah, sí. Lo quieren pronto.
–Por cierto, Ángel, podríais venir a cenar una noche de éstas. Tengo ganas de que tengamos una de esas cenas familiares en las que todos nos reímos tanto.
–Claro. ¿Estás bien? Te noto preocupada.
–No. Estoy bien. Es que tu mujer me ha apuntado a un gimnasio y estoy traumatizada –disimulo.
Se escucha una carcajada al otro lado de la línea.
–No dejes que su entusiasmo te arrastre.
–Lo intentaré, cuñado. ¡Ah! ¡Ya están aquí! Nos vemos pronto –me despido y cuelgo el teléfono.
Carmela y Fernando se cruzan en la entrada. Ella llega, él se va. Las niñas le dan un beso a su padre, enérgico, con ganas. Vienen contentas.
–Hola, chicas –las saludo.
–¡Hola, mamá! ¡Fue genial! ¿Podemos ir más veces? –me pregunta Selena.
–Supongo que eso dependerá de tu tía –le contesto sonriendo.
–Tienes mala cara, mamá –me dice Maia.
–¡Qué va! Es que no he dormido bien, pero tú, por el contrario, estás fantástica.
Parece convencerle la respuesta, porque acto seguido las dos niñas corren al interior, pero Carmela se me acerca preocupada. A ella no he podido engañarla.
–Es verdad que se te ve fatal, ¿qué pasa?
–Fernando. No deja de trabajar. Y hoy cuando ha visto la rosa, se ha burlado de mí –confieso.
–Venga ya, Helena. Sabes cómo son esos dos para el trabajo.
–¿Y Ángel? ¿Has hablado con él? Siéntate, toma un café conmigo. El mío me lo han quitado. No puedo creer que lo que me comentaste ayer pase de verdad. Él te quiere Carmela.
–Está muy raro, Helena. Pero hoy no vamos a hablar de él. Vamos a hablar de ti. ¿Has llorado?
–No.
–Mientes mal. Y eso no te lleva a nada bueno cuñada. Soy como un endemoniado acosador asqueroso. No te dejaré en paz hasta que me digas qué te pasa.
El bullicio de las niñas se escucha con fuerza.
–¿Te quedas un poquito conmigo?
–Intenta echarme de aquí –responde retadora.
Tan solo un instante después, ambas nos sentamos en los taburetes de la cocina, a solas.