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No sé cómo decirle lo que me pasa a Carmela. No voy a decirle nada de Fernando y su falta de “ganas de mí”. Pero quizás sí le hable de mis pesadillas y de esta sensación extraña que tengo últimamente.
Justo cuando voy a abrir la boca, mi móvil lanza un pitido, provocando que dé un saltito. Tengo que cambiar ese sonido. De nuevo, un mensaje.
–Un segundo, Carmela.
–Tengo todo el tiempo del mundo.
Lo miro y veo que es un mensaje de Fernando. Mi corazón da un vuelco. Me parece un poco extraño porque es muy breve y, además, él jamás me envía mensajes. Pero eso no me importa. “Estoy solo. Ven y salimos a comer”.
La alegría debe haberme entrado por el cuerpo porque miro a Carmela con una intensidad que hasta ella se sorprende.
–Fernando quiere que vaya a comer con él. Y me apetece un montón. Quiero ponerme guapa.
–Lo capto. Ya me contarás qué demonios te pasa. Ahora, ¿te apetece venir de compras?
–¿De compras? –pregunto sorprendida. No teníamos planeado hacer nada para esta mañana y la casa está un tanto desordenada.
–¿Por qué no? Cómprate algo bonito y dale una sorpresa. Preséntate en esa comida como si fueses a una fiesta. Vuélvelo loco. Cómprate un tanga indecente.
–Estás como una cabra... pero... –me hago un poco la difícil–, pero la verdad es que me ha convencido.
–¡Ajá! ¡Te ha gustado el plan! ¡Nos vamos de compras!
–Voy al trabajo, quizás no sea conveniente pasarme mucho, aunque me ha dicho que está solo.
–Veo la lujuria en tu mirada cuñada. ¡Vamos!
Una idea empieza a germinar en mi mente.
–Carmela, la estrella, el cambio. ¡No tiene por qué ser nada negativo, puede ser bueno! –De repente me siento mucho más animada–. Quizás lleves razón. Puedo comprarme algo sexy y sorprenderlo. Tal vez reviva la chispa. No sé. ¡Me parece buena idea! Aunque las niñas…
–No seas boba. Ángel y yo vamos a comer hoy juntos y tus sobrinos han quedado para ir al centro comercial a comprar discos. Las chicas pueden acompañarlos. Me apuesto lo que quieras a que el Peter ese está allí.
–¿Seguro?
–Claro que sí tonta. Venga, ¡vamos de compras!
– 10 –
¿Cómo he podido dejarme convencer? Me veo un poco ridícula, pero tengo que admitir que me veo distinta, guapa, incluso sexy.
Estoy muy nerviosa. Me he comprado un bonito conjunto de lencería en un color… ¿cómo dijo la dependienta? Ah, sí, plomo. Parece que está de moda. A mi pálida piel le sienta muy bien. Incluso he comprado un liguero y unas medias a juego. Es increíble lo que una ropa adecuada puede hacer. He dejado que la dependienta me asesore y, por una vez, he cerrado los ojos al precio. El resultado, espectacular.
Vuelo a casa y me meto en una bañera llena hasta arriba de sales de baño. Me lavo el pelo tan a conciencia que creo que me voy a quedar calva de tanto masajear mi cuero cabelludo. He comprado un perfume de jazmín y unos zapatos de tacón de infarto. Esto es una locura. Incluso me he comprado una bonita gabardina roja. Hoy no llueve, pero me hace una ilusión tremenda sorprenderle vestida tan solo con la ropa interior y envuelta en la gabardina. Un paquetito tentador.
Llevaré vino y dos copas. Beberemos y nos dejaremos llevar, ya almorzaremos después.
Tampoco conduciré. Si escucha el coche la sorpresa se puede venir abajo. Así que lo que haré es que tomaré un taxi y me bajaré al lado del taller, pero no delante. Luego caminaré unos diez u once metros hasta la pequeña puerta lateral de la que tengo una llave para emergencias. Si resulta que hay alguien trabajando allí, como llevo la gabardina, podré disimular. Pero si está solo, me quitaré la gabardina antes de entrar en la oficina y lo dejaré sin palabras. Después, que me traiga él a casa para cambiarme o no podremos ir a ningún restaurante decente. Tras este último pensamiento se me escapa una risita nerviosa. ¡Oh, señor! ¡Estoy muy nerviosa! ¡Y eufórica! ¡Por fin siento algo de vida dentro de mí!
Me quito la estrellita del cuello. Hoy voy de vampiresa y el colgante inspira más bien dulzura. Utilizo mejor unos largos pendientes, me rizo el cabello y me maquillo utilizando incluso doble rímel y un atrevido tono cereza en los labios.
Temblando, me dirijo afuera y tomo el taxi, que ya ha llegado. También llevo la rosa. Cuando me asegure que no hay nadie más, me la colocaré entre los dientes de nuevo, y esta vez... esta vez no dejaré que me diga que no.
Conforme nos vamos acercando me pongo más y más nerviosa. El taxista, un señor que debe estar a punto de jubilarse, me mira con disimulo a través del espejo retrovisor. Soy consciente de la imagen que debo proyectar a estas horas del día, con este sol y yo con gabardina y un montón de maquillaje. Por no hablar de la poca ropa que llevo debajo. ¿Me he vuelto loca? ¡Pero sí yo solo soy la aburrida Helena!
–Señorita, son siete con ochenta.
–Gracias.
–¿La espero?
–No. Vuelvo por mi cuenta, gracias. Por favor, ¿puede retroceder para no pasar por delante del ventanal del taller? Quiero dar una sorpresa a mi marido –le explico animada.
–Por supuesto. Ojala mi mujer me sorprendiera a mí de vez en cuando –me dice con una sonrisa.
¿Siete con ochenta? En fin, qué más da. Mucho más me he gastado en todo lo demás. Sujeto con fuerza la bolsa donde llevo el vino. Siento una sensación rara en el estómago.
No hay nadie. ¡¡No hay nadie!!
Siento cómo mi corazón bombea la sangre con una fuerza arrolladora. Conforme voy pensando en su reacción noto cómo yo misma, junto al nerviosismo, empiezo a tener otras sensaciones. Me voy sintiendo animada por momentos, deseosa, calurosa, húmeda.
En este instante me siento una mujer deseable, hermosa, apetecible y segura de sí misma.
Respiro hondo y miro bien para todos lados. No he hecho el menor ruido con la llave. No se ve a nadie por aquí. Perfecto, vamos bien. Voy andando de puntillas para no hacer ruido. Aunque las oficinas están por el otro lado, no quiero que me escuche si tiene la puerta abierta.
Con alivio veo que no están los vehículos de los empleados. Está solo. Ha llegado el momento.
Con cuidado suelto la bolsa y me quito la gabardina. De repente me siento algo insegura y compruebo que todo esté donde debe estar. Me veo reflejada en un cristal del taller y pienso. Sí. Me coloco la rosa en la boca y me dispongo a hacer mi entrada triunfal.
En una mano sujeto dos copas y en la otra la botella de vino. La flor bien sujeta entre los dientes, la cabeza alta, el cabello suelto, la provocación en los ojos y el deseo en el cuerpo.
Me parece escuchar algo. ¿Música? ¡Me ha visto! ¡Y ha puesto música! Feliz, radiante, abro la puerta de su despacho…
Las copas, el vino y la rosa caen al suelo estrellándose junto a mi vida.
Claro que hay música. Y ahí está Fernando. Ardiendo como el carbón, pero no por mí. Él semidesnudo, Celeste, su ayudante, desnuda de cintura para arriba y colocada a horcajadas sobre él.
El diablo ya está aquí.
– 11 –
No fue agradable verla salir de aquella forma. Apretó los puños con fuerza y tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no correr hacia ella y abrazarla.
Llevaba varios días siguiéndola. No podía evitarlo. Al fin la había encontrado.
La espera había sido larga, más de lo que él jamás pudo imaginar. El día del mercado medieval no pudo evitar acercarse a ella y rozar un instante su cuerpo, aspirar el aroma de su cabello, observar la profundidad dormida de sus ojos.
Helena... Un nombre hermoso. No era el nombre con el que una vez la amó, pero no se había enamorado de un nombre, sino de ella, de su esencia.
No le gustaba lo que estaba pasando, ni lo comprendía. La vio salir por la mañana con aquella amiga suya y las siguió a ambas mientras iban de una tienda a otra. La había visto reír, la había visto sonrojarse mientras pagaba aquellas diminutas prendas que él mataría por ver sobre su cuerpo. Cuánto ansiaba volver a acariciarla...
El dolor y los celos de aquel otro, que había llegado a su vida antes de que él la encontrase, volvió a darle un latigazo por dentro. Pero sabía que debía ser así. Ya lo profetizó su abuela. Tendría que encontrarla sin que fuese suya. Tenía que recuperarla sin que ella supiese la realidad. Ella debía reconocerle, debía despertar de su letargo dormido, despejar las brumas de su pasado y aceptarle.
Tenía que regresar a su casa, a su hogar, pero dejarla así... Él ya sabía de la infidelidad de su marido. Pero también había recibido instrucciones precisas. No podía intervenir por mucho que lo desease. Y lo deseaba. Porque había visto que en aquel edificio había alguien más. Había visto que se trataba de la misma persona que también la seguía, escondido, agazapado como un cazador listo para atacar. Y sabía quién era él. La historia intentaba repetirse, él lo intentaba de nuevo, con malas artes y trampas.
Y Helena era su presa.
Se moría por acercarse a ella, por contarle, por advertirla de aquel hombre que ella creía amigo y era un lobo disfrazado de cordero. Pero no podía hacerlo.
–No puedes interferir en su vida. Debe llegar a ti por sí misma, encontrarte como tú una vez la encontraste a ella, o todo volverá a estropearse de nuevo y esta vez no tendrás otra oportunidad.
Acarició la suavidad de aquel pañuelo que tanto había resistido a pesar del tiempo y la distancia. Esta vez esperaría su momento, aunque la rabia le corroyera por dentro y amenazara con quemarle.
– 12 –
¿Se puede morir en vida?
–Helena, tienes que comer algo
–¿Tía Carmela, qué le ocurre a mamá?
–Está triste, Maia. Necesita descansar.
–¿Pero por qué? ¿Qué le ha pasado tía? ¿Y dónde está papá? –termina preguntando Selena entre sollozos.
–No sé, Selena. Por favor chicas, dejadla un poco más. Vuestra madre necesita descansar.
¿Cuánto tiempo llevaré aquí en la cama? He perdido la conciencia del tiempo. Lo último que recuerdo, es aquella imagen grabada a fuego en mi cerebro y en mi corazón. Fernando y Celeste. Las manos de él en ella. La sorpresa, el horror, ese golpe fuerte en el pecho, dolor en estado puro, y la vergüenza.
Él no dijo ni una sola palabra. Me miró con todo lo que quería decir reflejado en la cara. No estoy segura de si el asombro que mostraba era por verme allí, por verme casi desnuda, o por el ruido del cristal al caer al suelo.
Ni siquiera recuerdo cómo salí del taller. Quiero recordar el sonido de la voz de Celeste, pero no entendí que decía. Solo sé que en lugar de pies tenía alas. Quizás Fernando gritase mi nombre. No estoy segura. Solo estoy segura de que todo pasó rápido, pues al salir a la calle, la luz del sol me deslumbró.
Notaba algo salado en mis labios. ¿Serían las lágrimas o mi corazón? Un coche chirrió a mi lado. El taxista que me había traído al taller aún estaba en la zona. Tan solo con verme creo que entendió. Paró el taxi a mi lado y se bajó corriendo del coche. Se quitó la chaqueta y me cubrió con ella. Seguía en ropa interior y ni siquiera me había percatado de ello.
–Señora, ¿se encuentra bien? ¿Puedo ayudarla?
En ese momento en el que yo intentaba reconocer a esa persona que me hablaba, Fernando salía raudo del garaje. Aún desnudo de cintura para arriba y gritando.
–Por favor, ¿puede llevarme a casa? No recuerdo la dirección, donde me recogió. Que él no me alcance, por favor…
–Por supuesto señora. Suba a mi coche y no se preocupe por nada. La sacaré de aquí de inmediato.
El taxista aceleró haciendo un extraño ruido. No hizo ni una sola pregunta. Luego detuvo su coche frente a mi casa y me ayudó a bajar. Me preguntó algo acerca de si tenía llave. ¿Qué? ¿Llave? No. He dejado el bolso en el garaje. No tengo llave.
–Comprendo. Le parecerá extraña mi sugerencia, le prometo que no suelo hacerla a menuda, pero si quiere, mi mujer y yo estaremos encantados de recibirla con nosotros hasta que consiga usted su llave.
–Mis niñas…
–¿Tiene hijas?
–Dos.
–¿Están en casa?
–No.
Eso es lo último que recuerdo haber pronunciado.
Después ocurrió algo que no puedo explicar. Ángel y Carmela llegaron a toda velocidad en su coche y se bajaron de inmediato. Ángel maldecía. Fue a pagar al taxista, pero el hombre no aceptó coger dinero. Mi cuñada hablaba algo referente a cortarle los huevos a alguien. No la entendía bien. Solo sé que cerré los ojos y cuando los abrí, estaba acostada en mi cama. Se escuchaban voces en la parte de abajo. Eran Fernando y Ángel.
Por favor, dejad de discutir. Dejadme sola. Dejadme sola. Que mis hijas no me vean así.
–Helena, cariño, escúchame. Tienes que reaccionar, me estás asustando. ¡Helena! ¿Inés? Sí. Soy Carmela. Por favor Inés, ven a casa de Helena lo antes posible. Sí, ha ocurrido algo –¿Carmela llora?–. ¡El muy cerdo! Se fue a darle una sorpresa al taller y se la llevó ella. Está muy mal, Inés. No reacciona. No sé qué hacer. Por favor, ven, ayúdame.
¿Por qué está tan triste Carmela? Ángel no era el infiel, era Fernando. Mi Fernando. El maravilloso hombre con el que llevo casada casi quince años.
Nuestro primer beso viene a mi mente, tan suave. Nuestros flirteos y paseos. Y aquella primera vez que hicimos el amor. Alquilamos una casita en el campo y nos fuimos a pasar nuestro primer fin de semana. Era una noche de verano espléndida. Casi un año juntos y aún no había ocurrido nada íntimo entre nosotros, salvo algunos besos y torpes caricias. Una cabaña preciosa, con leños de madera por paredes y todas las comodidades de un hogar. Pero no. Nosotros escogimos un lecho de hierba con las estrellas por techo para nuestra primera vez.
Fernando lo llenó todo de velas a nuestro alrededor. Extendió una manta y empezamos una tímida exploración que terminó bien para él y en una extraña sensación para mí. Pero aun así, me sentía distinta, ubicada en el mundo. Volvimos a repetir al día siguiente, con más tranquilidad y en la cama. Y esta vez sí. Esta vez ambos compartimos fuegos artificiales.
Tres años después nos casamos. En nuestra noche de bodas decidimos regresar a aquella cabaña y repetir aquella primera vez bajo las estrellas. Aquella noche además había una hermosa luna llena, y bajo ella y su influjo, nos hicimos declaraciones de amor de por vida. No pudo ser más perfecto. No pudo. No podía haber nadie en el mundo que no fuera Fernando. Y poco después de un mes, descubrimos que nuestra Selena iba a formar parte de nuestro paraíso.
No he dejado de quererle jamás. Nunca he notado en él nada que delatase que algo había cambiado. Siempre ha sido cariñoso y encantador. Sí es cierto que tras el nacimiento de Maia se fue creando algo de distancia. Pero no es igual una pareja sola, que un joven matrimonio con dos hijas. Una llora, otra quiere comer. La casa, la ropa, la comida, las compras, el trabajo, la convivencia… La vida no es como en las novelas rosas, en las que las faenas se hacen solas y los niños siempre visten de domingo y nunca lloran. La vida es mucho más. Y el distanciamiento sexual era normal. Ya no somos adolescentes.
Yo era feliz así. Era feliz. Él lo era todo para mí. Y ahora no me queda nada.
–Helena, Helena…
¿Inés? Es su voz. ¿Cuándo ha llegado?
–¡Te juro que como no reacciones y hables te llevaré a un hospital! –me amenaza Carmela, llorando.
¿Cuánta gente hay aquí?
–Por favor, dejadme hablar con ella. Creo que soy el único capaz de hacerla reaccionar.
Fernando. Silencio. Protestas de Carmela. Inés convenciéndola. Y más silencio. Ángel interviene. Las voces se alejan. El llanto de Carmela se aleja. Y finalmente, de nuevo, la voz de Fernando.
–Lo siento mucho, Helena. Sabes que te quiero, ¿verdad?
¿Que me quiere? Sí, es evidente que está loco por mí, su expresión de lujuria junto a Celeste me lo ha dejado más que claro.
–Creí morir cuando te vi allí, como una aparición, tan bella, y yo… de veras que lo siento Helena. Ni siquiera sé cómo pasó. Yo te quiero, no he dejado de quererte. Pero hemos cambiado. Los años han ido pasando y hemos tomado caminos distintos. Yo ahora quiero otras cosas, necesito otras cosas y me siento un poco perdido. Celeste me ha ayudado mucho y cuando me he dado cuenta estaba enamorado de ella. No quiero agrandar la herida, pero no es solo sexo, Helena. Estoy enamorado de Celeste.
Mi cabeza está tapada con la colcha de la cama. Incluso a mí misma me cuesta trabajo escuchar mi propia voz mientas consigo susurrar.
–¿Desde cuándo?
El breve silencio me hace pensar que tal vez no me haya escuchado.
–Dos años.
¡¡¡¡¡¡¡Dos años!!!!!!!
–¿No pudiste decírmelo antes, Fernando? No lo entiendo. ¿Merezco haberme enterado así? –le digo con una ansiedad inmensa y la cara aun cubierta bajo una fina sábana que por desgracia no tiene el poder de trasladarme a otro lugar. Me siento tan avergonzada…
Un pequeño silencio sigue a mi pregunta, hasta que al fin él decide responder.
–Cuando te vi en el umbral del despacho, me recordaste a la joven dinámica, alegre y sexy que conocí. No eres tú, soy yo, necesito otras cosas. Tú eres muy buena madre, pero, desde hace tiempo, solo madre. Y yo necesito, además, una mujer.
–¿Una mujer? ¿Tienes idea de la cantidad de noches enteras que he estado sin dormir ansiando que te dieses la vuelta y me abrazases? ¿Sabes cuántas duchas he tomado de madrugada? ¡Eres un cerdo asqueroso y un cabrón! –le grito como si en vez de estar a escasos centímetros de mí, estuviese a kilómetros. Y realmente lo está.
Del dolor surge una especie de rencor fuerte. Por primera vez desde no estoy segura cuándo, saco la cabeza de la almohada y me siento de golpe en la cama sobresaltando a Fernando. Estoy furiosa. Quiero herirlo, hacerle daño.
–¿Sabes tú lo que es ser mujer? ¡Claro que soy madre! ¡Tú siempre estás en el taller! ¿Qué querías que hiciese?
–Helena…
–¡Me duele! ¡Me duele el alma! Me duele por dentro, siento que me ahogo y que mi vida se ha terminado y, ¿sabes? Eres lo que más quiero en esta vida además de mis hijas y ahora no puedo ni mirarte. No quiero pelearme contigo porque en este momento tengo deseos inmensos de golpearte, y a ella… –¿qué voy a hacer ahora? ¿Qué decirle a las niñas?
Ya no puedo más. Las lágrimas que quedaban retenidas empiezan a salir sin más. No puedo dejar de llorar, ni quiero. Siento cierto alivio por dentro y merezco algo de ese alivio.
–Helena…
Intenta acercarse a mí, pero no se lo permito. De un salto salgo de la cama y me enfrento a él con un odio nacido del dolor. Mi mirada de rabia lo detiene en seco. La vergüenza que siento sigue arraigando en mi interior. En este instante estoy dolida, furiosa, y a la vez, creo que si Fernando me lo pidiese, lo olvidaría todo. ¿Dónde está mi dignidad? ¿La tengo? De nuevo la imagen de ellos en el despacho viene a mí, y también una duda.
–¿Quién más lo sabe, Fernando?
–Nadie.
–Por favor, no me mientas más. Me debes algo de respeto después de todos estos años, ¿no crees que ya me has mentido bastante? –no puedo evitar el tono de reproche y la dureza de mi mirada.
–Ángel.
–¿Qué?
–Nos pilló un día y la montó gorda. Me amenazó con hablar contigo y hasta con despedir a Celeste. Pero ella no ha tenido la culpa, me enamoré de ella, de su forma de ser, de su manera de expresarse, de cómo me escucha y me entiende. Yo fui a por ella y la convencí. Ella se siente mal por ti y ya me ha pedido varias veces que hablase contigo. Pero yo no podía. Te miraba ahí cada mañana, con las niñas, con tu rostro de impotencia y tus suspiros. No podía.
–¿Por eso me enviaste un mensaje? ¿Para que os pillara?
Su cara muestra tal desconcierto que a punto estoy de creerlo cuando me responde. Pero no. No se puede creer a quien miente tan bien.
–No sé de qué mensaje me hablas.
–¡Venga, Fernando! Me enviaste un mensaje diciéndome que comiéramos juntos. Por eso me presenté allí de esa guisa. Me hice ilusiones y me encontré… ¿No os podíais permitir un hotel? Bah, qué más da. ¿Desde cuándo no me amas?
–Ya te he dicho que aún te quiero. Pero Helena, yo no soy tan cruel. Debes creerme. Yo jamás te hubiese mandado un mensaje para que vieses con tus propios ojos… también fue violento para Celeste…
–Oh, ¡pobrecita ella! –claro, no quería que fuera violento para Celeste, su dulce y comprensiva Celeste.
–Yo no te envié ningún mensaje. Yo quería hablar contigo. Te quiero.
–Querer y amar no es lo mismo.
–De veras, lo siento, eres una gran mujer. Sé que ahora te duele, pero el tiempo…
Le miro mientras me habla y veo su aspecto demacrado. Pero no siento pena, sino más rabia. No quiero que nadie esté conmigo por compasión o, peor, porque me considere “una buena persona”. Antes de que pronuncie esa temida expresión, decido que es mejor cortarle. Incluso yo me sorprendo de mi tono de voz calmado.
–Vete. No puedo verte.
–Eres una mujer especial…
–Vete.
–Helena…
–Si alguna vez me amaste de verdad, deja de decir cosas que no me sirven. Soy tan especial que llevas dos años con otra mujer. ¿Sabes que Carmela pensaba que era Ángel quien tenía una aventura? Menudo favor nos has hecho a tu hermano y a mí.
–¿Qué puedo decir?
–Nada. Ni siquiera sé porque estoy hablando contigo –le digo levantando la voz.
–¿Quieres que me marche?
–Quiero que te vayas de la casa y de mi vida. ¡Ya!
–¿Y las niñas?
–¿Ahora piensas en ellas?
–Nos has tenido muy preocupados a todos.
–Seguro que a ti también.
–Sí, Helena. A mí también. Tenemos que hablar de muchas cosas.
–Te llamaré cuando pueda hacerlo. Al fin y al cabo, ambos tenemos nociones distintas del paso del tiempo. Para ti, dos años no son nada, y quince tampoco. Pero ahora solo puedo verte como a un monstruo y siento que eres un cabrón hijo de puta –las palabras brotan solas, sin control, y un dolor continuo corroe mis entrañas–.
–Hablaré contigo cuando te tranquilices –contesta en un tono de voz exasperado.
–No tengo más que hablar. Jamás vuelvas a sentir lástima por mí. ¡Jamás!
Se pone de pie y se dispone a salir de la habitación, no sin que antes yo sienta que él también tiene lágrimas en el rostro. Nada más abandonar él la habitación, Carmela entra y se sienta junto a mí, acariciando mi cabello como si yo fuese una niña pequeña. Apenas consigo articular las palabras.
–¿Cuántas horas llevo así Carmela? ¿Cuánto tiempo me han visto mis niñas en este estado?
–¿Horas?–me dice ella llorando al mismo tiempo que yo–. Llevas dos días en este estado.
– 13 –
Engaños, cambios, pérdidas…
Hemos hablado con las niñas y puedo decir, sin lugar a equivocarme, que de los peores momentos de mi vida, tal vez este haya sido el que se ha llevado el premio. Pero tienen derecho a saber al menos una parte de la verdad. Ha sido muy duro. Maia estuvo llorando todo el tiempo. Selena se mantuvo excesivamente serena. Solo hizo una pregunta. Quién había tomado la decisión.
¿Qué contestar a eso? Si le decía que su padre, no iba a creerme sin delatarle. Si le decía que había sido yo, me odiaría. Ella siempre ha tenido predilección por su padre.