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Riley, Bill y Jenn intercambiaron una mirada sorprendida.
¿Realmente creía que podrían terminar su trabajo aquí tan rápido?
—No estoy segura de lo que quieres decir —dijo Riley.
Cullen se encogió de hombros y dijo: —Estoy seguro de que ya han determinado algo en cuanto al perfil. Después de todo, para eso es que están aquí. ¿Qué pueden decirme?
Riley vaciló por un momento y luego dijo: —Solo podemos decirte generalizaciones. Estadísticamente, la mayoría de los asesinos que dejan cadáveres en escenas de crimen tienen antecedentes penales. Más de la mitad de ellos tienen edades comprendidas entre los quince y treinta y siete. Y más de la mitad son afroamericanos, empleados por lo menos a tiempo parcial y han completado su educación secundaria. Algunos de esos asesinos han tenido problemas psiquiátricos y algunos han estado en el ejército. Pero...
—Pero ¿qué? —preguntó Cullen.
—Trata de entender que nada de esto es información realmente útil, al menos no a estas alturas. Siempre hay casos aparte. Y nuestro asesino está empezando a parecer un caso aislado. Por ejemplo, el tipo de asesino del que estamos hablando generalmente tiene motivaciones sexuales. Pero ese no parece ser el caso aquí. Supongo que no es típico de muchas formas. Tal vez no es típico en absoluto. Todavía tenemos mucho trabajo por hacer.
Por primera vez desde que había llegado, la expresión de Cullen se oscureció un poco.
Riley agregó: —Y quiero que su teléfono celular sea enviado a Quantico, junto con el de la otra víctima. Nuestros técnicos tienen que ver si pueden extraerle información.
Antes de que Cullen pudiera responder, su propio teléfono celular sonó y él frunció el ceño.
Él dijo: —Ya sé quién es. Es el administrador ferroviario, queriendo saber si ya puede poner los trenes en marcha. La línea tiene tres trenes de carga y un tren de pasajeros con retraso. Hay una nueva tripulación lista para llevarse el tren que aún está en las vías. ¿Ya podemos mover el cadáver?
Riley asintió y le dijo al forense: —Adelante, métela en tu furgoneta.
Cullen se dio la vuelta y tomó la llamada mientras que el médico forense llamó a su equipo y se pusieron a trabajar en el cadáver.
Cuando Cullen colgó la llamada, parecía estar de muy mal humor.
Les dijo a Riley y sus colegas: —Supongo que se quedarán por un tiempo.
Riley creyó entender lo que lo estaba molestando. Cullen estaba ansiando resolver un caso sensacional, y no había esperado que el FBI le robara los aplausos.
Riley dijo: —Mira, estamos aquí a petición tuya. Pero creo que nos vas a necesitar, al menos por un tiempo más.
Cullen negó con la cabeza y arrastró los pies. Luego dijo: —Bueno, mejor nos vamos a la comisaría de Barnwell. Tenemos que lidiar con algo bastante desagradable allí.
Sin decir nada más, se volvió y se alejó.
Riley miró el cuerpo, que ahora estaba siendo cargado en una camilla.
«¿Más desagradable que esto?», se preguntó.
Se sentía atontada mientras ella y sus colegas siguieron a Cullen de vuelta por donde habían venido.
CAPÍTULO SEIS
Jenn Roston estaba enfurecida mientras se volvió para seguir sus colegas. Caminó por los árboles detrás de Riley y el agente Jeffreys mientras el subjefe Jude Cullen guiaba el camino hacia los vehículos estacionados.
«Se hace llamar ‘Toro’ Cullen», recordó con desprecio.
Le alegraba tener a dos personas entre ella y el hombre.
Seguía pensando: «¡Trató de hacerme una llave!»
Estaba segura de que había estado buscando una excusa para manosearla. También era seguro que estaba buscando una oportunidad para demostrar su control físico sobre ella. Ya era bastante malo que sentía la necesidad de explicarle la llave y sus efectos, como si ella ya no supiera todo esto.
Pensó que los dos eran afortunados por el hecho de que Cullen en realidad no había puesto su brazo alrededor de su cuello. Si eso hubiera pasado, Jenn quizá no se habría podido controlar. Aunque el hombre era ridículamente musculoso, probablemente habría acabado rápidamente con él. Obviamente eso habría sido bastante indecoroso en una escena del crimen y no habría hecho nada para promover las buenas relaciones entre los investigadores. Jenn sabía que lo mejor había sido que las cosas no se habían descontrolado.
Por sobre todo lo demás, ahora Cullen parecía estar cabreado por el hecho de que Jenn y sus colegas no se iban aún y porque no podría acaparar toda la gloria de resolver el caso.
«Mala suerte, imbécil», pensó Jenn.
El grupo salió de los árboles y se metió en la camioneta policial con Cullen. El hombre se quedó callado durante el viaje a la comisaría y sus compañeros del FBI tampoco dijeron nada. Supuso que, como ella, estaban pensando en la escena del crimen espantosa y en el comentario de Cullen que tendrían que lidiar con algo bastante desagradable en la comisaría.
Jenn odiaba los acertijos, tal vez porque la tía Cora a menudo era tan críptica y amenazante en sus intentos de manipulación. Y también odiaba vivir con la sensación de que algo de su pasado podría destruir su sueño hecho realidad de ser agente del FBI.
Cuando Cullen estacionó la furgoneta frente a la comisaría, Jenn y sus colegas se bajaron y lo siguieron adentro. Allí, Cullen los presentó al jefe de policía de Barnwell, Lucas Powell, un hombre de mediana edad con un mentón hundido.
—Vengan conmigo —dijo Powell—. Todos están aquí. Mi gente y yo no sabemos lidiar con este tipo de cosas.
¿A qué tipo de «cosas» se refería?
El jefe de policía Lucas Powell llevó a Jenn, sus colegas y a Cullen directamente a la sala de entrevistas de la comisaría. Adentro encontraron a dos hombres sentados en la mesa, ambos vistiendo chalecos amarillo neón. Uno era delgado y alto, un hombre mayor pero de aspecto vigoroso. El otro era más bajito, como de la altura de Jenn, y probablemente no mucho mayor que ella.
Estaban bebiendo tazas de café y mirando la mesa fijamente.
Powell introdujo primero al hombre mayor y luego al segundo hombre.
—Les presento a Arlo Stine, el conductor de carga. Y él es Everett Boynton, su conductor auxiliar. Cuando el tren se detuvo, ellos fueron los que descubrieron el cadáver.
Los dos hombres apenas levantaron la mirada.
Jenn tragó grueso. Seguramente estaban traumatizados.
Sin duda tendrían que lidiar con algo desagradable.
Entrevistar a estos hombres no sería fácil. Por si fuera poco, probablemente no aprenderían nada que los ayudaría a atrapar al asesino.
Jenn se apartó mientras Riley se sentó en la mesa con los hombres y habló en voz baja.
—Siento mucho que hayan tenido que lidiar con esto. ¿Cómo lo están sobrellevando?
El hombre mayor, el conductor, se encogió de hombros y dijo: —Estaré bien. Lo crea o no, he visto este tipo de cosas antes. Me refiero a muertos en las vías. He visto cuerpos aún más mutilados. Nadie se acostumbra a eso, pero… —Stine asintió con la cabeza hacia su auxiliar y agregó—: Pero Everett nunca ha pasado por esto.
El joven levantó la mirada de la mesa a las personas en la sala.
—Estaré bien —dijo mientras asentía la cabeza, obviamente tratando de sonar como si lo decía en eso.
Riley dijo: —Siento preguntar esto, ¿pero usted vio a la víctima justo antes de…?
Boynton hizo un gesto de dolor y no dijo nada.
Stine dijo: —Solo un vistazo. Los dos estábamos en la cabina. Pero yo estaba en la radio haciendo una llamada de rutina a la siguiente estación, y Everett estaba haciendo cálculos para la curva que estábamos tomando. Cuando el ingeniero comenzó a frenar y sonó el silbato, levantamos la mirada y vimos algo… no estábamos seguros de lo que era. —Stine hizo una pausa y luego agregó—: Pero estábamos seguros de lo que pasó cuando caminamos al sitio para echar un vistazo.
Jenn estaba repasando mentalmente lo que había investigado en el avión. Ella sabía que las tripulaciones de los trenes de carga eran pequeñas. Aun así, parecía que faltaba alguien.
—¿Dónde está el ingeniero? —preguntó.
—¿El maquinista? —dijo Toro Cullen—. Está en una celda de custodia.
Jenn quedó boquiabierta.
Ella sabía que «maquinista» era la jerga ferroviaria para un ingeniero.
Pero ¿qué demonios estaba pasando aquí?
—¿Lo metieron en una celda? —preguntó.
Powell dijo: —No tuvimos otra opción.
El conductor mayor agregó: —El pobre no quiere hablar con nadie. La única palabra que ha dicho desde que ocurrió es ‘Enciérrenme’. La repitió una y otra vez.
El jefe de policía local dijo: —Así que eso es lo que hicimos. Parecía lo mejor.
Jenn sintió una punzada de ira.
Ella preguntó: —¿No han traído a un terapeuta para que hable con él?
El subjefe ferroviario dijo: —Hemos pedido que venga un psicólogo de la empresa desde Chicago. Son las reglas del sindicato. No sabemos cuándo va a llegar.
Riley se veía sobresaltada ahora.
—Ciertamente el ingeniero no se culpa a sí mismo por lo que pasó —dijo Riley.
Al conductor mayor pareció sorprenderle la pregunta.
—Por supuesto que sí —dijo él—. No fue su culpa, pero no puede evitarlo. Era el hombre al volante. Es el que se sintió más impotente. Lo está carcomiendo. Odio que se haya encerrado tanto. Realmente traté de hablar con él, pero ni siquiera me mira a los ojos. No debemos quedarnos esperando que llegue una maldita psicóloga ferroviaria. Reglas o no, alguien debería hacer algo ahora mismo. Un buen maquinista como él se merece algo mejor.
Jenn se sintió más enfurecida. Ella le dijo a Cullen: —Bueno, no puedes dejarlo en esa celda solo. No me importa si insiste en estar solo. No puede ser bueno para él. Alguien tiene que tratar de hablar con él.
Todos en la sala la miraron.
Jenn vaciló y luego dijo: —Llévame a la celda de custodia. Quiero verlo.
Riley levantó la mirada hacia ella y le dijo: —Jenn, no estoy segura de que sea una buena idea.
Pero Jenn la ignoró.
—¿Cuál es su nombre? —les preguntó Jenn los conductores.
Boynton dijo: —Brock Putnam.
—Llévame a él —insistió Jenn—. Ahora mismo.
El jefe de policía Powell condujo a Jenn fuera de la sala de entrevistas y al final del pasillo. Mientras caminaban, Jenn se preguntó si Riley podría tener razón.
«Tal vez esto no es una buena idea», pensó.
Después de todo, sabía que su empatía no era su mayor virtud como agente. Ella tendía a ser cortante y franca, incluso cuando se necesitaba ser más sutil. Ciertamente no tenía la capacidad de Riley de ser compasiva en los momentos apropiados. Y si ni Riley se sentía a la altura de esta tarea, ¿por qué ella creía que debía hacerlo?
Pero no podía dejar de pensar en que alguien debería hablar con él.
Powell la llevó a la fila de celdas, todas con puertas sólidas y ventanas pequeñas.
—¿Quieres que entre contigo? —preguntó.
—No —dijo Jenn—. Creo que será mejor si tenemos privacidad.
Powell abrió una puerta a una de las celdas y Jenn entró. Powell dejó la puerta abierta, pero se apartó.
Un hombre de unos treinta años estaba sentado en el borde de un catre, mirando directamente a la pared. Llevaba una camiseta común y corriente y una gorra de béisbol hacia atrás.
Parada en la puerta, Jenn dijo en voz baja: —¿Señor Putnam? ¿Brock? Mi nombre es Jenn Roston y soy del FBI. Lamento mucho lo que pasó. Solo me preguntaba si quería… hablar.
Putnam no mostró ningún indicio de siquiera haberla escuchado.
Parecía decidido a no hacer contacto visual con ella, o con cualquier otra persona.
Y de lo que había investigado en el avión, Jenn sabía exactamente por qué se sentía así.
Ella tragó saliva cuando sintió un nudo de ansiedad en su garganta.
Esto iba a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado.
CAPÍTULO SIETE
Riley se quedó mirando la puerta con inquietud luego de que Jenn salió de la sala. Mientras Bill les seguía haciendo preguntas al conductor y su auxiliar, se encontró preocupada por cómo Jenn lidiaría con el ingeniero.
Estaba segura de que el ingeniero estaba muy mal. No le gustaba la idea de esperar mucho más tiempo por un psicólogo ferroviario, posiblemente algún funcionario esbirro que quizá estaría más preocupado por el bienestar de la empresa que por el del ingeniero. Pero ¿qué más se suponía que debían hacer?
¿Y la joven agente terminaría empeorando las cosas para el hombre? Riley nunca había visto ningún indicio que indicara que Jenn era especialmente hábil tratando con la gente.
Si Jenn terminaba alterando aún más al hombre, ¿cómo afectaría eso su propia moral? Ya había estado contemplando dejar el FBI debido a las presiones de su ex madre de acogida delictiva.
Pese a sus preocupaciones, Riley se las arregló para prestar atención a lo que se decía en la sala.
Bill le dijo al Stine: —Usted dijo que ha visto este tipo de cosas antes. ¿Se refiere a asesinatos en vías férreas?
—Oh, no —dijo Stine—. Los asesinatos como ese son bastante raros. Pero gente perdiendo la vida en las pistas, eso es mucho más común de lo que te imaginas. Hay varios cientos de víctimas al año, algunas de ellas amantes de la adrenalina muy estúpidas, muchas más por suicidios. En el negocio, los llamamos ‘intrusos’.
El joven se retorció en su silla y dijo: —Les aseguro que más nunca quiero volver a ver algo como eso. Pero por lo que me dice Arlo… Bueno, supongo que es parte del trabajo.
Bill le dijo al conductor: —¿Está seguro de que no había nada que el ingeniero pudo haber hecho?
Arlo Stine negó con la cabeza y respondió: —Muy seguro. Ya había desacelerado el tren a cincuenta y seis kilómetros por hora por la curva en la que estábamos. Aun así, no había forma de detener una locomotora diésel con diez vagones de carga detrás de ella lo suficientemente rápido como para salvar a esa mujer. No se puede romper las leyes de la física y detener a varios miles de toneladas de acero en movimiento en un instante. Déjame explicártelo...
El conductor empezó a hablar de los mecanismos del frenado. Fue una charla muy técnica, y de ningún interés o utilidad para Riley o Bill. Pero Riley sabía que lo mejor era dejar que Stine siguiera hablando, por su propio bien.
Mientras tanto, Riley todavía se encontraba mirando hacia la puerta, preguntándose cómo le estaba yendo a Jenn con el ingeniero.
*
Jenn estaba de pie junto a la cama mirando ansiosamente la espalda de Brock Putnam mientras miraba la pared en silencio.
Ahora que estaba con el hombre, descubrió que no tenía idea de qué hacer o decir ahora.
Pero, por lo que había investigado en el avión, entendía por qué era incapaz de mirarla a ella o a cualquier otra persona en este momento. Estaba traumatizado por un solo detalle que a menudo atormentaba a los «maquinistas» que habían vivido lo que él acababa de vivir.
Hace unos momentos, el conductor había dicho que él y su auxiliar solo le habían echado un vistazo fugaz a la víctima antes de morir.
Pero este hombre había obtenido mucho más que un vistazo fugaz.
Había visto algo horroroso desde la ventanilla de su cabina, algo que ningún ser humano inocente merecía ver.
¿Lo ayudaría decirlo en voz alta?
«No soy psiquiatra», se recordó a sí misma.
Aun así, se sentía cada vez más ansiosa de comunicarse con él.
Lentamente y con precaución, Jenn dijo: —Creo que sé lo que vio. Puede hablar conmigo de eso si desea. —Después de una pausa, agregó—: Pero no si usted no quiere.
Cayó un silencio.
«Supongo que no quiere», pensó Jenn.
Cuando estaba a punto de irse, el hombre dijo en un susurro casi inaudible: —Yo me morí allí.
Las palabras calaron a Jenn hasta los huesos.
Se volvió a preguntar si siquiera debería estar haciendo esto.
Ella no dijo nada. Supuso que lo mejor era esperar a ver si él quería decir algo más. Esperó durante muchos segundos, albergando una pequeña esperanza de que el hombre se mantendría en silencio y que pudiera irse sin decir más.
Luego dijo:
—Lo vi suceder. Yo estaba mirándome… en un espejo. —Hizo una breve pausa y luego agregó—: Me vi a mí mismo morir. Entonces ¿por qué… por qué estoy aquí?
Jenn tragó grueso.
Sí, lo que le había sucedido era exactamente de lo que había leído en el avión. Cientos de personas morían en vías férreas cada año. Y con demasiada frecuencia, los ingenieros vivían un momento increíblemente horrible.
Hacían contacto visual con la persona que estaba a punto de morir.
Exactamente lo mismo le había pasado a Brock Putman. La razón por la que no podía hacer contacto visual con nadie más era porque lo hacía revivir ese momento. Y eso lo estaba carcomiendo. Estaba tratando de lidiar con eso negando que nadie más había muerto. Con culpa, estaba tratando de convencerse a sí mismo que él, y solo él, había muerto.
Jenn habló con aún más cautela que antes.
—Usted no murió. Usted no se estaba mirando en un espejo. Otra persona murió. Y no fue su culpa. No hubo forma de que pudiera evitar que sucediera. Usted sabe eso, incluso si le está costando aceptarlo. No fue su culpa.
El hombre seguía mirando la pared, pero soltó un sollozo.
Jenn se alarmó momentáneamente. ¿Acababa de llevarlo al límite?
«No», pensó.
Tenía un presentimiento de que esto era bueno, que era necesario.
Los hombros del hombre temblaron un poco mientras sollozaba.
Jenn le tocó el hombro y le dijo: —Brock, ¿podría hacer algo por mí? Solo quiero que me mire.
Sus hombros dejaron de temblar y dejó de sollozar.
Entonces, muy lentamente, se dio la vuelta en la cama y miró a Jenn.
Sus ojos azules brillantes estaban bien abiertos y llenos de lágrimas, y estaban mirando directamente a los ojos de Jenn.
Jenn tuvo que luchar para contener sus propias lágrimas.
Aunque normalmente era cortante, brusca e insensible, cayó en cuenta de que nunca había tenido este tipo de interacción con nadie, al menos no profesionalmente.
Ella tragó saliva y luego dijo: —Usted no se está mirando en un espejo en este momento. Usted me está mirando a mí. Está mirándome a los ojos. Y está vivo. Usted tiene todo el derecho a vivir.
Brock Putnam abrió la boca para hablar, pero no salió ninguna palabra.
En su lugar, asintió con la cabeza.
Jenn casi que jadeó del alivio.
«Lo logré —pensó—. Lo hice hablar.»
Luego dijo: —Pero usted se merece más que eso. Se merece averiguar quién hizo esta cosa tan terrible, no solo a esa pobre mujer, sino también a usted. Y se merece justicia. Usted se merece saber que el asesino nunca volverá a atacar. Le prometo que obtendrá justicia. Me aseguraré de ello.
Él volvió a asentir con la cabeza, con solo un rastro de una sonrisa en sus labios.
Jenn sonrió y dijo: —Ahora salgamos de aquí. Sus dos amigos están preocupados por usted. Vayamos a verlos.
Jenn se levantó de la cama, y Brock hizo lo mismo. Salieron de la celda juntos, donde el jefe de policía Powell seguía esperando. Powell se veía sorprendido por el cambio en la actitud y el comportamiento de Putnam. Todos regresaron a la sala de entrevistas. Riley, Bill y Cullen todavía estaban allí, así como también los dos conductores.
Stine y Boynton se quedaron boquiabiertos por un momento, luego se levantaron y abrazaron a Brock Putnam. Todos se sentaron en la mesa y empezaron a hablar en voz baja.
Jenn miró al subjefe ferroviario y dijo: —Haz algo para que la psicóloga ferroviaria llegue lo antes posible. —Luego, volviéndose hacia el jefe de policía local, dijo—: Ve a buscarle a este hombre una taza de café.
Powell asintió sin decir nada y salió de la sala.
Riley se llevó a Jenn a una esquina y le preguntó en voz baja: —¿Crees que alguna vez será capaz de volver a trabajar?
Jenn se quedó pensando por un momento y dijo: —Lo dudo.
Riley asintió y dijo: —Probablemente pasará toda su vida luchando con eso. Es terrible tener que vivir con algo así. —Riley sonrió y agregó—: Pero hiciste un buen trabajo.
El alago de Riley alegró mucho a Jenn.
Recordó de nuevo cómo había empezado su día, y la forma en que su comunicación con la tía Cora la había dejado sintiéndose insuficiente e indigna.
«Tal vez sí soy útil», pensó.
Después de todo, siempre había sabido que la empatía era una cualidad que carecía y que necesitaba cultivar. Y ahora por fin parecía haber tomado unos pasos para convertirse en una agente más empática.
También se sentía energizada por la promesa que acababa de hacerle a Brock Putnam: —Le prometo que obtendrá justicia. Me aseguraré de ello.
Le alegraba haberle prometido eso. Ahora estaba comprometida a cumplir con lo dicho.
«No lo defraudaré», pensó.
Mientras tanto, los dos conductores y el ingeniero siguieron hablando en voz baja, compadeciéndose sobre la terrible experiencia que todos habían vivido, pero que había sido especialmente horrible para Putnam.
De repente, la puerta de la sala se abrió y el jefe de policía Powell entró.
Les dijo a Cullen y los agentes del FBI: —Será mejor que vengan conmigo. Un testigo acaba de llegar.
Jenn sintió una sacudida de emoción mientras ella y los otros siguieron a Cullen por el pasillo.
¿Estaban a punto de obtener la pista que necesitaban?
CAPÍTULO OCHO
Mientras Riley seguía a Powell por el pasillo junto con los otros agentes del FBI y Toro Cullen, se preguntó: «¿Un testigo? ¿De verdad obtendremos una buena pista tan rápido?»
Sus años de experiencia le decían que eso no era probable.
Aun así, no pudo evitar albergar la esperanza de que esta vez podría ser diferente. Sería maravilloso resolver este caso antes de que otra persona fuera asesinada.
Cuando el grupo llegó a una pequeña sala de reuniones, encontraron a una mujer robusta de unos cincuenta años caminando de un lado a otro. Llevaba mucho maquillaje y su cabello era de un color rubio antinatural.
La mujer se acercó a ellos. —Ay, esto es horrible —dijo—. Vi su foto en las noticias hace un rato, y la reconocí de inmediato. Qué muerte tan horrible. Pero tenía un presentimiento sobre ella, una mala sensación. Incluso podrían llamarlo una premonición.
Riley se sintió un poco desilusionada en ese momento.
Generalmente no era una buena señal cuando los testigos comenzaban a hablar de «premoniciones».
Bill guio a la mujer a una silla. —Siéntese, señora —le dijo—. Tómelo con calma y empecemos desde el principio. ¿Cuál es su nombre?
La mujer se sentó, pero comenzó a retorcerse en la silla.
Bill se sentó en una silla cercana, girándola un poco para hablar con ella. Riley, Jenn y los otros también se sentaron alrededor de la mesa de la sala de reuniones.
—¿Su nombre? —volvió a preguntar Bill.
—Sarah Dillon —dijo ella, sonriéndole—. Vivo aquí en Barnwell.
Bill le preguntó: —¿Y cómo conocía a la víctima?
La mujer lo miraba como si la pregunta la había sorprendido. —Bueno, realmente no la conocía. Intercambiamos palabras de vez en cuando.
Bill preguntó: —¿La vio esta mañana, antes de que fuera asesinada?
Sarah Dillon se veía más sorprendida que antes.
—No. Llevo un par de semanas, quizá más, sin verla. ¿Qué importa eso?
Riley intercambió miradas con Bill y Jenn. Ella sabía que estaban pensando lo mismo.
¿Un par de semanas o más?
Por supuesto que importaba mucho.
Cuando Powell les había dicho que había llegado un testigo, Riley había supuesto que era que conocía a la víctima personalmente o que había visto algo verdaderamente esencial para el caso, quizá hasta el secuestro en sí. Sin embargo, ella sabía que tenían que hacerle seguimiento a todas las pistas posibles. Hasta el momento, no tenían nada más con qué continuar.
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