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Pero ello se ha acabado en una gran parte del mundo y se está acabando progresivamente allí donde aún subsistía. Las desigualdades hoy en día no tienen freno alguno, grupos financieros y corporaciones transnacionales burlan toda tentativa antitrust con capitales deslocalizados, fondos ocultos y “paraísos fiscales”; la riqueza se ha acumulado de manera obscena y ello, para muchos, ya no parece ni siquiera deber ser combatido. El pensamiento hegemónico no encuentra ni propone otro tipo de “reformas” que las que van en el sentido de ir disminuyendo cada vez más la dosis de socialdemocracia y de control de los mercados en las sociedades para dejar libre el terreno al capitalismo neoliberal más salvaje.
No basta con señalar los éxitos de ciertas economías y que una parte de la población en China o en India ha emergido de la pobreza, lo cual se debe en gran parte al progreso científico-técnico y a la educación, y que además ha significado la ruina o el empobrecimiento de clases trabajadoras en el mundo desarrollado ante la imposibilidad de competir con zonas económicas donde casi no hay derechos sociales y a la gente le pagan diez veces menos. Por cierto, esas mismas economías muestran actualmente el fin de sus fases de gran crecimiento con su ilusión de prosperidad. Solo los poseedores de aquellos capitales mundiales fantasmagóricos han continuado enriqueciéndose. Nuevos focos de pobreza han aparecido en todas las sociedades e inmensas capas de población han sido desplazadas y fragilizadas.
Así, si bien el curiosamente llamado “socialismo real” ha desprestigiado al socialismo y la tarea consiste en recuperar esa expresión —volveremos sobre esa idea—, podemos decir que, respecto a lo que el liberalismo prometía como movimiento histórico, lo que nos queda como herencia es algo así como el liberalismo real. Una deformación grotesca, donde la libertad y la realización del individuo han pasado completamente al olvido.
Por otra parte, la total inviabilidad ecológica del modelo capitalista y productivista actual comienza a ser una evidencia para las grandes mayorías del planeta.
El modelo económico basado en el crecimiento ilimitado, ilusorio en un mundo de recursos limitados14 y en una biosfera frágil, el sistema basado en la multiplicación de la producción y de los intercambios sin otro fin que el lucro a corto plazo de unos pocos, destruye y contamina la naturaleza, agota los recursos de la biósfera y desfigura al ser humano, considerándolo como un objeto de solicitaciones consumistas y no como el habitante-ciudadano de la Tierra. El resultado es cada vez más conocido: pérdida de biodiversidad —desaparición de miles de especies vivientes—, contaminación de las aguas y del aire, acidificación y contaminación de los océanos, desforestación, empobrecimiento de la tierra y desertificación, acumulación de gases de efecto invernadero y su corolario de recalentamiento global, catástrofes tecnológicas y climáticas, consecuencias directas de la irresponsable obsesión productivista, extractivista, expansionista y lucrativa del capitalismo mundial.
Mientras tanto, un ecologismo de fachada que reparte “derechos de contaminar” y sueña con un “crecimiento verde” mantiene una de las tantas ilusiones del mundo actual, que no apunta a otra cosa que hacer parecer compatible el capitalismo con la preservación del medio ambiente, con soluciones que equivalen a disminuir un poco la velocidad de un vehículo que se dirige derecho hacia un muro de piedra. Solo un cambio de sociedad, de valores, de modos de vivir, de sentir y pensar, que se traduzca en un cambio evidente de maneras de inventar, producir, distribuir, consumir y reciclar los bienes que consideramos indispensables, tiene sentido ecológico. La nueva sociedad será ecológica, sustentable y razonable o no será nada en absoluto.
El sistema ha fracasado también en aportar a la paz mundial. El mundo no ha avanzado en absoluto hacia una pacificación ni hacia un orden justo que la permita. Nuevos tipos de guerra han aparecido, nuevos nacionalismos, militarismos y armamentismos; fanatismo, violencia terrorista, guerrillas religiosas, tendencias expansionistas, “limpieza étnica”, genocidios, racismo, luchas ideológicas, xenofobia, tensiones y desequilibrios en sociedades enteras, inmigración de masas, miseria y destrucción. Incluso la esperanza de vida ha dejado de aumentar para una porción de la humanidad, lo cual es una vergüenza histórica en épocas de tanta riqueza y avances espectaculares de los conocimientos médicos.
La globalización es sin duda una realidad, pero su forma actual no es una fatalidad. La reunión de los pueblos del mundo en una “aldea global”, prevista por algunos visionarios optimistas hace décadas15, no se ha realizado en absoluto. Otros en la misma época fueron más lúcidos, anunciando el advenimiento del “hombre unidimensional” o una “deshumanización” generalizada16. De todas maneras, la globalización, tal como se ha instaurado en el mundo, nadie pudo preverla con exactitud. Es una evolución sorprendente y fascinante, que parece también ineluctable. Pero no en su forma actual. Si creemos que la globalización es efectivamente el destino de la humanidad en la Tierra, hay que trabajar para otra situación mundial, en la cual no sean solo la información, los capitales, las armas, las drogas, la prostitución y las personas afortunadas aquello que circule en el planeta, considerando a este como un megamercado, sino que sea la humanidad misma la que comparta el planeta, con todos sus pueblos, y por cierto con los otros seres vivos y los ecosistemas, de manera inteligente y fraternal.
Por otra parte, no hay que extrañarse ni vale la pena declararse escandalizado por el hecho irrefutable de que la corrupción se ha instalado como parte esencial de la mayoría de los gobiernos del mundo, desacreditando totalmente a las élites gobernantes. Es una catástrofe moral que mina las bases de la política y de la vida social misma. No se habla mucho de eso, porque no se asume, pero yo afirmo que un hilo rojo recorre y unifica esta realidad desoladora, desde el delito de cuello y corbata (cohecho, colusión, conflictos de intereses en las cimas de los Estados), pasando por las estructuras mafiosas de traficantes de drogas, armas y cuerpos, la delincuencia omnipresente en los inmensos suburbios urbanos, hasta la incivilidad ordinaria de la cultura actual. No sirve de nada rasgar vestiduras; la corrupción es simplemente la consecuencia de la evolución del sistema socioeconómico y político que hemos permitido que se instale en el mundo, configurando sociedades de maltrato, injusticia, indignidad, indiferencia e incultura, donde el fetichismo del dinero es la nueva idolatría. Salvo gloriosas excepciones, las diferencias en ese plano entre unas y otras sociedades no son más que cuantitativas. Y ocurre que los pueblos están hartos de este show planetario de la inmoralidad; cada vez más, en diversos lugares del mundo, poderosos movimientos de masas protestan contra la corrupción17.
La vida de las ideas 18
Ahora bien, dar nacimiento a una nueva filosofía política… ¿no parece ello una empresa demasiado ambiciosa?
Es muy posible. Pero sabemos que las viejas recetas ya no dan más; recalentar platos cocinados hace siglos resulta muy poco apetitoso. Cuando las ideas ya no inspiran los movimientos sociales, cuando los ideales ya no alimentan la vida política, ¿qué queda? Intereses personales, tendencias primarias, ambición, pasiones y luchas por el poder, tal como Hobbes lo entendía y como genialmente lo retrató Shakespeare. Queda un mundo invivible donde el ser humano tiene cada vez menos importancia —como lo adelantó Kafka y como Aldous Huxley y Georges Orwell lo previeron—, los sistemas son cada vez más incomprensibles e insoportables, y una amenaza de totalitarismo suave y disimulado no está ausente de las evoluciones tecnológicas actuales. Y quedan los gustos de masas, las emociones colectivas primarias —miedo, odio, frustración—, que serán provechosamente utilizadas para gobernar privilegiando los intereses personales, con reflejos de proteccionismo corporativo, evolucionando hacia la constitución de las mencionadas castas que gobiernan protegiéndose a sí mismas. Ello facilita la tarea de demagogos de todo pelaje, que no tienen problemas para difundir la consigna “todos podridos”, para alimentar el resurgimiento cada vez más inquietante de ideas nacionalistas, retrógradas, intolerantes, incluso neofascistas, que se podría haber esperado que desaparecieran del planeta con el fin del triste siglo XX, así como la aparición de fenómenos de fanatismo religioso totalitario y guerrillas terroristas sedientas de sangre.
Las ideas viven, como las personas, y mueren. Más claramente aún que los seres humanos, se podría decir que las ideas pasan su tiempo en una lucha entre Eros y Tánatos. El principio de vida de las ideas tiende a potenciarlas y a elevarlas al estado vibrante, esperanzador y movilizador de ideales. El impulso de muerte de las ideas primero las rigidiza, convirtiéndolas en ideologías, sistemas cerrados y dogmáticos que remplazan al verdadero pensamiento. Luego las ideas mueren simplemente, sin que quienes creen en ellas se den cuenta, dejando un vacío que será llenado por otras cosas: emociones, obsesiones, odios, ritos de chivo expiatorio, violencia. Las culturas humanas son tal vez lo más rico y complejo que exista en el universo, al menos mientras no se conozcan otras, pero, si no se renuevan, tienden a devenir en subculturas, sistemas de vida empobrecidos espiritualmente, donde la distinción radical entre “los hundidos y los salvados”19 genera desconfianza, indiferencia y violencia permanente. Ello ocurre si no se cultivan sistemática, generosa y amorosamente la consciencia, la creatividad, la invención, la inteligencia y la sensibilidad del vivir en común, del compartir fraternalmente la humanidad, los conocimientos, los logros, el planeta, la vida y sus maravillas.
Y ello tiene que ver con el nacimiento de nuevas ideas.
Así, a la cuestión planteada más arriba, de saber si la tarea es demasiado ambiciosa, si el desafío es demasiado difícil —¡por supuesto que lo es!—, hay que decir que son muchas las cosas que deberán ser tomadas en cuenta en esta empresa, que en principio debería constituir un programa de investigación colectiva y ser la obra de vastos equipos universitarios interdisciplinarios, grupos constituyentes, iniciativas populares, talleres de reflexión trabajando durante años... En consecuencia, mi propósito no es más que el de lanzar ideas, reunir tendencias, suscitar debates o aclarar algunos enigmas. Por consiguiente, no pretendo haber inventado todas las ideas ni la mayoría que alimentan esta proposición. Por esa razón he incluido un máximo de citas y referencias para señalar las fuentes, cada vez que hago mías las ideas y razonamientos de otros (lo que puede incluso a veces parecer excesivo y hacer un poco pesada la lectura; también alguien podría perfectamente saltarse la lectura de las notas), pero tendrá utilidad para quien haga un uso universitario de esta contribución. La originalidad personal no tiene mucha importancia fuera del dominio del arte. Porque tenemos que avanzar; estamos obligados, es una cuestión capital, de vitalidad o decadencia de las sociedades. No tenemos muchas alternativas ni demasiado tiempo por delante.
Por otra parte, decir que lo que necesitamos es una renovación radical no significa en absoluto hacer tabula rasa o intentar borrar el pasado20, como si nada nos precediera. Olvidar la herencia intelectual de los siglos de humanismo sería una gran pérdida, e incluso más allá, de los milenios de sabidurías y espiritualidades generadoras de culturas y civilizaciones tanto en Oriente como en Occidente; dejar de lado todo ello sería un suicidio cultural. Tenemos las herramientas intelectuales, los materiales simbólicos y los recursos cognitivos para comprender cómo deberían construirse sociedades humanas dignas. En general lo que falta es claridad, voluntad y coraje. Aunque hay que desconfiar —actitud normal de cualquier investigador— de las soluciones fáciles, ya aplicadas aquí o allá, es necesario seguir la huella de la vida de las ideas para captar, comprender y sentir cuándo ellas viven aún en el estado de ideales, y cuándo se anquilosan en ideología, esquema y dogma, y luego cuándo mueren. Hay que desarrollar una especie de “sexto sentido” para percibir el momento en que están naciendo ideas nuevas, cuando con un leve temblor, pero sin ruido, con pasos de paloma, como decía Nietzsche21, se acercan a la consciencia, en medio de prácticas experimentales, de iniciativas y creaciones inesperadas, antes de ser lanzadas, apadrinadas, recuperadas por partidos, oficinas y poderes.
Y, como la tarea es inmensa y se necesitarán años de trabajo, propongo comenzar por formular algo de la manera más sintética y clara posible, en la forma de un manifiesto. No solo porque ello recuerda una venerable tradición contestataria tanto en política como en movimientos artísticos, sino porque el manifiesto es la forma en que más simplemente un conjunto de ideas podrán ser discutidas. Por otra parte, no hay nada más fácil que refutar que un manifiesto, por ello pienso que es la mejor manera de aportar una herramienta de debate.
Sobre el nombre “transocialismo”:
Propongo un nombre. Se puede pensar que el nombre no es importante, que parece un eslogan, o que a alguien tal vez le suena mal o que existen ya otros nombres (volveré sobre ello). Pero es importante decidirse a nombrar las cosas, aunque por cierto no sea lo fundamental; muchas cosas son lanzadas y desaparecen pronto, otras se arraigan, florecen, duran, cambian, se reproducen, evolucionan. Como los seres vivos. Solo el futuro tiene la palabra en estas materias.
Es difícil encontrar una expresión que, además de ser evocativa y expresiva, sea útil y sirva para situar e identificar claramente una corriente nueva de pensamiento, y es normal plantearse la cuestión de por qué haber elegido una fórmula nueva. Asimismo, la necesidad de conservar la palabra socialismo puede parecer para algunos discutible, y eso tanto por la deformación de las aventuras del llamado “socialismo real”, que ya mencionamos, como también por la impopularidad de muchos proyectos socialdemócratas que han desilusionado, derivando en liberalismo, como también se ha indicado. “El socialismo suena a algo del pasado”, se dirán tal vez algunos.
Como respuesta a esta última interrogante, debo decir que para crear una sociedad humana no me parece que haya una opción válida fuera de un pensamiento que pone la sociabilidad en el centro de su concepción, el convivir, compartir e intercambiar de manera justa entre las personas y los grupos. Algo que por cierto inspiraba tanto la definición de Aristóteles del hombre como zoon politikon, “animal político” o más bien “ser viviente social”, así como los múltiples proyectos y utopías de sociedad justa donde la humanidad pueda realizarse. Y eso es lo que llamamos, en principio, socialismo.
El individualismo de la modernidad ha cumplido su rol histórico: desde el habeas corpus, la protección de la persona, la libertad individual, hasta los derechos humanos, en sus diversas formulaciones, y deriva desde hace décadas en una forma de atomismo22 —las personas se conciben como seres esencialmente separados, teniendo cada cual intereses individuales y egoístas, la sociedad y las instituciones no son más que instrumentos para el logro de sus fines particulares— que lleva a la desintegración de la sociedad, que es el lugar propio de la libertad humana. La palabra socialismo significa que la naturaleza social del ser humano es tomada en serio y que no debemos continuar en un sistema de organización que va de la lucha de clases a la guerra de todos contra todos, pasando por la indiferencia, destruyendo la solidaridad y degradando al ser humano en una partícula elemental23 cuyo centro es la propiedad privada, su motor, el deseo de riqueza y su actividad, el trabajo productivo y el obsesivo consumo, sin que se sepa al final cuál de estas dimensiones es la más alienante.
El humanismo socialista no ha sido agotado ni por su deformación dictatorial en la era soviética ni por su dilución socialdemócrata-liberal, por la simple razón de que ninguna de estas opciones ha sido verdaderamente socialista. El sentido de ese término solo se ha podido entrever en raros momentos de la historia: al comienzo de ciertas revoluciones, como la Comuna de París, o en tentativas democráticas abortadas como el “socialismo con rostro humano” de Alexander Dubček en la Primavera de Praga o el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile; por cierto, ambos proyectos fueron aplastados por tanques y sus promesas, acalladas por ruido de botas.
El socialismo no es un régimen político definido ni un cierto modo de producción (organización socioeconómica). Concuerdo con el lúcido pensador francés André Gorz, en los términos en los cuales se expresaba en 1991:
Hay que entender el socialismo como el horizonte de sentido que hace surgir la exigencia de emancipación y de autonomía, no como un sistema económico-social diferente, sino, al contrario, como el proyecto práctico de reducir todo lo que hace de la sociedad un sistema, una mega-máquina, y de desarrollar al mismo tiempo las formas de sociabilidad auto-organizadas en las cuales se puede realizar el libre desarrollo de los individuos24.
En cuanto a la palabra comunismo, aunque expresa más o menos lo mismo, incluyendo las bellas expresiones de común y comunidad, está más específicamente identificada con la ausencia de propiedad privada y —problema mayor— asimilada indisociablemente a los partidos comunistas históricos del mundo, responsables en gran medida de la degradación dictatorial del proyecto socialista y cómplices durante tanto tiempo del totalitarismo estalinista, con el cual tomaron cierta distancia muy lenta y tardíamente. Aunque muchos partidos comunistas han evolucionado en sus ideas, abriéndose a reivindicaciones diversas en cuestiones de sociedad y costumbres, y acercándose, a veces con brío, a inquietudes ambientalistas y culturales, los hábitos tanto ideológicos como de militancia y de disciplina hacen que el comunismo continúe pareciendo indigesto en casi todo el planeta.
Lo que quisiéramos es una renovación del socialismo, una revitalización de sus inspiraciones. Pero la expresión “neosocialismo” no parece tampoco utilizable debido a que, si tuviera respecto al socialismo la misma relación que el “neoliberalismo” tiene respecto al liberalismo clásico, más que en una evolución, ello haría pensar en una degeneración perversa, en esa versión hipertrofiada y enferma que yo llamo también “liberalismo real”.
Por otra parte, las ideas de este manifiesto son claramente ecologistas. ¿Por qué no conservar simplemente el apelativo “ecologismo”? La razón es que los movimientos ecologistas y los partidos verdes, desde su nacimiento, han sido fuertemente minoritarios y no han conseguido convencer a las mayorías de electores ni a las élites gobernantes. Parte de ello es comprensible debido a la novedad de lo que planteaban, pero desde hace décadas la conciencia mundial acerca de la urgencia de las crisis medioambientales no ha cesado de crecer; la ecología está en todos los discursos, grandes conferencias mundiales han sido organizadas. Y, paradójicamente, los partidos ecologistas han permanecido casi al mismo nivel, con altibajos. A veces, en Europa, han integrado coaliciones de gobierno con las tendencias socialdemócratas, defendiendo políticas sin duda de buen sentido, logrando algunas cosas positivas, pero, como dijimos más arriba, absorbidos por el poder socialdemócrata (en vías de neoliberalización), se han conformado con medidas ínfimas y se han forzado a creer en el supuesto “capitalismo verde”25 y el desarrollo sustentable26, para no perder sus participaciones ventajosas en dichas coaliciones, y todo esto al mismo tiempo en que se desgastaban en luchas y divisiones internas en las cuales son unos verdaderos especialistas. De más está decir que todo ello ha minado, cuando no aniquilado, su credibilidad.
Es más, un segmento importante de los movimientos ecologistas nunca ha tomado en cuenta seriamente la relación íntima entre la destrucción del medio ambiente y el capitalismo, sin percibir la incompatibilidad de este sistema mundializado (basado en el crecimiento económico sin límites y el enriquecimiento sin frenos) con la preservación del ecosistema global de la biósfera terrestre, insistiendo en proclamarse cómodamente “ni de izquierda ni de derecha”. Esto, aunque suene bien para algunos, anula gran parte de su sentido político, y suena a una oportunista manera de reservase para optar a puestos de ministro del Medioambiente cualquiera que sea la coalición ganadora.
Sin embargo, hay un movimiento que ha intentado hacerlo, reivindicando con cierta lógica el apelativo “ecosocialismo”, forjado desde los años ochenta, e inspirado por el aporte de personalidades de gran valor, como André Gorz y René Dumont en Francia, Rudolf Bahro27 en Alemania. La expresión fue inventada por el pensador estadounidense Joel Kovel y el investigador brasileño-francés Michael Löwy, que produjeron incluso un Manifiesto ecosocialista en el año 200128. Este movimiento, muy ligado a ciertas tendencias del altermundialismo de la misma época, intentaba pertinentemente un acercamiento de la crítica a la economía capitalista propia al izquierdismo marxista tradicional y de las exigencias de la ecología política naciente.
Mis proposiciones están cerca de las de ese movimiento, que considero con gran interés. Ciertas razones me llevan sin embargo a elegir otro nombre. La más importante es que el movimiento “ecosocialista” a mi juicio permanece demasiado deudor de la esfera ideológica marxista; una de su finalidades más evidentes es agregar el tema ecológico al socialismo tradicional, compensando lo que ellos mismos aceptan como una limitación del pensamiento de Marx: el hecho de que haya hablado muy poco de ecología (en realidad la temática está casi totalmente ausente en la obra de Marx), como si al socialismo tradicional de inspiración marxista le faltara únicamente la ecología para ser una doctrina completa, un poco como se dice de un dispositivo muy eficaz, que “solo le falta hablar”. Yo no creo en absoluto que sea el caso; creo que le faltan muchos elementos fundamentales y que el socialismo debe reinventarse. Esa proximidad estrecha e incluso dependencia del socialismo marxista es un lastre para muchos movimientos, con su omnipresente interpretación de todo bajo el prisma de la lucha de clases. No solo porque ello crea “anticuerpos” en muchas personas, sino por razones de pensamiento político: la configuración de las sociedades en clases sociales —si bien las desigualdades persisten— es muy difícil clasificarlas actualmente en explotadores y explotados, y el lenguaje que separa a la burguesía del proletariado resulta arcaico, sin mencionar la casi desaparición de la clase obrera en muchos países29, lo que es una severa limitación de perspectiva. Como todo reduccionismo, el marxismo se priva de la comprensión de variadas esferas de la vida humana y de la sociedad, y, si bien permanece como uno de los conjuntos de ideas más significativos de la historia de la economía política moderna, claramente no es un buen punto de partida para una nueva filosofía política.
En general, la idea de reunir dos términos importantes para producir una expresión compuesta presenta un defecto adicional, que es el de considerar que habría solo dos aspectos fundamentales. Así, según la sensibilidad o la inspiración podríamos encontrar, al lado del ecosocialismo, formulaciones como “ecofeminismo”30, por cierto muy pertinente, “anarco-ecologismo”, “ecología social”31, “bio-regionalismo”, “ciberfeminismo”, “eco-pacifismo”, “transhumanismo social”, “multiculturalismo liberal”, “cristianismo libertario”, “comunismo amerindio”, etc. (nada de esto es inventado). Una “solución” que tendría tal vez el mérito de la exactitud, consistiría en reunir no dos términos sino varios, todos importantes. Se llegaría así a expresiones compuestas como “eco-democracia-socio-feminista-colaborativo-libertaria”, o alguna otra fórmula de este tipo, lo que evidentemente no es utilizable en ningún tipo de comunicación.