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Libertad social
Una idea posterior, tendiente a superar el aspecto abstracto y procedural y los problemas que ello suscita, es la que se puede llamar “libertad social”. Si seguimos el pensamiento de Hegel, aunque el filósofo de Jena no utiliza esta expresión, la idea se encuentra en germen en las Lecciones sobre la filosofía del derecho56. Hegel critica la libertad como autonomía y la visión procedural del kantismo e intenta pensar la libertad en el contexto de sociedades concretas históricamente determinadas. Es lo que en su lenguaje se llama la búsqueda de la dimensión objetiva. Es en esta obra que Hegel forma el concepto de “eticidad”57 (aunque la traducción es problemática) para nombrar la práctica de la libertad en sociedades concretas, históricas, aquella de un individuo contextualizado, “en situación”, dirán los filósofos posteriores, como Sartre. Pero la principal utilidad de este concepto es que no se puede pensar sin la interacción con los otros y con las instituciones de la sociedad. Por ello se habla de “libertad social”; aunque inspirado por Hegel, este concepto ha sido desarrollado por un pensador contemporáneo importante, Axel Honneth58, en un libro masivo y profundo, para nombrar una libertad que no se concibe sin la participación de los demás, que incluye como un elemento constitutivo el hecho de ser ejercida en común, de ser construida con otros, sin los cuales ella no puede simplemente existir59. Según el pensador de Frankfurt, inspirado en Hegel, tanto la libertad negativa de los liberales como la libertad reflexiva, de Rousseau y Kant, no hacen más que pensar la libertad del individuo como si este permaneciera aislado en su propia vida moral, como un puro intelectual, que no tuviera relación más que con ideas, y no con contextos sociales, lo que favorece el individualismo y la atomización de las sociedades contemporáneas. Más importante aún, estas dos versiones, en el fondo, lo que hacen es establecer una posibilidad de la libertad y no la efectividad de ella. En efecto, si la libertad negativa es respetada, nada asegura que yo haré efectivamente aquello que me he fijado, solo que no estoy impedido por obstáculos exteriores; la libertad reflexiva, por su parte, en nada asegura que efectivamente yo me daré mis propias leyes y normas (auto-nomía), solo que soy capaz de hacerlo. La búsqueda, tanto en Hegel como en Honneth, es la de una libertad efectiva, la de un uso actual y real de la libertad como acción, y ello no puede hacerse más que en un tipo concreto de sociedad o de interacciones con los demás (el autor habla de instituciones).
Este concepto, que continuaremos desarrollando en el capítulo sobre la democracia —puesto que constituye verdaderamente un concepto de libertad política concreta, sobre el cual podemos fundar una idea de la democracia que vaya en el sentido de la realización de la libertad de las personas—, constituye un aporte en la comprensión de lo que implica la acción común o la intersubjetividad. Porque en este nivel no somos libres más que al interior de relaciones de reconocimiento recíproco. La presencia de los demás es constitutiva de esa libertad. La efectividad de la libertad implica que la realidad, el contexto (la institución o la organización) social debe estar construido de manera que cada individuo entienda la realización de la libertad de los otros como condición sine qua non del ejercicio colectivo de su propia libertad. Es necesario que los otros concurran a la realización de una obra común para que podamos hablar de libertad social efectiva, que mis fines se vean confirmados por los fines de otros, en un reconocimiento recíproco del aporte de cada uno. El ejemplo que el autor saca de Hegel es el amor, el cual sin reciprocidad no se puede realizar de manera efectiva, aunque tal vez la amistad sería un ejemplo más preciso. Honneth cita una frase de Hegel, “estar consigo mismo en los otros” o “ser sí mismo en el otro”60.
Ciertamente lo que nos interesa aquí es el aspecto propiamente social de esta libertad efectiva, es decir, allí donde no solo dos personas están implicadas, lo que puede ocurrir en el amor o la amistad, sino en aquellas relaciones en las cuales grupos, colectivos, organizaciones dan lugar a iniciativas, acciones que no podrían existir sin que cada cual se experimente como enriquecido por el aporte de otros y que su aporte sea reconocido por los demás.
Para concebir una sociedad como libre, puesto que ese es nuestro desafío, creo que nuestro esfuerzo filosófico, que por supuesto nunca es enteramente exitoso, debe ir hacia una integración de los diferentes conceptos de libertad. Porque de alguna manera todos tienen su importancia. La libertad de los antiguos, la participación en los asuntos comunes de la polis, es fundamental; sin ella no hay política o, más precisamente, no hay democracia. Pero la libertad de los modernos, aquella que nos permite salvaguardar una esfera privada, tanto para vivir de acuerdo con nuestros valores como para emprender, es igualmente importante. La libertad positiva, si ella implica el cuestionamiento y la participación en el poder político, resulta tan fundamental como la libertad negativa, si por ella se entiende la ausencia de obstáculos externos a nuestros propósitos. Pero sin una libertad reflexiva, sin la madurez de edad61 que implica la autonomía, es evidente que ninguna de las anteriores puede ser cabalmente ejercida. Finalmente, sin la libertad social, todo el edificio de la cultura humana se ve truncado y restringido a la concepción del solo individuo, lo que impide enteramente vislumbrar el vínculo esencial entre la libertad y la política, que es el lugar central de su realización.
Defender y profundizar la libertad puede constituir la tarea misma de la existencia humana. Y por lo pronto, en la sociedad, el ejercicio de la libertad debe ser la acción eficaz misma de los ciudadanos conjuntamente en la transformación, construcción y mantención del tipo de sociedad en la cual han decidido vivir. Para volver a nuestra primera formulación, “La acción que cambia algo del mundo” es la que puede suscitar el deseo de participar… y el deseo mismo, que es el motor de la vida humana; toda otra forma se agota en la frustración o cae en el desencanto y conduce ya sea a la indiferencia o bien a los extremos. Este cambiar algo del mundo debe poder ser el combustible que pone en marcha las diferentes comprensiones de la libertad para que puedan ser efectivas y no meras posibilidades.
La objeción determinista a la libertad
Por ello, nos permitimos aquí, antes de pasar al siguiente capítulo, un paréntesis sobre una forma de objeción común a la idea de la libertad que puede ilustrar nuestro propio concepto. Se ha querido muchas veces refutar la libertad con diversos conceptos ligados a la predestinación divina (no nos ocuparemos de ello aquí) o a su versión laica, el determinismo, ya sea este físico, histórico, social o pulsional. Aunque estas teorías han aportado mucho al conocimiento, en general se utilizan como sofismas destinados a alejar la atención del tema de la libertad.
Ocurre que tenemos la costumbre de interpretar todo lo que acaece en el universo físico como inserto en una cadena de causas y efectos. Esto nos viene de la manera galileo-newtoniana de hacer ciencia y de ver el mundo como un conjunto más o menos determinista de causalidades que se entrelazan62. Si interpretáramos —y, por cierto, muchos lo hacen— nuestras acciones de la misma manera, tendríamos que concluir que ellas son efecto de las causas que las preceden, aunque estas causas no sean físicas sino psicológicas, como lo ven a menudo los científicos: “El papel que cumplen las fuerzas de la naturaleza como causa del movimiento, tiene su contrapartida dentro de la esfera mental, en la motivación como causa de la conducta”63.
Esta interpretación bien poco sutil de la acción humana no toma en cuenta que, determinismo o no, las causas y los efectos constituyen cadenas múltiples de causalidad, y no una única concatenación universal. Un fenómeno físico como lluvias torrenciales en las costas de América Latina forma parte de una cadena de causalidades: humedad, temperatura, vientos, corrientes marinas intervienen en una secuencia compleja cuyas causalidades se pueden comprender a grandes rasgos. Si en la misma época un artista vienés realiza un trabajo de estética neobarroca y su exposición da lugar a toda una escuela de arte, críticos, historiadores, profesores, curadores, intervienen en una cadena de hechos en los cuales algunos son causa de otros. En otro lugar del mundo, un gobierno fragilizado por una revuelta contrata mercenarios para eliminar a rebeldes, que a su vez se asocian a grupos de un país vecino, y ello da lugar a varias masacres. Las consecuencias y ramificaciones causales de estos tres acontecimientos duran décadas. Pero es absolutamente indemostrable que ellos estén ligados en una supuesta concatenación universal, que es una idea metafísica bastante inútil en ciencias humanas. De la misma manera, al menos en los eventos en los cuales intervienen seres humanos, es imposible demostrar que todo ocurrió como habría sido posible preverlo y que cada elemento o personaje obedeció a una causalidad oculta. En realidad, cuando actúan seres humanos, en todo momento hay algo que es efecto de alguna causa, y también otras cosas que no lo son. Llamamos acción humana a un acto o movimiento intencional de un ser consciente, que, aun siendo parte de una cadena de causas y efectos, es, a su vez, causa inicial de otra cadena de causalidades, por más pequeña o insignificante que esta pueda ser.
Esto es lo que significa cambiar algo del mundo. Podemos llamar entonces acción libre a aquella que no es enteramente efecto al interior de una cadena de causalidad, sino que también es el inicio de una nueva cadena. El elemento libre en la acción humana es la parte imprevisible; así como el azar o el caos en los acontecimientos físicos, la invención, la creatividad, la imaginación e incluso un toque de excentricidad o de locura aportan a la acción humana una dimensión de libertad, que consiste en situarse en el comienzo imprevisible de una nueva cadena de causas y efectos. Por cierto, ello puede ser ínfimo o puede ser más importante. Depende de nosotros. La libertad se cultiva; también se puede dejar que se marchite. Si nuestras vidas se limitan a la ejecución de tareas, roles, funciones e incluso vidas sentimentales, relaciones, situaciones todas que de alguna manera están previstas —no diré “modelizadas”, pero se trata de algo de ese estilo—, ello implica que no nos situamos al inicio, sino en la simple continuidad de cadenas de causas y efectos que nos preceden; es evidente entonces que nuestras vidas, aunque sigamos considerándolas como valiosas, tienen muy poco que ver con la libertad.
Esta explicación un poco técnica, breve incursión en una filosofía de la libertad que por cierto ultrapasa la esfera estrictamente política, tiene para mí la utilidad de dar un contenido concreto a esta noción fundamental pero en general vaga. Ello nos ayudará a comprender por qué la política es el lugar de la libertad efectiva… o de su alienación. La acción humana libre es aquella que se inscribe en un campo de significaciones humanas, cambiando algo del mundo real, de una manera que no estaba ni prevista por la causalidad física ni determinada por costumbres, roles o funciones que la sociedad impone. Esta calidad de comenzar, de estar en el principio (arché, en griego), como lo hace ver de manera brillante Arendt64, aunque se trate de algo muy modesto e ínfimo debe ser posible en un mundo humano libre y debe tener su lugar en la sociedad, en la estructura política y jurídica. Si nos limitamos a reproducir comportamientos, incluso virtuosos, incluso morales, no estamos ejerciendo la libertad; no actuamos, sino que efectuamos; nos hacemos eco, en tanto efecto, de causas anteriores. Mientras tanto, legisladores, gobernantes, “expertos”, directores y asesores, líderes o jefes dan forma al mundo en el cual nosotros ejecutamos nuestras tareas. La política debe ser una búsqueda de mayor libertad, de efectiva libertad. Y ello pasa por una idea precisa de qué es la libertad política y una voluntad de profundización y de realización de esta.
La libertad es, por otra parte, aquella que tradicionalmente se ha concebido como ideal en las sociedades modernas, esto es, la posibilidad de elegir su modo de vida, su pensamiento, su moral. Y de expresarla, de comunicarla a los demás. Uno de los pensadores liberales más profundos, John Stuart Mill, consideraba que la libre expresión (Mill hablaba de “libertad de pensamiento y discusión” ) y su aplicación más obvia, la libertad de la prensa, debe ser preservada sin fallas. Primero que nada, porque no somos infalibles; podemos estar seguros de la falsedad de una afirmación y equivocarnos. Así, tanto las opiniones verdaderas como las falsas tienen derecho a ser expresadas y publicadas. Las verdaderas porque si no lo fuera nos privamos, dice Mill, de una parte de la verdad, y las falsas, porque sin ellas perdemos la chance de reforzar la verdad al refutarlas65.
Mill concebía la sociedad humana liberal como un campo abierto de opciones de vida lo más variadas posibles para el individuo. La sociedad, para llamarse libre, debería brindar al individuo la posibilidad efectiva de realizar un máximo de experiencias, incluso “excéntricas”, según su propia expresión, sin ser encuadrado por normas convencionales o reprimido por leyes restrictivas que imponen un contexto moral66, con el único límite de aquellas que dañan efectivamente a los demás. Estamos sin duda muy lejos de este tipo de libertad, que parece insoportable para las sociedades actuales. Muchos pretenden poseer la verdad respecto a cómo debería vivirse la vida, cómo amarse, reproducirse, cómo organizar las familias, la sexualidad, los gustos, el trabajo, el vestir y el alimentarse y las apariencias físicas, sin darse cuenta de que esa seguridad no es compatible más que con sociedades totalitarias. Eso implica que incluso la libertad negativa —que, como hemos mostrado, es la forma más básica e incompleta de la libertad— no está tampoco realizada en nuestras sociedades, que en el fondo temen la libertad y desarrollan estrategias que les dan seguridad, como lo mostró en su tiempo Erich Fromm67.
Sin embargo, la evolución de las mentalidades es una realidad cada vez más fuerte: cada vez son más numerosas las sociedades que aceptan la unión civil o incluso el matrimonio fuera del contexto heterosexual y que reconocen la existencia de géneros diversos, formas de amor y de sexualidad no convencionales. De la misma manera, la alimentación, la educación, los estilos de vestir y de hablar, los gustos, las formas de arte y lenguajes nuevos intentan abrirse camino en múltiples contextos. Un tipo nuevo de conflictos valóricos, ya vislumbrados por Max Weber, que hablaba de “guerra de los dioses”, tiene lugar en diversas sociedades, suscitando debates que unas décadas antes habrían parecido imposibles y que se traducen a veces en legislaciones que consagran derechos nuevos, conquistas de espacios de vida y formas de realización de la humanidad que eran antes rechazados sin matiz ni comprensión.
Nombrar bien las cosas: libertad integral
Concebir que el centro de la construcción de las sociedades debe, una vez más, ser ocupado por la libertad, una libertad real, actuante, amplísima y sin prejuicios sobre las maneras de vivir, ejercer y realizar la humanidad, constituye el fondo verdaderamente revolucionario de una nueva filosofía política. Podemos decir que la libertad es el fondo de la cultura humana, en el sentido de lo que debe cultivarse en prioridad; y ello considerando que la libertad no debe ser restringida por un concepto limitante, que se trate de la libertad de los antiguos como la de los modernos, de la negativa o positiva, de la libertad reflexiva, la autonomía del sujeto racional, como de la libertad cualitativa o social, que resulta de la colaboración de los individuos entre ellos en la construcción sus vidas en el seno de instituciones justas que se trata —la política consiste en ello— de crear y hacer vivir. La política no tiene otro sentido fundamental. Ni otro principio; no vale la pena buscar, como se hizo en la Revolución francesa, tres principios, libertad, igualdad y fraternidad, porque de ellos se sigue un sinnúmero de dificultades debido a la asimetría de cada miembro de la tríada. La igualdad y la fraternidad las reencontraremos bajo otras nominaciones. Citemos una vez más a Arendt: “La libertad es en rigor la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política. Sin ella, la vida política como tal no tendría sentido. La raison d’être de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción”68
Nombrar bien las cosas es uno de nuestros objetivos. Albert Camus dijo una vez: “Nombrar mal las cosas es aumentar la desgracia del mundo”69. Una de las tareas de la filosofía es nombrar las cosas, evitando eufemismos y transacciones acomodaticias, o, peor aún, evitando participar a la mentira. Intentaremos hacerlo.
Pero cómo encontrar otra palabra que la libertad; incluso buscarle un apellido es difícil. Ya hemos nombrado (invención de Hegel y Honneth) la libertad social, aunque también podría llamarse libertad interactuante, ya que, presuponiendo todas las formas anteriores de la libertad, solo se constituye en la acción conjunta de individuos que se asocian reconociéndose mutuamente indispensables. También podríamos llamarla libertad integral, puesto que no se trata de uno de sus aspectos o momentos parciales, sino de su ejercicio pleno. Esta expresión tiene una ventaja suplementaria: si en una sociedad futura viniera a la cabeza de alguien alguna forma de “integrismo”, solo el integrismo de la libertad sería aceptable, y por supuesto incompatible con e irreductible a cualquier proyecto de tiranía o dominación.
II Ecología
Una nueva sociedad en armonía con el ecosistema de lo viviente
La responsabilidad, corolario de la libertad
Por razones históricas que tienen que ver con la situación actual de la vida de las ideas, podríamos perfectamente haber situado la ecología en primer lugar de nuestro manifiesto: parece indispensable poner el acento en ese aspecto de las nuevas sociedades, porque, a pesar de los grandes avances actuales, se ha desarrollado una conciencia muy insuficiente en relación con lo que se necesitaría para evitar grandes crisis e incluso catástrofes futuras. Comenzar por la libertad, sin embargo, nos ha parecido necesario no solo para distinguir nuestra proposición de las teorías de la ecología política tradicional, sino también porque una filosofía política es antes que nada una filosofía de los seres humanos organizados en sociedades. La ecología, si bien es el centro de toda comprensión de la vida, pura y simplemente, no lo es específicamente de la vida social organizada de los humanos, que es el propósito de la filosofía política. Es verdad que la vida política del ser humano es parte de la vida y parte activa de la biósfera, por lo que ontológicamente hablando la ecología es el problema principal de la vida humana, pero, políticamente hablando, lo es la libertad.
Con la ecología, en realidad, no abandonamos el tema de la libertad, pues, si hay dos dimensiones que siempre debemos intentar pensar juntas, son aquellas de la libertad y la responsabilidad. El ejercicio extendido de una libertad efectiva debe absolutamente ser acompañado de una nueva concepción, igualmente extendida, de la responsabilidad. Esta se caracteriza por la capacidad de responder por las consecuencias de nuestras acciones. Por cierto, si nuestra acción tiende a ser transformadora, en el sentido que hemos especificado antes, de estar al inicio de una cadena de causalidades; si nuestra vida y la sociedad pueden ser más libres, tenemos que pensar, definir y visualizar lo más claramente posible las consecuencias que nuestra manera de vivir y nuestras acciones y tendrán para el futuro, tanto inmediato como lejano, de la humanidad y la vida terrestre. Y ese es ya el comienzo del pensamiento ecológico. La responsabilidad es como el espesor de la libertad70.
La ecología hoy en día está en todos los discursos, en todos los programas. Todo el mundo sabe que las cuestiones medioambientales, climáticas, energéticas y de la biodiversidad son fundamentales, y que lo que se juega allí es de consecuencias inmensas para la política, la economía, la salud y en general el devenir de las sociedades humanas. Muchos se esfuerzan en crear conciencia de la crisis profunda del ecosistema global, contaminación y degradación de los suelos, acidificación y contaminación de los océanos, polución de la atmosfera con gases tóxicos, efecto de invernadero y calentamiento global, desregulación climática, caída espectacular de la biodiversidad con la desaparición masiva tanto de especies como del número de individuos en las especies, a tal punto que se habla de la “sexta gran extinción masiva”71. Así, la ecología como desafío político se vuelve omnipresente, inspirando cantidad de movimientos militantes: antinucleares, por el decrecimiento y por la protección de especies amenazadas, contra la contaminación en sus variados aspectos, de oposición a la realización de obras monumentales destructoras de ecosistemas y paisajes, así como por otras tantas causas, y tiende a imponerse en las grandes conferencias internacionales como un tema obligado.
Aunque se piensa menos en ello, la ecología también es un problema filosófico y ético, y de los más importantes. La filosofía permite pensar la naturaleza, el mundo, el ser humano, la técnica, la sociedad, solo que hoy en día está obligada a repensar enteramente las relaciones entre esos términos, a la luz de los conocimientos a propósito de la crisis ecológica planetaria. Abordar la cuestión filosófica de la ecología, sus fundamentos y principios, sus teorías y problemas, es un desafío intelectual necesario y una aventura apasionante para el habitante del futuro.
Cuando definíamos la libertad como la facultad de cambiar algo del mundo, lo primero que debemos transformar es nada menos que nosotros mismos, nuestro ser en tanto ser-en-el-mundo; o, al menos, podemos desarrollar la voluntad, la decisión de encaminarse, de tomar la dirección de esta transformación. La ecología es algo que compete a la civilización humana y no a uno que otro programa político. Y los seres humanos tienen una manera propia de habitar, de situarse y de comportarse en un hábitat, morada, oïkos (casa), en griego antiguo, lo que da origen tanto a la palabra ecología, como a economía, por lo cual no deberían estar nunca contrapuestas, como se hace, absurda pero habitualmente, en las sociedades actuales.
Cuando decimos que la sociedad no debe plantearse como opuesta a la naturaleza ni entender esta última como objeto de dominación, de la misma manera que los humanos no deben ser objeto de dominación de otros humanos, ello implica oponerse a algo que está muy enraizado en la modernidad occidental, en nuestra manera de ser, y para ello hay que desarrollar una firme voluntad y poner en juego grandes energías.
¿Dominadores de la naturaleza? El modelo antropocéntrico
Descartes lo expresó de manera elocuente: si la ciencia, tal como él se proponía fundarla racionalmente, tuviera éxito en su tarea de dar un conocimiento cierto del mundo, sus aplicaciones podrían ser no solo teóricas, perdiéndose en la “filosofía especulativa”, sino también prácticas; así, nosotros los seres humanos podríamos entonces constituirnos “como dominadores y poseedores de la naturaleza”72. Aún más expresivo, Francis Bacon, importante pensador de la ciencia, decía que a la naturaleza había que “forzarla y arrancarle sus secretos”73.
El hombre en este modelo está claramente separado y opuesto a la naturaleza y se trata de triunfar sobre ella; la relación hombre-mundo se interpreta desde la dualidad sujeto-objeto. Ello parece estar al centro de la modernidad, lo que se expresa a veces con una imagen: el “impulso prometeico”, es decir, según el uso metafórico del mito griego, en el cual el titán Prometeo roba el fuego a los dioses del Olimpo para dárselo a los hombres en compensación por la mortalidad, un castigo excesivo infligido por Zeus. Este fuego se interpreta como la potencia industriosa y creadora de la inteligencia humana, que puede doblegar a las potencias naturales para que estas se plieguen a sus designios. En otras palabras, la técnica. Incluso Karl Marx conservó intacto este principio de la modernidad, que se puede definir a grandes rasgos como antropocentrismo o metafísica centrada en el hombre (genérico, universal) como ser separado de la naturaleza cuya vocación es dominarla.