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Investigadores importantes lo han atribuido incluso a un acontecimiento en la historia de las ideas muy anterior a la modernidad cartesiana: la difusión y generalización del cristianismo en la Antigüedad. Esta idea fue lanzada por Lynn White en un artículo de gran repercusión. En efecto, en las culturas antiguas, tanto del Egipto como Mesopotamia o Grecia, una interpretación cósmica precede al conocimiento del hombre; este es interpretado como inserto en un orden que lo transciende (kosmos, en griego, significa ‘orden’), una armonía superior que religaba los astros, los dioses, la tierra, las sociedades y los hombres. La sabiduría consiste en conocer esta armonia mundi y actuar según ella. En las culturas que los primeros cristianos llamaron “paganas” —pero ello persistió hasta avanzada la edad media—, cantidades de divinidades, espíritus, genios protectores, demonios y fuerzas invisibles pueblan todas las cosas, los animales, los bosques, la montaña, el río, los mares, las nubes, la tempestad y la tierra fértil. El mundo está lleno de lo sagrado y todo uso de ello, de alguna manera, implicaba una profanación y requería gestos, ritos, palabras, ofrendas, intercambios simbólicos, purificaciones y todo tipo de precauciones.
El cristianismo, precedido en ello por el judaísmo, luchó encarnizadamente por despojar el mundo de todos estos espíritus. Solo hay un Dios, el resto es idolatría. El hombre (el Adam), creado “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1:26), viene al final, como culminación de la creación, y le es dada la dominación sobre el resto de las creaturas, que fueron puestas allí para beneficio del hombre, así como la tarea de nombrarlas (en el lenguaje de la Biblia, como de los mitos arcaicos, nombrar es ejercer un poder), aunque también la de cuidarlas. “Sean fecundos, multiplíquense, pueblen la Tierra y sométanla”74 (Génesis 1; 28) es una frase de vastas consecuencias para todo el mundo monoteísta, que se construirá de esta manera como en torno a un encarnizado antropocentrismo. Así, puede decir Lynn White, “la victoria del cristianismo sobre el paganismo fue la más grande revolución psicológica de la historia de nuestra cultura”75. Desde entonces, la ruta estaba abierta para interpretar el resto del mundo, vaciado de todos los espíritus o entidades mágicas, como una inmensa reserva de medios al servicio del hombre, que, si bien tiene la responsabilidad de hacer buen uso, no debe reconocer nada sagrado en el mundo, bajo la amenaza de recaer en la idolatría. “Destruyendo el animismo pagano, el cristianismo permitió la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia hacia la sensibilidad de los objetos naturales”76. Aunque el camino fue largo, debía conducir, con los siglos, a la idea de la materia prima, inerte, lo disponible, lo “a la mano”, dirá Heidegger, quien deduce de esta nueva situación una verdadera ontología de la modernidad77.
El cristianismo abre así la vía a las diversas revoluciones industriales, comenzando por la técnica propia en la Edad Media, la técnica y el maquinismo de la modernidad, luego a la “revolución industrial” del siglo XIX, y finalmente a la civilización tecnológica que conocemos en la actualidad78. Por cierto, otras dos interpretaciones de la fuente bíblica y la tradición intelectual occidental que White no menciona pueden ser citadas, en las cuales el hombre no es precisamente el amo de la naturaleza, sino que se sitúa en la posición ya sea de la intendencia o bien de la cooperación con la creación. Esta discusión ha sido llevada por John Passmore, para quien, en la primera de estas actitudes, el ser humano solo es el intendente de la naturaleza, Dios ha dado la tierra a los humanos para que ocupen de ella como un jardinero se ocupa de su jardín, con cuidado y dedicación. Según la segunda, más presente en el estoicismo, la creación es un proceso inacabado, y el hombre tiene por misión de continuarla y mejorarla permaneciendo fiel al proyecto divino79. No iremos más lejos en cuestiones de historia de las ideas religiosas, pero importa tener presente el lazo íntimo de las convicciones y sistemas simbólicos de las sociedades humanas con lo que estas hacen con la naturaleza80 y, por cierto, con el ser humano mismo, que es parte de la naturaleza, aunque no siempre lo reconozca. Ciertamente, estas tendencias minoritarias no aseguran tampoco enteramente una ética del medio ambiente, porque los humanos, aun considerándose intendentes o cooperadores de la creación, aun teniendo cuidado de no destruir, podrían perfectamente no dejar nada intacto y “antropizar” —según la expresión de Richard Routley— todo lo que esté a su alcance, lo que es incompatible con una verdadera ética ecológica. Este pensador se refiere al “chovinismo humano”81 , esa tendencia a pensar al ser humano como único destinatario de la consideración y respeto morales (volveremos sobre ello).
Filosofías de la naturaleza
La temática de la ecología es bastante nueva en la historia del pensamiento; no aparece en el pensamiento clásico europeo, salvo excepciones, ni en la filosofía política ni en la ética, aunque hay precedentes en la filosofía de la naturaleza en casi todas las épocas, siendo el más notable la filosofía (ética y ontología) monista de Baruch Spinoza. Contra los dualismos de toda una tradición metafísica desde Platón a Descartes (espíritu/materia, alma/cuerpo, pensamiento/extensión, Dios/mundo, sujeto/objeto, etc.), el filósofo de Ámsterdam establece claramente que no hay diferencia de substancia entre el hombre y la naturaleza, pues en realidad no existe más que ella, el hombre “no es un imperio dentro de un imperio”; Dios mismo o la substancia infinita no es otra cosa que la naturaleza (Deus sive Natura82), con sus leyes, su causalidad, su necesidad a la cual nada escapa.
Otras premisas se encuentran principalmente en el romanticismo de fines del siglo XVIII, que de alguna manera tiene su impulso inaugural en Rousseau y en Goethe y que se encuentra en la filosofía de la naturaleza alemana, que intenta presentarse como una alternativa al racionalismo de la filosofía de la Ilustración y principalmente de Kant, con pensadores como Herder, Fichte y Schelling83 . Por su parte, los poetas románticos ingleses, como Wordsworth, Carlyle y William Blake, constituyen una fuente aparte. El romanticismo en general es una rebelión de la sensibilidad artística contra el racionalismo científico-técnico de la modernidad y lo que se percibía ya como una degradación de la vida espiritual por el materialismo, el mecanicismo y la mentalidad utilitarista e individualista en la naciente sociedad industrial.
No obstante, hay que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para asistir al surgimiento de la palabra ecología, en la pluma de Ernst Haeckel, un biólogo evolucionista continuador de Darwin84, viniendo a significar la ciencia de las relaciones entre los organismos y lo que les es exterior. La idea misma de interacciones entre las especies y el medio vital está implícita en la obra de Darwin, en la cual se opera el gesto de descentramiento del hombre y el desmentido más fuerte al antropocentrismo de las religiones y de la metafísica moderna. El autor de El origen de las especies establece, en un lenguaje estrictamente científico, que el hombre pertenece al reino de la naturaleza, que se trata de un mamífero que ha evolucionado como todas las especies animales, y, si bien algunos rasgos evolutivos le son específicos, está estrechamente emparentado a los grandes simios85. La ecología como ciencia continuó desde entonces su camino con múltiples desarrollos hacia fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, dando lugar a variados sistemas teóricos, teorías organicistas, con la idea de “clímax”86, y a una invención sucesiva de conceptos importantes como “holismo”87, “ecosistema”88, la interpretación trófica o energética89, hasta lo que podría decirse un equivalente del “modelo estándar” en física, que se conoce como la síntesis odumiana90, introduciendo los métodos cibernéticos en el estudio de los ecosistemas. Aunque estos desarrollos no tuvieron más que escasas repercusiones en las ideas políticas de la época, todo ecologista que se respete debería tener algo más que vagas nociones sobre la ecología científica.
Paralelamente, toda una literatura de sensibilidad naturalista se desarrolla en los Estados Unidos, a partir de Emerson, heredero del romanticismo y fundador de la corriente llamada “transcendentalismo”91. Tomando distancia con el cristianismo de su época, el transcendentalismo establece un puente entre el conocimiento, la visión científica de la naturaleza, los sentimientos estéticos que ella origina y el desarrollo de las potencias del yo humano. Más influente aún fue su discípulo y amigo Henry David Thoreau, quien se retira durante dos años en una cabaña frente a un lago en el bosque de Walden, cerca de Concord, experiencia de la cual dará cuenta en un libro que se convirtió en un clásico de las ideas ecologistas en Norteamérica92. Se trata de una metafísica de la naturaleza que permite la experiencia de la transcendencia, del infinito y de la paz interior, y al mismo tiempo como escuela de la vida simple, un retorno a lo esencial, que por cierto constituyen una crítica frontal a la sociedad de consumo con su conformismo y las múltiples dependencias que los individuos contraen sin tener alternativa93. Su experiencia de autosuficiencia en su cabaña de Walden fundará también ciertas corrientes que existen hasta el día de hoy, como la pobreza o sobriedad voluntaria (voluntary poverty), y las ideas económicas del decrecimiento.
Thoreau inspirará directamente las dos primeras corrientes del ambientalismo norteamericano, la una liderada por el escritor John Muir, considerado el padre de los bosques y parques naturales protegidos y la idea de la preservación de la naturaleza silvestre, la wilderness94; mientras que el otro, Gifford Pinchot, ingeniero forestal, propone la conservación, es decir, pragmáticamente, una gestión moderada de los bosques, considerados como “recursos naturales”, que vale la pena no agotar.
Las dos tendencias, el preservacionismo y el conservacionismo, que en una lectura rápida podrían parecer apuntar a lo mismo, muestran bien la dualidad entre una idea biocéntrica, heredada de Thoreau, y otra que conserva el antropocentrismo o “chovinismo humano”, agregando simplemente el cálculo y la prudencia. Esta alternativa la encontramos hasta hoy en muchos debates sobre la ecología que oponen a quienes profesan una visión radical del respeto y el amor por la naturaleza, que debe ser preservada intacta, al menos en parte, con aquellos que prefieren una visión pragmática, antropocéntrica pero razonable y cuidadosa de la “buena gestión de los recursos”. Aunque nuestra comprensión y sensibilidad se incline por la primera, si la nueva sociedad debe ser ecológica, se debe tener la inteligencia para que las dos tendencias sean aplicables, porque ambas serán necesarias (no todo puede ser preservado), y para que las diversas opciones filosóficas puedan coexistir, considerando que sobre muchos temas y problemas concretos importantes puede haber acuerdo en la práctica aún cuando subsistan diferencias de principios, y que será imposible evitar enteramente el uso de ciertos entes y espacios naturales como “recursos”, y que en esos casos será importante que un máximo de precauciones, heredadas del conservacionismo de Pinchot, puedan ser aplicadas.
Otro ejemplo notable de cómo una visión filosófica de la naturaleza y del hombre puede dar a luz modos de vida y prácticas ecológicas es el de Rudolf Steiner, que constituye un caso aparte. Inspirándose en una visión de la naturaleza que ya era alternativa, la de la ciencia de Goethe, que se había alejado de la interpretación dominante cartesiana antes mencionada, dirigió la atención hacia la percepción de los fenómenos en su continuidad e interacciones dinámicas, sus metamorfosis y sus fuerzas internas95. En 1924 Steiner da el impulso inicial a la agricultura biodinámica96, que, varias décadas antes de la agricultura orgánica, rechaza el uso de fertilizantes, herbicidas e insecticidas químicos. Aunque las razones y los fundamentos de esta agricultura sean sorprendentes y considerados por muchos como científicamente discutibles, sus resultados son apreciados y aplicados cada vez por más agricultores, como los productores de vino, en Europa y en el mundo. El hecho de que el sistema filosófico de la antroposofía fundada por Steiner sea poco coherente con la ciencia y la racionalidad hegemónica97, pero que haya llegado a estas aplicaciones que son hoy en día consideradas como la base de una agricultura sana y ecológica, es una razón más para pensar que la sociedad del futuro deberá ser abierta, ecléctica e inclusiva en su manera de pensar, buscando la convergencia de gestos, prácticas, maneras de vivir diversas e ideas alternativas.
La literatura y la sensibilidad naturalista heredada de Thoreau conduce a la formulación, desde los años treinta, de la “ética de la tierra” (land ethic) por Aldo Leopold, un experto forestal, autor de gran influencia98. En ese libro se formula por primera vez la idea de la comunidad biótica, un todo interrelacionado del cual los humanos formamos parte, junto a los animales y los organismos vivos, no siendo ni centro ni seres privilegiados, sino “los compañeros de viaje de las otras creaturas en la odisea de la evolución”. Así, el reconocimiento de la naturaleza respetable de todos los seres los convierte en objetos de consideración ética. Los deberes morales, los sentimientos y los valores éticos existen siempre al interior de una comunidad de seres que se reconocen como tales; la conquista ética es ensanchar esa comunidad99. Los argumentos de los defensores de los animales tienen una forma similar: ¿por qué reservar solo a los humanos el derecho por ejemplo a la integridad física, si ciertos animales tienen la misma sensibilidad para experimentar el dolor?
La gran innovación de Aldo Leopold es concebir el ensanchamiento de esa comunidad moral, de manera de “incluir el suelo, el agua, las plantas y los animales, y colectivamente, la tierra”100. Este pensamiento, más que un “biocentrismo”, debería ser considerado como un “ecocentrismo”. En efecto, no solo los seres vivos tienen una importancia moral o un “valor intrínseco”, sino también entidades que no son seres vivos, como los ecosistemas, un río, un lago, un valle, un glaciar o una montaña101, que merecen también atención, consideración moral y protección. La idea del valor intrínseco de las entidades naturales choca con un problema filosófico (así como aquella de los derechos de la naturaleza; volveremos sobre eso): ¿qué podrían ser los valores, independientemente de aquel que valora, para el caso, los humanos?
La respuesta a esta pregunta pasa por el aporte del australiano Richard Sylvan Routley, que expuso en un importante artículo lo que se conoce como “el argumento del último hombre”102. La ética, nos recuerda el autor, trata de lo aceptable o no de nuestras acciones, en la medida en que afecten a los otros. Estos otros, evidentemente, son seres humanos. Si una acción no afecta en absoluto a ningún ser humano, la ética no tiene nada que ver en el asunto. Imaginemos que una catástrofe elimina a la totalidad de los seres humanos sobre la Tierra, salvo a uno. Este “último hombre”, contrariado o por aburrimiento, podría elaborar el proyecto de exterminar todo lo que queda de vida, tanto animal como vegetal, en la medida que ello le fuera posible. La ética tradicional no tendría nada que objetar a esta conducta; sin embargo, sabemos intuitivamente que tal conducta sería totalmente reprobable e incluso monstruosa.
Del miedo a la bomba a la idea de la crisis tecno-ecológica
Otra fuente de pensamiento, tal vez la más fuerte, nos llega por la vía de la angustiada experiencia frente a la bomba atómica luego de su lanzamiento por los EE. UU. sobre Hiroshima y Nagasaki, punto final trágico de la Segunda Guerra Mundial. Grandes figuras intelectuales de la época, Albert Einstein, Bertrand Russel103 y Karl Jaspers104, intentaron advertir a la humanidad de la amenaza de destrucción generalizada de la vida humana, tal como se visualizaba en esa época. Luego fue Gunter Anders quien sistematizó esta fuente de inspiraciones en una importante obra105. El mérito de estos pensadores es haber intuido y comunicado al mundo la idea de la desaparición de la especie humana debido al poder destructor de las armas atómicas, del riesgo de una guerra total; esta angustia duró décadas y constituyó el fundamento de lo que se llamó el equilibrio del terror durante la guerra fría. El mérito indirecto es haber enseñado a pensar ciertos problemas como globales; en efecto, “las nubes radioactivas no se preocupan de marcas de kilometraje ni de fronteras nacionales ni de cortinas de hierro”106 —lo que se vio dramáticamente luego de las catástrofes de Chernóbil y Fukushima—. La cuestión de la existencia se dirige desde entonces hacia la humanidad como un todo.
Sin embargo, el primero que intuyó que la amenaza no iba solo por el lado de las armas nucleares, que se podría considerar como un uso perverso de la tecnología, sino de la tecnología misma, fue Hans Jonas, en su obra fundamental107. No obstante, esta idea flotaba en el ambiente intelectual heideggeriano, donde la expresión “la época técnica” o “la era de la dominación total de la técnica planetaria” forman parte del vocabulario corriente de esta tendencia, dando luego lugar a la expresión más corriente aún “la era planetaria”, que se encuentra, por ejemplo, frecuentemente, en la obra de Axelos108. Pero la idea de una ética que tome en cuenta las generaciones futuras es un avance filosófico importante; no resulta fácil en realidad concebir cómo las generaciones futuras podrían ser consideradas y, por ejemplo, tener derechos que nosotros debiéramos respetar. Literalmente hablando, las generaciones futuras son… gente que no existe. ¿Cómo podrían tener derechos? Sin embargo, el asunto aquí deriva en cierta manera de la moral kantiana, en la cual la dignidad humana es la fuente de toda moral y noción de respeto, los seres humanos no deben jamás ser considerados solo como medios, sino también siempre como fines. Por cierto, si no hay habitantes humanos en un hipotético futuro, porque las condiciones del planeta ya no lo permiten, hay que considerar que el daño sería el máximo, aunque no hubiera nadie para constatarlo. Así, el imperativo kantiano109 se convierte en “actúa según el principio que implique que una vida humana aceptable sea siempre posible en el futuro”.
La naturaleza fue durante mucho tiempo considerada como el dominio de lo inmutable, como un marco protector, una armonía celeste a la cual nada podría alterar. Pero ello, según Jonas, se ha acabado. La civilización tecnológica nos ha dado la posibilidad de alterarlo y, más aún, la conciencia de que lo hemos ya alterado substancialmente. Esta conciencia ha dado lugar al concepto de Antropoceno, una nueva era geológica, que sucedería al Holoceno (la fase actual del período cuaternario) y se caracterizaría por el hecho de que es la especie humana la que produce la mayor parte de los cambios del planeta110. Aunque esto sea discutido, el concepto tiene gran utilidad para la conciencia de que la libertad humana (y su potencia) debe profundizar su otra cara: la responsabilidad. Pensar la técnica misma y no solo las técnicas de destrucción es algo que también estaba en el aire, por decirlo así. Diversos aportes importantes, ligados ya sea a la izquierda política o al cristianismo, Ivan Illich, Jacques Ellul, Henry Lefebvre111 habían iniciado importantes reflexiones. Ellul es el autor de una idea que finalmente es aceptada prácticamente por todos: la autonomía de la técnica. No se trata de buena o mala utilización; la técnica tiene sus leyes y su propia dinámica, que remplazan, sin que nos demos totalmente cuenta, la racionalidad humana112.
La voz de Hannah Arendt también es importante en estos temas. Ya nos hemos referido a su idea de la acción (praxis) como comienzo de algo en el terreno humano. También son importantes los conceptos de “la obra” (de nuestras manos), que produce objetos de uso, que tienen una relativa independencia y que están destinados a durar, y “el trabajo” (de nuestro cuerpo); este último fabrica objetos de consumo, efímeros y también de dudosa calidad (volveremos sobre esta idea en el capítulo IV). En su última conferencia anuncia —o, podríamos decir, profetiza— la obsolescencia programa113da de las mercancías que se ha generalizado desde entonces: “La transformación en los hechos de la antigua sociedad de producción en una sociedad de consumo, que no puede avanzar más que convirtiéndose en una inmensa sociedad de despilfarro […] se efectúa en detrimento del mundo en que vivimos y de los objetos con obsolescencia fabricada que usamos y abusamos cada vez más, usamos mal y terminamos por tirarlos”114 .
El aporte de este vasto movimiento de ideas sigue constituyendo un zócalo de base, sin embargo, se puede señalar que todos estos pensadores —comenzando por el más influyente, Heidegger, y el más sistemático, Hans Jonas— han construido filosofías que conservan, en el fondo, el antiguo antropocentrismo. Aunque se han logrado grandes avances en la toma de conciencia, algunos de los cuales se traducen en principios jurídicos, como en Europa, el llamado “principio de precaución”, que conmina a abstenerse de un desarrollo tecnológico cuando no se tiene conocimientos suficientes de su inocuidad115. Por supuesto, esto puede ser interpretado de manera más o menos rígida o más flexible. La primera ha sido denunciada por científicos y, más aún, por industriales, como un freno a la investigación. Pero en el fondo se trata no de detener el conocimiento, sino de destinar una parte del costo de la investigación al estudio de sus efectos, lo cual no es nada obvio en la lógica capitalista, en la cual lo normal es lanzar lo más rápido posible un nuevo producto si no se ha demostrado su nocividad. El principio de precaución invierte de cierta manera la exigencia de la prueba, buscando sobre todo evitar aquello cuyas consecuencias pueden ser irreversibles. Por ello se ha podido prohibir, por ejemplo, la difusión fuera de laboratorio de muchos organismos genéticamente modificados.
En toda esta filosofía y en sus repercusiones políticas, en el fondo se trata de la sobrevivencia de la especie humana. Se trata de las generaciones futuras humanas. Eso de alguna manera comienza a aparecer insuficiente, por un lado, porque la crisis se ha ido agudizando y las amenazas ecológicas pesan ya sobre las generaciones presentes y, por otro lado, porque se trata también de las formas de vida no humanas, de los animales, las plantas y los ecosistemas, como vimos respecto a la land ethic, tanto porque consideramos que tiene un valor intrínseco como porque consideramos que la vida humana está íntimamente ligada a ellas, y que de todas maneras un mundo en el cual la vida humana sea posible pero sin la presencia de los seres vivos que conocemos —y, sin duda, no se tratará de todos, una extinción masiva está en marcha — sería ya un medio de existencia degradado y de alguna manera menos “humano”.
Jonas se equivocaba —a mi juicio— en dos puntos importantes: primero pensaba que la democracia no era capaz de llevar a cabo las políticas tan impactantes que se necesitarían, los sistemas totalitarios estarían más capacitados para ello (¡!)116, y que finalmente se debería avanzar hacia una especie de gobierno mundial por élites ilustradas que asumieran las tareas difíciles de aceptar para las masas. El segundo punto es en su proposición de “heurística del miedo”117, según la cual deberíamos siempre imaginar lo peor para orientar la investigación. El miedo no siempre es buen consejero y por cierto esta ecología del temor ha existido hace décadas, sin gran resultado, como el fumador al cual se le amenaza con cáncer; si no quiere ni puede dejar de fumar, ese miedo no le impedirá de encender un cigarrillo, incluso para pasar la angustia.
Orientalismos y visiones holistas ancestrales. Buen vivir
Buscando alternativas tanto al pensamiento monoteísta antropocéntrico como al racionalismo industrial de la modernidad, una parte de la sensibilidad actual se vuelca nuevamente hacia el Oriente, principalmente hacia el budismo, en sus diversas corrientes, debido a la idea ciertamente central en las enseñanzas del Buda de la compasión universal (karuna) hacia los seres vivos, la no-violencia (ahimsa) y el camino o Dharma, que no es solo para los seres humanos; la idea de la ley del karma, justamente, realza el lazo ético entre los todos los habitantes del mundo y se puede concebir que para cada ser hay un camino evolutivo que está religado a todos los otros.