Capítulo 1. Mientras crees que estás loca
Desperté con un sobresalto, como si cayera al vacío. Otra vez. ¿Cuántos sueños así he tenido ya? Donde corro y el suelo desaparece. Donde alguien me sigue. Donde alguien grita, pero no entiendo las palabras, solo siento… ese ardor pegajoso, esa certeza de que hay alguien cerca. Demasiado cerca.
Me incorporé en la cama. El corazón me latía como loco, el pecho vibraba como después de una carrera. Pero no había corrido. Casi no salgo de casa. Él dice que no debería. Que no es seguro. Que el mundo se ha vuelto cruel. Que la gente es mala. Y que tengo que tener cuidado.
– ¿No dormiste otra vez? – su voz suena tranquila, incluso suave. Lo oigo en la cocina. El tintineo de la cuchara contra la taza. Lo sé: en tres minutos entrará con el café. Sin azúcar. Porque “el azúcar te altera”. Porque “después te pones nerviosa y te irritas”.
Tiene razón. A menudo estoy nerviosa. Tal vez por el azúcar. O… por intentar no equivocarme. Por mantener en mi mente todo lo que él ha dicho, todo lo que no le gusta. Cada día actualizo la carpeta mental con sus reglas.
Él entra con la taza, sonríe y me la ofrece como si nada hubiera pasado.
– Toma. Luego te cuento lo que soñé – dice, sentándose a mi lado. Su mano se posa en mi muslo —demasiado fuerte, demasiado precisa para ser un gesto de cariño. Es un ancla.
Bebo un sorbo. Amargo. Sin azúcar, como a él le gusta. Me observa mientras bebo. Sé que no dejará de mirar hasta que me termine todo. Y le dé las gracias.
– Gracias – murmuro.
Él asiente. – Así me gusta. ¿Ves? Cuando obedeces, todo está tranquilo.
Asiento. Por dentro, algo zumba. Una protesta leve, apenas perceptible. Pero la aplasto. Él tiene razón. Se preocupa por mí. Me prepara café. No grita. Hoy.
***
Estoy limpiando los estantes del salón, apretada contra el polvo, contra mi propia respiración. Ya pasé dos veces por el mueble de la tele, pero… ¿y si olvidé una esquina? No lo oigo entrar. Solo lo siento.
– ¿Esto te parece limpio? – su voz es baja. Peor que si gritara. Me sobresalto, me doy vuelta, miro donde apunta: una manchita microscópica de polvo junto al portarretratos.
– Perdón. Ahora mismo… – cojo el trapo, limpio, respiro rápido.
– ¿Te cansas cuando solo hay que hacerlo bien? Te lo he dicho: la casa debe estar en orden. ¿Es mucho pedir? – me mira como si lo hubiera traicionado. Como si lo hiciera a propósito. Siento las lágrimas subir.
Pero me contengo. No lloro. Porque él dijo: “Lloras para manipular. No lo hagas. Te veo a través.”
Se va. Oigo cómo cierra la puerta de la cocina con fuerza. Una hora después, me trae flores. Lirios. Mis favoritos. Los envuelve en una sonrisa cálida y dice:
– Sé que eres la mejor. Solo que a veces te cansas. Estoy aquí, ¿sabes? No tengas miedo.
Asiento. Y la garganta se me cierra. No de alegría. De terror, por haber vuelto a creer.
***
Él lo llama amor. Dice que su severidad es porque no sabe hacerlo de otra forma. Porque teme perderme. Porque “el mundo es demasiado sucio, y tú eres demasiado pura”.
Lo miro. Tiene manos bonitas. Uñas limpias. Se lava las manos más que yo. Dice que todo lo que hace es por mí. Quiere que sea mejor. Que aprenda a callar cuando toca. Que deje de hacer tanto ruido. Que deje de pensar que tengo talento.
– No eres bruja, solo impresionable —dice cuando adivino por tercera vez en la semana quién llamará. O cuando suena la canción en la que estaba pensando.
Ríe. Pero no de alegría. De superioridad. Como quien ve a un niño mostrar un dibujo feo y espera aplausos.
Río también. Para que no se note que duele. Quiero contárselo a alguien. Pero ¿a quién? Mamá hace tiempo que calla, las amigas “ocupadas”, dejé el trabajo “a petición suya”. ¿Para qué trabajar, si él me mantiene?
A veces pienso que si siguiera en ese trabajo, no estaría tan… susceptible. O al contrario: me habría dado cuenta antes de que vivo en una jaula dorada. Por las noches, me acaricia el pelo. Dice:
– Eres de porcelana. Frágil. No estás hecha para el ruido ni el caos. Todo lo que necesitas soy yo.
Me duermo con eso. Y ya no sé si le tengo miedo, o lo amo. O ambas cosas. O solo confundo apego con obediencia.
Si eres buena, todo estará bien
Hoy se fue a trabajar. Encendí la tele y justo estaban dando la película que vimos en nuestra primera semana juntos. Esa donde aparecía la misma frase que él me dijo:
– «Si eres buena, todo estará bien».
Me estremecí. Cambié de canal. Pero la siguiente canción en la radio era aquella que sonaba en el café cuando me dijo por primera vez que me amaba.
Miro por la ventana. Veo mi reflejo. Pálido. Tranquilo. Pero por dentro, alguien susurra. Muy bajito. Casi imperceptible:
"No estás loca. Estás empezando a despertar."
Apago la televisión rápido. Limpio la casa. Preparo la cena. Me pongo el vestido que a él le gusta.
Si soy buena, todo estará bien. ¿Verdad? Él me ama. Me compró flores. Y yo misma elegí quedarme.
Capítulo 2. La histeria como método
Volvió más tarde de lo habitual. Entró en el departamento como siempre: sin hacer ruido. Escuché el clic de la cerradura y me quedé inmóvil, con el cuchillo en la mano – estaba cortando pimientos. El corazón me dio un vuelco.
– ¿Estás cocinando? – su voz no tenía emoción.
– Sí. En diez minutos estará listo.
– La cena debe estar a las siete. No a las 19:14. No a las 19:20. A las siete.
No gritaba. Solo me miraba. Los labios apretados. La mandíbula tensa. Yo estaba parada, asintiendo como una colegiala. Quise decir: "Perdón", pero recordé que la última vez eso lo había enfurecido aún más. Tiró la chaqueta al suelo.
– ¿Ahora eres muda? ¿O piensas que si no respondes no tienes la culpa?
Bajé la mirada. Entonces golpeó la pared. Con el puño. Cerca de mí. Cerca de los platos. Del vidrio. Me estremecí. Él suspiró y salió al balcón.
Temblando, seguí cortando las verduras. Quince minutos después, se sentó a la mesa. Como si nada hubiera pasado. Miró el plato, lo elogió:
– Mmm, delicioso. Gracias, mi sol.
Asentí, y por primera vez en la noche respiré con algo de libertad.
Tú sin mí no eres nadie
Él no lo decía directamente. Era demasiado inteligente. Elegía sus palabras con suavidad. Las envolvía en cuidado.
– Te cuesta tratar con la gente. No te entienden. Pero yo sí. – Eres tan sensible, y este mundo devora a los sensibles. Yo te protejo. – Si no fuera por mí, ¿dónde estarías ahora? ¿Rota? ¿Abandonada?
Al principio pensé que se preocupaba. Que me había salvado. De mis padres, de la soledad, de mí misma. Me dio un hogar. Comida. Calma. Pero cuanto más lo decía, más sentía que no era una persona junto a él. Era un proyecto. Un objeto.
Controla lo que leo. No le gusta que lleve el cabello suelto. Dice: "Tú no eres de las que se exhiben. No eres como esas." Un día me puse una blusa con escote. Él solo me miró. Un minuto. Luego fue al dormitorio y cerró la puerta. Toqué. No abrió.
Al día siguiente salió y dijo: – Haz lo que quieras. Parece que ya no eres la que elegí.
Le supliqué. Lloré. Me quité la blusa, temblaba, me disculpaba. Él me abrazó, me besó la frente y dijo:
– Eso. Ahora sí. Mi niña ha vuelto.
El silencio es su mejor arma
A veces simplemente guarda silencio. Durante horas. Días. No se va, no hace escándalos – simplemente se desconecta de mi espacio. Y eso es peor que gritar.
Se recuesta en el sofá. No responde. No me mira. No me toca. Yo camino por la casa como un fantasma. Cada movimiento, en silencio.
Empiezo a disculparme por todo. Por mirar mal. Por bromear en mal momento. Por respirar fuera de ritmo. Y luego, al tercer o cuarto día, él "se ablanda". Me pone una mano en el hombro. Dice:
– Ay, tontita. No estoy enojado. Solo me duele cuando te conviertes en otra. Extraño a la que eras antes.
Y yo – como una idiota – me alegro. De que me "vea" otra vez. De que el silencio haya terminado. Ya no sé quién soy. Solo trato de adivinar cómo se supone que debo ser.
Pero a veces, por la noche, escucho música. Una canción que había estado tarareando por dentro – y de repente suena en la radio. O en el teléfono, por accidente. Y me detengo. Porque eso significa que aún estoy viva. Que alguien, en algún lugar, me responde.
La niña pequeña y su frialdad
A veces creo que todo empezó antes. Mucho antes.
Tengo cinco años. Estoy en el pasillo. Vestido azul arrugado, la abuela lo planchó antes de dormir. Estoy descalza, esperando. Papá llegó del trabajo. Pasó junto a mí. No me abrazó. No me miró. Solo se quitó los zapatos y fue a la cocina. Y yo lo esperaba. ¿Por qué? No lo sé…
Me quedé ahí parada, esperando que se volviera. Que dijera algo. Que al menos asintiera. Pero ya estaba sirviéndose el té.
Apreté los dedos de los pies contra la alfombra y dejé de respirar. Todo mi cuerpo vibraba: mírame. Estoy aquí. Te estaba esperando… Dime que soy buena. Dime que me quieres…
Él amaba a mi hermano. Le sonreía. Bromeaba con él. Pero conmigo era frío. Como si hiciera algo mal solo por existir.
Y desde entonces, algo dentro de mí se volvió como un tentáculo fino —siempre buscando calor. Sentía cuando alguien me miraba con aprobación. Cuando el tono de alguien era más suave. Cuando una palabra casual era una señal. Buscaba confirmación de que existía. De que me veían.
De ahí vienen mis sueños. En ellos sentía lo que me faltaba en la vida real. Allí me miraban. Me abrazaban. Me decían que era importante. A veces, alguien en esos sueños decía frases que luego escuchaba en el día —en la tele, de un desconocido, en un anuncio. Y me detenía. Como si el mundo me hablara cuando las personas callaban.
A menudo siento que ya estuve en ciertos lugares. Que ya vi esa mirada. Que ya escuché esa frase. Los déjà vu se volvieron un consuelo. Como si no estuviera sola. Como si dentro de mí viviera alguien más. Más sensible. Más real.
Elegía a hombres que se parecían a papá. Cerrados. Severos. Silenciosos. Aquellos ante quienes había que ganarse una sonrisa. Me sentía en casa junto al frío. Aunque suene absurdo. Simplemente, estaba acostumbrada. El calor —me asusta.
Como Vlad. Él también pasaba de largo. Y yo, cada vez – me congelaba, esperando.
Capítulo 3. Su cara buena
Después de ese silencio que duró casi una semana, él cambió. O fingió. No lo sé.
Trajo bollos tibios de esa panadería de la esquina. Olían a infancia. Dijo que simplemente pasaba por allí y pensó en mí. "Te gustan con canela, ¿verdad?", lo dijo tan suavemente que me dio vergüenza de todos mis pensamientos. De mis sospechas. De mi resentimiento.
Luego, nos sentamos en el balcón. Me tomaba de la mano, y yo miraba sus dedos pensando: ¿de verdad está pasando esto? Hablaba en voz baja, como si temiera espantar la calma:
–De niño le tenía miedo a la oscuridad. Me dolía el estómago del miedo. Sentía que si cerraba los ojos, alguien vendría a llevarme. Me escondía bajo las cobijas y esperaba el amanecer…
Asentí. Él siguió:
–Y mi madre… no le gustaban esas cosas. "Eres un hombre", decía. "Deja de lloriquear. Ve a hacer tus deberes". Y si sacaba malas notas, simplemente… dejaba de hablarme. Por días. Silencio total. Era peor que un castigo.
Lo escuchaba y algo dentro de mí se revolvía. No era el Vlad que hiere. Era un niño. Pequeño. Con los ojos enormes. Quería abrazarlo. Perdonarlo todo.
Asentía, lo escuchaba, me recostaba en su hombro. Y dentro de mí todo se derrumbaba otra vez —pero en otra dirección. Sentía culpa. ¿Cómo pude pensar mal de él? Ahora se veía tan… real. Tan humano.
Pero de pronto —un recuerdo. Un destello. Yo, de pequeña, de pie en la cocina, descalza, sucia, con el labio partido. La abuela gritando:
–¿Quién te dio permiso de comer ese chocolate? ¡No era para ti, era para Kolya!
Kolya estaba al fondo, golpeando el respaldo del sofá con el puño, aullando como una sirena. Noté de nuevo que solo actuaba así con sus hermanas y con la abuela. Conmigo era distinto… ¿Fingía? Aunque fingir ser esquizofrénico no parece muy rentable, salvo si quieres que te den dulces por lástima.
No sabía qué decir. Solo quería probar. Solo un pedacito, como cualquier niño. A Kolya le compraban chocolates, caramelos, helados. Todo se le permitía. A mí… solo me quedaba mirar cómo se atiborraba hasta vomitar. Y el ciclo se repetía.
Lo miraba, a él y a sus montones de golosinas, sin entender: ¿acaso los adultos no ven que le hace daño? A veces no se levantaba de la cama por días. Vomitaba bilis negra. Mi vecina decía que era porque él era pura maldad, pero en confianza —añadía—, que eso era la hiel saliendo. Que debería ir a la iglesia, suspiraba la abuela Nyura.
Y yo veía la conexión. Después de cinco o diez chocolates en una hora, se descomponía. Vomitaba con violencia.
Entonces me preguntaba: ¿por qué siguen trayéndole bolsas de chocolate, como si fuera una ofrenda a un ídolo? Había muchos parientes —y todos creían que debían regalarle montones de dulces. No todos los días, pero con frecuencia.
A mí también me daban algo, a veces. Pero la abuela lo quitaba enseguida. Decía que Kolya lo necesitaba más. Que era especial, enfermo. Y yo —ordinaria. En ese "ordinaria" me ahogaba como en un charco sucio: invisible, insignificante, sobrante. Kolya, a veces, me daba un caramelo mordido —como si fuera un acto de generosidad. Y yo lo tomaba. Porque no había otra cosa. Porque era la única migaja de atención que me permitían.
La abuela creía que yo no lo merecía. Y no había forma de merecerlo. La esquizofrenia era el boleto al mundo de lo dulce. Si no tienes diagnóstico —cállate. Solía bromear conmigo misma que tal vez debería fingir locura para ganar al menos un chocolate.
Y luego… empezaron los milagros. Personas llegaron a mi vida como por orden divina. Taísia Ivánovna, la subdirectora, me eligió —una niña sin rumbo— entre todos los niños. Me invitaba a tomar té, me traía bocadillos, me defendía del desprecio. Luego vinieron los talleres: danza, bordado, coro. Clases donde los adultos, por primera vez, me trataban con bondad. Con respeto. No fue casualidad que me inscribieran allí —alguien puso su alma. Sentía que le importaba a alguien.
Ellos fueron mis primeros vínculos reales. Mis adultos, los que me querían sin condición. Yo no entendía por qué. No era agradecida. Huía, hacía escándalos, era grosera. Una salvaje que mordía la mano que la ayudaba. Pero no se rendían.
Tardé en creer. Pensaba: se irán. Como papá. Él me amó —hasta que nació mi hermano. Hasta los cinco años. Luego… desapareció. Dio su alma a otro hijo. Y entendí: su amor no era verdadero. Apareció alguien "mejor" —y yo fui descartada. Por eso, cuando la abuela volvía a gritarme por intentar comer chocolate, dentro de mí se repetía el mantra: "No lo mereces. Nunca lo mereces. Aunque lo intentes. Aunque seas buena."
No era mala. Pero me convencieron de que sobraba. Y eso duele más que ser mala.
–¡Otra vez como una cucaracha, metiéndote donde no debes! —gritaba la abuela. Yo temblaba, escondía las manos. El labio palpitaba de dolor. Migas y gotas de sangre en el suelo. Y en el vientre —vacío. No de hambre. De vergüenza.
Otro flash. Otro rostro. Mi tío. Sus dedos en mis costillas. Presionando. Lento. Con deleite. Como si midiera cuánto aguantaría. No gritaba. No podía respirar. Ardía el pecho. La visión se nublaba. Él miraba y susurraba:
–Eres un error de la naturaleza. Nunca debiste nacer.
Recuerdo cómo me inmovilizaba en el suelo, susurrando horrores. Cómo fingía ducharse, cerrando con llave, esperando a que la abuela saliera. Cómo me acechaba. Un depredador. Su mirada —inhumana. Depredadora. Con una alegría fría, animal.
Y de nuevo la escena del maldito chocolate. Yo comiendo algo prohibido. El tío golpeando el respaldo del sofá con ritmo. Como un reloj.
Solo se comportaba así con la familia. Fuera de ella parecía "normal". Si eso existe…
Y ahora Vlad. Su mano sobre la mía. Su voz suave:
–Sabes, tuviste suerte de conocerme —empezó con dulzura—. Otro ya te habría dejado. Pero yo vi lo que nadie vio. Tan frágil, tan delicada, con esa alma de porcelana. Te aferras a la bondad porque te faltó. ¿Quién, sino yo, podría entender eso? Fui tu salvación. Sin mí… tú sabes, no lo lograrías. Te habrías derrumbado. Necesitas apoyo. Y yo lo soy. Acéptalo. ¿No ves la suerte que tienes? Lo sientes. Admítelo.
Y yo sonrío. Asiento. Y dentro de mí despierta aquella niña. La que se esforzaba por agradar. Que asentía para evitar los golpes. Que agradecía a todos los dioses cuando al tío le iba mal, cuando lo tumbaba la enfermedad y no podía alzar el brazo. Cuando no temblaba en el sótano o en la escalera, esperando que la abuela volviera. Entonces podía estar en casa. Entonces había silencio. Seguridad. Por un tiempo.
Y fue en ese tiempo que empecé a notar coincidencias. Si de niña, entre lágrimas, suplicaba mentalmente que el tío desapareciera, él de pronto se enfermaba. Se retorcía. Lo hospitalizaban. Y yo sabía: no era casual. Era exacto. Alguien me escuchaba. Alguien me vengaba.
Al principio pensé que era el chocolate. ¡Era imposible comer tanto y no morir! Milagro que sobrevivía.
Pero luego pasaba sin dulce. Aunque lo cuidaban, aunque seguía dieta, igual caía. Y yo lo sabía —era por mí. No podía explicarlo, pero era así. Había una Fuerza. Algo o alguien de mi lado.
Kolya lo notó. Me miraba desfigurado, murmurando que era pura maldad. Que detrás de mí había una sombra. Que lo atacaba. Gritaba, golpeaba las paredes, decía que yo era bruja. ¿Y la abuela? Solo decía: "Está enfermo. No le hagas caso." Pero yo sabía. No era locura. Era algo más. Algo que me protegía. Un ángel guardián. Tal vez el mismo que venía en mis sueños y me hablaba del futuro.
Y ahora Vlad me sostenía la mano. Y esa ilusión familiar de calor se deslizaba en mi cuerpo. Algo se contraía y soltaba dentro de mí, como si volviera a ser niña. Sentía que con él todo estaría bien. Que su dureza era fuerza. Su frialdad, protección. Su control, cuidado. Su violencia, amor. Y yo —agradecida porque hoy no gritaba. No estaba enojado. Estaba allí. Y no daba miedo. Aún no.
A veces pensaba que en esos momentos podía creer en la ilusión. Olvidarlo todo —sus gritos, humillaciones, golpes. Porque ahora solo sostenía mi mano. Y si cerraba los ojos, podía imaginar que me amaba. Que le importaba. Que yo —importaba.
Pero luego, en la cocina, ocurrió algo extraño… La radio se encendió sola. Decía: "No tienes que ser conveniente. Tienes derecho a ser tú."
Me quedé inmóvil. Como si una descarga me recorriera. Las palabras se clavaron como agujas. Me despertaban. Rompían el hechizo. Pero lo que más me impactó no fue la frase —fue cómo apareció. Como si alguien la hubiera puesto ahí para mí. Como si alguien viera. Oyera mis pensamientos. Era una señal. Clara. Precisa. Calculada.
Sentí cómo todo dentro se detenía. Era esa sincronicidad de la que hablaba Jung. Una señal. Como si el mundo me hablara. Tal vez ya lo había vivido. ¿Déjà vu? Sabía que esas palabras sonarían. Que así las escucharía. Y algo despertó. Supe: me guían. No me dejaron. No me olvidaron.
Entonces Vlad entró —y apagó la radio.
–¿Por qué escuchas eso? Tonterías. Te hace daño. Es cosa de sectas…
Y asentí. Dije: "Tienes razón". Aunque por dentro todo temblaba. Como si algo invisible y vivo dijera: "No estés de acuerdo. Es mentira". Y la niña en mí lloraba. Y por primera vez —no de miedo, sino de reconocimiento. Del dolor de que la verdad, la verdadera, por fin rompiera la pared —y susurrara: "Tienes derecho a ser tú. Mereces más."
Capítulo 4. Un pequeño "no"
Por la mañana, me pidió que le llevara el teléfono desde el cargador.
Justo estaba limpiando el suelo de la cocina, ya de rodillas, con el trapo en la mano y el agua escurriendo por mi codo. Levanté la cabeza y dije: – Tómalo tú —sin apartar la mirada del suelo—. ¿No ves que estoy ocupada? Ya casi termino.
Él se quedó inmóvil. Por una fracción de segundo. Luego dijo lentamente: – ¿Qué dijiste?
Y de repente entendí: eso había sido un "no". No grosero. No tajante. Solo un simple "ahora no puedo". Pero en su universo, eso era una amenaza. Una rebelión. Una traición.
No gritó. Simplemente se levantó. Caminó en silencio. Cerró la puerta del dormitorio con un golpe seco.
No me habló en todo el día. No me miró. No me tocó. Por la noche, dijo: – Sabes, he empezado a pensar que ya no eres la misma. Que estás olvidando quién eras sin mí.
Me quedé callada. Quise decirle que estaba cansada. Que soy humana. Que no soy su sirvienta. Pero la lengua pesaba. Cada palabra era una bala.
Y volví a sentir culpa. Por haberme atrevido. Por haberme escogido. Incluso por solo dos minutos.
Más tarde, me regaló un pijama nuevo. Suave, con flores. Dijo: – Aun así te amo. Incluso cuando te pones caprichosa. Te perdono.
Y yo asentí otra vez. Y esa noche soñé que gritaba. Directo a su rostro. A todo pulmón. Sin palabras. Solo un grito. Y él… sonreía.
Después soñé con ese sueño que se repite, mi pesadilla constante. Estoy en el andén. Él está a mi lado. Me toma la mano, y su tacto me da calor. Pero no es el mismo de la vida real. Es el Vlad del que me enamoré. El del vínculo sagrado. Ese solo vive en mis sueños. Al despertar, lo busco y me topo con el otro. El de verdad. Parecen gemelos, pero no lo son.
Allí estamos… frente a un tren negro, como salido de un sueño ajeno. El vapor se eleva como si viniera de los pulmones de una bestia muerta. Vlad aprieta mi mano… y luego la suelta.
Pierdo el equilibrio. Como si al soltarme, me arrancaran del suelo. Él sube al vagón. Yo espero. Espero que me tienda la mano. Que diga: «Vamos, Lera». Pero dice: – Lera, tú no vienes conmigo. Ese no es tu tren.
– ¿Qué? —la voz no sale, la garganta se cierra—. Pensé que viajábamos juntos…
Me mira con una especie de lástima, casi cariño. Pero distante: – No. Nunca viajamos juntos. Solo que no te diste cuenta.
Y me quedo ahí, congelada. Él se gira y desaparece. Grito algo, pero no hay voz. Solo aire. Solo dolor.
El tren arranca. El crujido del metal desgarra el silencio. Y entiendo: no volverá. Me quedé sola. Y lo más aterrador es que… siempre lo supe. Solo que no quería verlo. Me aferré a ese andén vacío, esperando que él regresara, cambiara de idea, extendiera su mano.
Tenía ocho años cuando mi madre dijo que vendría ese fin de semana. La esperé desde temprano. Me senté en el banco frente al edificio con mi mochilita: llevaba un cuaderno, un libro y la portada vieja de un cómic. Empezó a lloviznar. Luego la lluvia se volvió fría, pesada. Me empapé. Pero no me moví.
Seguía esperando. Porque si ella lo dijo, vendría. Es mi mamá. Las mamás no fallan.
Una hora. Dos. Tres. La gente pasaba, me miraba raro. No me importaba. Miraba cada coche, cada curva. Y de pronto, el miedo: ¿Y si le pasó algo? ¿Y si tuvo un accidente?
No había teléfonos móviles. No había forma de saber. Solo quedaba esperar… y rezar. Y yo rezaba, temblando: por favor, que esté bien. Que no haya muerto. Que no haya sufrido por mi culpa.
Cuando regresé a casa, empapada y congelada, la abuela dijo: – Estúpida. Ahora te enfermarás. No tengo dinero para curarte. Y me cerró la puerta en la cara.
Mi madre llamó dos días después. Allá en su aldea nadie tenía teléfono. Tuvo que ir hasta otra ciudad para poder marcar. Me dijo que no pudo venir. Lloraba. Se disculpaba.
Y yo… no dije nada. Solo lloraba. Porque dentro de mí ya sabía: a veces, quienes más esperas… simplemente no vienen. No porque no te amen. Sino porque no pueden. Y al escuchar su voz, me rompí. Me aferré al teléfono como a un salvavidas. Todo ese tiempo viví con miedo. Miedo de que ya no estuviera. De que estuviera muerta. Que fuera culpa mía.
Y entre sollozos le dije: – Mamá, ven por mí, por favor. Me siento mal. La abuela me pega. Kólya también. No quiero vivir aquí más.
Silencio. Como una losa. Y luego, su voz, temblorosa: – Lo sabes, Lera… Papá se opondrá. Ya lo intentamos. Siempre hay peleas. Se pone como loco. Grita. Se pone mal. No puedo…
Y lloró. Me pidió perdón. Por no poder. Por no lograrlo. Por rendirse.
Y yo la escuchaba, y moría por dentro. Como si yo fuera una maldición. La causa de su dolor. Ese ángel, mi madre, lloraba… por mí. Entonces supe: yo era el problema. Una carga. Un error.
Y desde ese día, nunca más supliqué. Jamás. Decidí no causarle dolor. Jamás. Mejor me quedaba callada. Sería buena. Paciente. Invisible. Con tal de que ella no volviera a sufrir.
Desde entonces, aprendí a tragarme el llanto. A esconder el dolor. A no llorar. Aunque me desangrara por dentro. Aunque me rompiera por la soledad. Porque si ella lloraba de nuevo por mi culpa, yo no lo sobreviviría.