Políticas de lo sensible

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I
Están todos atrapados
Nihilismo y romanticismo en Manchester
Estas cosas llevan tiempo
Fragmentos para una lectura nihilista de The Smiths
Se ha olvidado, pero el éxito de The Smiths fue torpedeado firmemente por la industria musical, que optó por la actitud de «si les ignoramos, terminarán por irse» con la que habían proscrito al punk.
Morrissey
La ingenuidad romántica no es sino la resistencia de la imaginación […] a nuestras circunstancias contemporáneas.
Simon Critchley
TODO SUCEDIÓ MUY RÁPIDO
El 4 de febrero de 1983, un tipo de aspecto arrogante y que parece estar fuera de lugar, llamado Steven Patrick Morrissey, toma el micrófono en La Hacienda. Por las imágenes que nos han llegado, así como por las declaraciones de los propios implicados, es fácil comprobar que no hay demasiado público esa noche en el club, abierto un año antes por Tony Wilson. Lo cierto es que una aparente frialdad enmarca el inicio del concierto. La presentación de Morrissey es breve pero directa y, en cierto sentido, enigmática. Dice: «Somos The Smiths, no Smiths». Y lo repite. El público, que habla sin prestar excesiva atención, no sabe lo que está sucediendo, o, mejor, ignora lo que va a suceder. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Trata de crear una frontera entre la vulgaridad y la individualidad? Comienza a sonar «These Things Take Time». Una forma de abrir el camino: «Mine eyes have seen the glory of the sacred wunderkind / You took me behind a dis-used railway line / And said “I know a place where we can go / Where we are not known” / And then you gave me something that I won’t forget too soon»[1]. Una desesperada forma de poner toda una historia en marcha. Tras este tema, se suceden las canciones entre tímidos –muy tímidos, en ocasiones– aplausos. Andy Rourke recordaba así, en una entrevista para The Guardian, el espíritu de lo que abrió aquel comienzo: «[Debutamos] en La Hacienda el 4 de febrero de 1983. Era un frío almacén vacío, donde se proyectaban películas extrañas en un lado del escenario. Johnny [Marr] y yo solíamos ir cinco o seis días a la semana, y en ocasiones nos sentíamos como si fuéramos sus únicos habitantes. Esto fue algunos años antes de que apareciese [DJ] Mike Pickering, el éxtasis y todo eso. Era entonces un lugar muy gris que necesitaba un poco de color y de luz […]. Todo sucedió muy rápidamente después de eso»[2]. Y es cierto que todo sucedió muy rápidamente. Nueve meses más tarde[3] vuelven a tocar en el mismo lugar y ya todo será diferente. Un público entregado, unos temas ya cerrados, una puesta en escena que será clave, etc. Mike Joyce insistía, precisamente, en ese mismo recuerdo:
En aquellos días, Manchester era una ciudad industrial, de clase trabajadora, y Gran Bretaña un lugar para bandas de rockeros machotes. Sin embargo, queríamos hacer algo más interesante. Ese mismo día, por la mañana, [Johnny Marr] se había cortado el pelo a lo Roger McGuinn, a lo tazón; sin embargo, sobre el escenario de La Hacienda apareció con un tupé a lo Elvis. Morrissey se puso una camisa de Evans de talla grande de mujer […]. El público estaba un poco incómodo al principio […] [Morrissey] se agachaba, lanzaba sus piernas al aire… Tenía bastante de teatro y de ballet. Sin embargo, nada de esto había sido ensayado. Recuerdo las caras del público justo enfrente de mí. «¿Qué diablos es esto?», parecían preguntarse. Morrissey tenía gladiolos en el bolsillo en ese primer concierto, si no recuerdo mal. Cuando tocamos un par de semanas más tarde [el segundo concierto fue realmente varios meses después, el 7 de julio], había muchas más flores. Para el tercer concierto en La Hacienda [sería el 24 de noviembre de 1983] recuerdo que Interflora trajo 30 cajas de gladiolos. Todo el lugar apestaba. Al final del concierto fuimos asaltados. La altura del escenario era perfecta para que la gente subiera. Recuerdo a Tony Wilson diciendo: «Jamás había sucedido algo así en La Hacienda. Esta es la primera vez». Fue absolutamente una locura[4].
Morrissey lo había presagiado en febrero: «somos The Smiths, no somos Smiths». Y lo que media entre ambas expresiones, lo que habita el límite discursivo que ya estaba en 1983 presente, es lo que vamos a tratar de dibujar en estas páginas. Todo sucedió muy rápido, decía Rourke, y sin embargo, estas cosas llevan tiempo. The Smiths construye su propio límite, pero sobre todo su propia respuesta al nihilismo heredado del punk, una respuesta, al mismo tiempo, de un nihilismo elevado.
El visionado/escucha de estos tres conciertos de The Smiths puede llevarnos, con todas las cautelas necesarias, a pensar en ellos como caso desde el cual estudiar una serie de mutaciones y desplazamientos culturales y, por tanto, tratar de ver en la banda de Manchester algo más que un gesto o una puesta en escena. Quizá no sea demasiado arriesgado sostener que The Smiths trató de construir algo así como un disenso o desvío en ciertas maneras de hacer, lo que conllevó, implícitamente, una diferencia en la manera de ver. Generar un desplazamiento, un lugar de enunciación, para generar un nuevo discurso. The Smiths produjo, o al menos lo intentó, un discurso propio a partir de los restos del naufragio del punk (y en medio, no deberíamos olvidarlo, del desarrollo de la música electrónica). Y ahí está, por ejemplo, la presencia de New York Dolls frente al punk de Sex Pistols, y cómo de los primeros tomaron (sobre todo Morrissey) la necesidad de generar un discurso de desidentificación con respecto a la relación rock y género, que será marca de la casa, la desidentificación con respecto al esquema macho del rock y, al mismo tiempo, la identificación (a distancia, es cierto) con el relato de la clase trabajadora. Y es en este proceso donde se hace fuerte la perspectiva romántica y desoladora de cierto nihilismo desesperado.
¿Se trata, por lo tanto, de un discurso nihilista lo que vemos tras The Smiths? Tal vez la expresión discurso dentro de este marco de análisis sea excesiva, pero nos puede servir para acceder a algunas de las cuestiones sobre las cuales me gustaría tratar en adelante: cómo el modelo cultural del nihilismo sirve de arrastre para componer una forma determinada de presentar un contexto histórico-político de cambio. Es evidente, al mismo tiempo, que, si hablamos de nihilismo en este caso, este irá vinculado a un discurso ingenuo y rompedor o de una ingenuidad rompedora, como fue el Romanticismo, y que hallamos en la escritura de Keats o de Novalis (salvando las distancias). Y eso es «These Things Take Time», una forma ingenua de nihilismo y de experiencia desesperada: «But I can’t believe that you’d ever care / And this is why you will never care / But these things take time / I know that I’m / The most inept / That ever stepped»[5]. Aquel concierto –y, en general, aquel 1983– visibilizó el camino que iba a abrir The Smiths.
MANCHESTER
Trazar una línea y, tras ella, dibujar un sentido es sumamente complicado. El sentido es un efecto y no una causa. Cuando The Smiths dibuja sobre el suelo de Manchester su camino, no prefigura nada más que su deseo de permanecer como relato de un presente. Y es que Manchester parece contener en un determinado momento de su historia un fuerte deseo de permanencia. El pesado cielo de Manchester con su paisaje gris nos lleva a reconfigurar la vieja pregunta que en los sesenta se hiciese Robert Smithson: «¿Habrá sustituido Manchester a Roma como ciudad eterna?». Ahora bien, todo deseo de permanencia, como bien sabían los románticos, conlleva el peso de la contradicción, del choque entre lo fugaz y lo permanente, el peso, en definitiva, de su particular autodestrucción. Y, para llegar a este punto, una parte de ese Manchester tuvo que llevar a cabo una mutación, una mutación consistente en el desarrollo de un relato de la música basado en su relación con el espacio y el territorio. No se trata de hacer de Manchester un lugar idílico sino de mostrar sus entrañas. Y en esa mutación The Smiths desempeña un papel central (lo veremos también en Joy Division). O, parafraseando a Heidegger, ¿por qué Manchester en lugar de nada? La pregunta, torpemente planteada de este modo, tiene que ver con la reconstrucción del paradigma nihilista del punk en las manos de The Smiths. En esta mutación trataremos de ahondar. Y sobre ella insiste Morrissey en el inicio de su autobiografía: «Mi infancia son calles y calles y calles y calles. Calles que te definen, calles que te oprimen». E insistirá en esa desesperación (marcada desesperación), que sin duda se alía con el espacio, con el territorio: «La herencia arquitectónica de Manchester es la demolición». Y en otro momento: «Los pájaros se abstenían de cantar en el Manchester industrial de la posguerra, los sesenta no hicieron bailar a nadie y los locales eran lo contrario de habladores»[6]. Y Jon Savage, en su relato «Morrissey, el escapista», lo expresa magistralmente: «A mediados de los setenta, el Nuevo Brutalismo arquitectónico, un jefe de policía represivamente religioso y la concentración de la riqueza habían convertido el centro de Manchester en una ciudad fantasma por las noches»[7]. Ahora bien, tal vez fue esta situación de asfixia, de carencia de una salida efectiva, lo que provocó, según Savage, que «Manchester fue[se] central en la expansión del punk en Gran Bretaña».
EXISTO, LUEGO NO HAY FUTURO
La fuerza de subversión de los años sesenta (el esplendor de los sesenta lo denominó Thomas Crow[8]) se transformó, en el avance de la década siguiente, en un marcado nihilismo que tuvo al punk como etiqueta. Si bien los setenta arrancaban con las esperanzas puestas en una transformación social y política procedente del espíritu del 68, su desarrollo concluyó con un mundo más cerrado y conservador. Y, sin embargo, de esas cenizas nace el punk. El punk recogió la energía depositada por el espíritu de los sesenta y la extremó hasta el punto de transformar (o destruir) todo lo que podía aún ser sólido. El punk propuso, en efecto, la escenificación del fin como única etiqueta del presente y para el presente. De esta forma vino a desvanecer las esperanzas de una juventud redentora. En su lugar puso sobre el escenario la imposibilidad de concebir al ser como un sujeto cerrado, comprensible, pensable (etiquetable, quizá sea la palabra) en una sola entidad lógica. El punk es anticartesianismo puro, y sólo por eso quizá quepa decir que es el movimiento artístico más importante del siglo XX. En lugar del «Pienso luego existo», el punk se reinventó bajo la forma «Existo, luego no hay futuro». De este modo el punk rompía con el fantasma del progreso. El progreso era el tema (en tanto que efecto de la economía) que el capitalismo enunciaba (y anunciaba) como necesidad para lograr no sólo un mundo mejor sino también descubrir «la verdad», sea eso lo que sea. El punk trataba así de hacer saltar por los aires esa idea/ecuación que nos decía que progreso igual a verdad, donde la verdad no es más que un sistema de exclusión social. Lo que nombramos como progreso no es, pues, más que una forma selectiva de destrucción. «Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad», había dicho Walter Benjamin[9]. Pero en realidad no era una tempestad en este caso, sino una casa en ruinas.
El final de los años setenta trajo consigo la desmitificación total de ese progreso (kantiano) hacia un mundo mejor. Y tal vez Manchester, una ciudad marcada por la clase trabajadora, era especialmente sensible a las transformaciones socio-económicas, y, por extensión, sus jóvenes sujetos lanzados a cuestionar el relato dominante del progreso, el relato del capitalismo, y su construcción de lo verdadero como destino. No en vano, el concierto de Sex Pistols en junio de 1976 será fundamental para el propio discurso alternativo de la ciudad. Ahí está, en definitiva, el punk como forma de despertar del sueño de la contracultura hippie de los sesenta. Y ahí está el punk, por ejemplo, para luchar frente al auge del neoliberalismo que poco después será representado por Margaret Thatcher, aunque de esta historia –la de Thatcher como fetiche– hablaremos más adelante. Detengámonos ahora un momento en esta presencia del punk.
ESTÁN TODOS ATRAPADOS
En el ya clásico libro Por favor, mátame de Legs McNeil y Gilliam McCain, Ed Sanders, líder de The Fugs, expresó certeramente este tránsito de los sesenta a los setenta:
El problema de los hippies fue que la propia contracultura desarrolló una hostilidad interior entre los que contaban con el equivalente a un fondo de depósito y los que tenían que ingeniárselas para sobrevivir. Es cierto que los negros, por ejemplo, sentían un resentimiento hacia los hippies en el Verano del Amor, en 1967, porque percibían que aquellos chicos que dibujaban amebas en sus libretas de Sam Flax, quemaban incienso y tomaban ácido, podrían salir de aquello en el momento en que quisieran.
Podrían volver a casa. Podrían llamar a su mamá y decirle: «Sácame de aquí». Mientras que alguien que se ha criado en las viviendas subvencionadas de Columbia Street y se mueve por los límites del parque de Tomkins Square no tiene escapatoria. Esos chicos no tienen ningún sitio a donde ir. […] Están todos atrapados.
Así se desarrolló otro tipo de hippie, más lumpen. Gente que procedía realmente de una infancia llena de abusos, de unos padres que los odiaban, que los echaban de casa. […] Y esos chicos fermentaron en una especie hostil y callejera. Punks[10].
Ed Sanders sintetiza muy bien el problema bajo el rótulo «están todos atrapados». Es ese encierro, sin ir más lejos, el relatado por Rourke y Joyce, y sobre el que volverá una y otra vez Morrissey. Escribe: «Suena dramático, pero hasta cierto punto pensaba que posiblemente no podría abandonarla nunca [su habitación], parece que todo lo que soy fue concebido allí. Solía tener un terrible complejo territorial, despreciaba a cualquier criatura que hubiera traspasado el umbral de mi habitación o mirase mis libros o sacase algún disco. Hervía de ira»[11]. El mismo Morrissey, en otra ocasión anterior, había señalado: «A menudo cuento historias muy enfermizas. Pero es que no puedo recordar cosas como revolcarse en la paja o estar en el campo dibujando caballos. Únicamente recuerdo estar sin un penique en calles muy oscuras»[12]. Se trataba de jóvenes que formaban parte de una clase trabajadora, donde los problemas cotidianos podían llegar a tomar cualquier forma indeseable, que trataban de hallar su propio relato de la diferencia, y, cuando este llegó, tomó la forma concreta de la música. Baste el ejemplo de Johnny Marr. Tras una fuerte pelea con su padre, abandona el instituto y encuentra un trabajo como vendedor de ropa en la tienda X Clothes: de esa primera vida adolescente de la que sale expulsado, tan sólo conserva su Les Paul y unos discos. Y cada día que pasa bordea más los límites de la ley: «Tuvo [Johnny Marr] extrañas relaciones con unos ladrones de joyas –recuerda Luis Troquel– y le cogieron con unos dibujos de Lowry robados. Completó su pequeño pero distinguido currículum delictivo con alguna que otra andanza ilegal más»[13].
Es esa imposibilidad de sentido, esa fractura de un ideal superior, lo que provoca la ambivalencia destructiva del punk y su marca de nihilismo, que será seña de identidad del punk, pero, sobre todo, habitará en sus consecuencias (como en The Smiths). Porque The Smiths, como bien supo ver Morrissey, recoge el testigo del punk para extremar una de sus formas de nihilismo (la de su ingenuidad destructiva). No es la música lo que heredan del punk, obviamente, sino el relato. Ahora bien, colgar la etiqueta de nihilismo no tranquiliza ni aclara el problema. Es decir, que el punk conlleve el sello del nihilismo genera más problemas de los que aclara. ¿Qué nihilismo? ¿Cuál es esa marca? Estar atrapados, sí, pero ¿dentro de qué? He ahí una de las preguntas clave. Podemos suponer que dentro de una tendencia progresiva y discursiva. Pero sobre todo podemos suponer que dentro de un sistema socio-político descarnado. Y así es: el punk no sólo escenifica una fractura hacia dentro sino también hacia fuera. Dicho en otros términos: el punk destruye el espíritu del progresismo historicista. He ahí el relato. El punk, así, descubre en su crudeza que va más lejos que muchas de las filosofías de la historia al considerar que el futuro no es más que un fetiche para comercializar. Basta recordar las palabras de Terry Eagleton (quien, dicho sea de paso, quedó deslumbrado por la autobiografía de Morrissey[14]): «La escatología socialdemócrata vende a la clase obrera un futuro que nunca será realizado porque existe para reprimir el pasado, robándole a esta clase su odio al sustituir la memoria de los ancestros esclavizados por sueños de nietos liberados»[15]. La toma de conciencia de esa venta (escatológica) de un futuro inapropiable (e imposible) es la que permanece en la base del punk y también, veremos, en The Smiths. Morrissey lo tuvo claro desde el principio:
Nuestro público pertenece a una nueva generación que no ha estado nunca expuesta a la franqueza. Nuestro éxito se debe principalmente al clima económico, cada vez peor y deprimente. Desde el comienzo de los años ochenta no ha habido la menor consideración hacia los seres humanos, y eso se refleja en la música popular. Con la llegada de los sintetizadores se perdió la sensibilidad y los textos perdieron importancia. Para nosotros, la música popular no es una cosa fabricada, ni es el glamour ni son las modas pasajeras. Somos cuatro almas desnudas delante del mundo. La gente que nos escribe lo comprende muy bien. Nosotros somos reales, simplemente. Nadie nos manipula[16].
Se trata de una toma de conciencia de vivir en un contexto de compleja mutación en las formas de sentir.
CUANDO EL ARGUMENTO SE ROMPE
El punk es la afirmación de la deriva. Y, en este sentido, New York Dolls (mucho más que los Sex Pistols) sería un modelo exacto y complejo al mismo tiempo. Así lo recuerda David Johansen, voz de los Dolls, en Por favor, mátame:
La gente que venía a ver a los Dolls decía: «Cualquiera puede hacer esto». Creo que la contribución de los Dolls al punk fue que demostramos que cualquiera podía hacerlo. Cuando éramos pequeños, las estrellas de rock and roll solían ir del palo: «Llevo un traje de satén, soy muy cool. Vivo en una jaula dorada y conduzco un Cadillac rosa». Los Dolls terminan por desenmascarar esos mitos y ese tipo de sexualidad. Éramos básicamente unos chicos de Nueva York que escupíamos y nos tirábamos pedos en público, éramos maleducados y nos reíamos de todo. Lo que estábamos haciendo era evidente: devolver la música a la calle[17].
Los Dolls generan un progresivo relato de desidentificación con respecto al propio modo de visualizar el rock and roll. El proceso implica hacer de la impostura un modo de configurar un nuevo relato. Los Dolls vestidos de mujer, rompiendo el relato de la heterosexualidad machista del rock, pero al mismo tiempo haciendo alarde de su heterosexualidad[18]… He ahí el proceso de fractura del sentido discursivo y la creación –y aquí reside lo importante– de un nuevo lugar de enunciación. Este nuevo lugar afectivo o territorio sensible está vacío, a su vez, de certificados de autenticidad, de aprioris, de identidades firmes. Y esa conexión es la que deja en el aire Jon Savage en el texto mencionado: «Morrissey […] aprovechó el rock para difundir textos que reventaban las barreras masculino/femenino y la masculinidad en general».
Decíamos que el punk suponía la ruptura de un relato, pero sobre todo es la ruptura del argumento. Y aquí también hay mucho de nihilismo. Esta ruptura del argumento ya estaba prefigurada en el Nietzsche de La gaya ciencia o de Aurora, donde sostiene esa idea de sujeto que denomina hombre tardío. Este hombre tardío desafía el argumento entendido como espacio de sometimiento. Escribía: «Consideremos, por ejemplo, la afirmación principal: la moral no es otra cosa […] que la obediencia a las costumbres, cualesquiera que sean, y estas no son más que la forma tradicional de comportarse y de valorar. Donde no se respeten las costumbres, no existe la moral. […] El hombre libre es inmoral porque quiere depender en todo de sí mismo, y no de un uso establecido»[19]. Y más adelante: «Bajo el imperio de la moral de las costumbres, toda suerte de originalidad planteaba problemas de conciencia»[20]. El punk –aceptando las distancias pertinentes– disloca (y el caso de los Dolls es evidente) la posibilidad de concebir al hombre en exacta parentela con la tradición, reconfigurando una identidad hecha de elementos de superficialidad, repleta de mutaciones. Por eso el punk, más que una formulación que presente una dinámica concreta, representa el desfondamiento de todo absolutismo conceptual.
NIHILISMO ESTÁ ANTE LA PUERTA
I was looking for a job, and then I found a job / and heaven knows I’m miserable now[21].
En Muy poco… casi nada, el filósofo Simon Critchley apunta un proceso altamente sugerente: las posibilidades del proceder romántico en el mundo contemporáneo, y cómo el Romanticismo (o cierto Romanticismo) produjo una forma de posicionarse ante el nihilismo. ¿Cómo enfrentarse al nihilismo? Esta pregunta tiñe el libro de Critchley. Nietzsche, en La voluntad de poder, lo expone claramente: «Que los valores supremos han perdido su valor. Falta la meta; falta la respuesta al “por qué”»[22], esa es la definición de nihilismo. El nihilismo supone así un cortocircuito en el proceder y en el producir sentido. En efecto, el nihilismo colapsa la ordenación pautada de una semántica que nos ofrezca seguridad. Porque ese es el objetivo de toda semántica: ofrecer asidero. Esa falta de meta supone en realidad la destrucción de un posible sentido trascendental que diseñe teleológicamente el presente. No hay fin ni finalidad. De esta forma, la claudicación del sentido expuesta por el nihilismo reclama una respuesta. ¿Qué hacer si no hay finalidad, si no hay un sentido superior que explique todo esto? Frente a la modelización de lo real basada en la estructura de sentido superior que protege todos nuestros quehaceres (Nietzsche piensa en la moral cristiana) ha de situarse un escenario en el cual todo ha sido devastado y donde no hay a qué agarrarse. Esa es la experiencia del nihilismo, una total desactivación de la experiencia de lo superior. Y, sin embargo, no se trata sólo de una desactivación total del sentido sino, al mismo tiempo, de una activación de otros niveles de sentido. Y ahí radica el problema. El nihilismo, el colapso del sentido trascendente, ideológico, sólo puede ser combatido por un nihilismo de otra especie, más radical pero también más ingenuo. Escribe Critchley: «la cuestión no consiste en superar el nihilismo en un acto de voluntad o en una destrucción jubilosa, pues un acto así no haría sino encerrarnos aún más en la lógica nihilista que estamos tratando de dejar atrás. Más que superar el nihilismo, se trata de delinearlo. Se trata de una experiencia liminal […] que distinga un interior de un exterior del nihilismo, y nos prohíba tanto la transgresión como la restauración». Y añade, certeramente: «¿Qué formas de resistencia imaginativa siguen siendo posibles?»[23]. Esta es una cuestión radicalmente romántica. Es en este marco en el que el filósofo inglés enmarca la aportación del Romanticismo alemán, que tiene a Friedrich Schlegel como cabeza visible. «El problema al que se enfrenta el Romanticismo –escribe– es, pues, qué podría valer como una vida llena de sentido, o como un sentido para la vida, una vez se han rechazado las certezas en las que se fundaba la religión»[24]. Aceptada la situación de una vida en la incertidumbre, ¿cómo construir y construirnos desde ella? Y es esta radical experiencia la que no podemos perder de vista y la que Critchley situará también como experiencia del punk (y que nosotros preferimos enmarcar mejor en el paradigma de The Smiths). La respuesta siempre será ingenua, pero la ingenuidad es también un arma. «La ingenuidad del Romanticismo –añade Critchley– radica en la convicción de que el mejor modo de dar respuesta a la crisis del mundo moderno es a través del arte»[25]. El dilema, por tanto, es qué podría valer como una vida llena de sentido sin las certezas en las que se funda la religión. Sobre qué suelo asentar los pilares del cambio.
El nihilismo es una de las señas de identidad del Romanticismo. Un nihilismo marcado por la búsqueda de una nueva realidad espiritual más allá de la religión heredada. Uno de los nombres centrales del tránsito hacia el Romanticismo, Jean Paul Richter (a quien Heine situará como guía fundamental), insistía a comienzos del siglo XIX, desde una posición radical, en la necesidad de conectar con el nihilismo bajo los parámetros de una nueva sensibilidad naciente. Jean Paul proclama la inexistencia de Dios y el advenimiento de la nada, donde hallaremos, quizá, un extraño consuelo. En un fragmento titulado «Lamentación de Shakespeare muerto, en la iglesia, rodeado de oyentes muertos, en donde se proclama que Dios no existe», leemos, por ejemplo:






