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Durante la vida de Quimeta hubo dos hechos que la marcaron. Uno de ellos ocurrió cuando tenía trece años: al acabar la guerra civil, su padre murió quemado vivo en el interior de una fábrica de lanas por unos hombres pertenecientes al Servicio de Investigación Militar (SIM) que pasaban por Martinet. Otra circunstancia que le dejó una huella muy profunda fue la enfermedad de mi padre: era bipolar y, al cabo del año de estar casados, tuvo la primera crisis. Durante toda su vida, pasó por momentos de estabilidad y por otros más críticos, circunstancia que producía una gran inestabilidad dentro de la familia.
A pesar de todo, mi madre, aparentemente, superó estos dos hechos tan dolorosos. Sin embargo, en su interior pervivía un punto de tristeza y rencor que solo conocíamos los que éramos más cercanos a ella,y que Quimeta expresaba en momentos puntuales dentro de la intimidad de la familia, ya que nunca hablaba con los demás de sus problemas.
Este sentimiento de tristeza de mi madre quedaba compensado por su carácter, siempre lleno de fuerza y optimismo y que hacía que siempre mirase hacia delante.
La relación con mi madre
Soy la hija mayor de la familia y siempre he tenido una relación de proximidad con mi madre. Nos parecemos físicamente, aunque ella es más guapa. Las dos somos muy activas, siempre nos ha gustado hacer cosas y no nos da miedo el trabajo; esta manera de actuar nos ha unido y es por ello que mi madre siempre ha contado conmigo cuando ha necesitado ayuda sobre cualquier tema.
Ella me eligió a mí como confidente para hablar y compartir la enfermedad de mi padre y los problemas que esta situación le creaba. Mi padre era una persona muy inteligente, un buen intelectual y un idealista. Una persona muy entusiasta con su trabajo de secretario de ayuntamiento, y allí donde iba destinado siempre estudiaba antes la historia y la geografía del lugar y también los eventos sociales y culturales del municipio. Todos estos conocimientos daban un plus a su trabajo. Pero, a la vez, tenía una enfermedad crónica: era bipolar, y esto suponía que tenía temporadas en las que estaba bien y otras en las que se encontraba o bien deprimido o bien todo lo contrario, con un grado de excitación superior a lo normal. Como he comentado antes, esta situación creaba una cierta inestabilidad familiar.
Yo era una niña tranquila, sensible y equilibrada, y mi madre se sentía cómoda hablando conmigo de la situación familiar. Durante mucho tiempo, fui la única persona con la que ella hablaba de este tema y, además, siempre me pidió que no lo comentase con nadie más. Así, desde muy pequeña me convertí en su confidente y aliada, incluso en algunos momentos me decía: “No tienes que hablar de la enfermedad de tu padre con nadie, porque si no, los chicos no querrán casarse contigo”.
Sus comentarios me marcaron durante muchos años y he necesitado hacer un trabajo personal importante para quitarme este peso de encima. Ahora estoy muy contenta porque lo he conseguido y en estos momentos soy una mujer feliz y libre que he superado los bloqueos y traumas que esta situación me produjo. Pero lo mejor de todo es que no se lo he tenido en cuenta a mi madre porque creo que ella, en aquel momento, estaba muy afectada por la situación de su marido y le pareció que yo podría ser su apoyo, sin platearse que podía hacerme daño porque era demasiado joven para asimilarlo.
A medida que he trabajado este tema a nivel personal, también he ido siendo consciente de que yo soy la única responsable de mi vida, ya que los problemas que todos padecemos mientras estamos en este mundo sirven para ayudarnos a aprender y avanzar; y que tenemos la responsabilidad de buscar la manera de superarlos y, sobre todo, creo que debemos aprender de las situaciones que se nos van presentando. No nos ayuda en nada echar la culpa a los demás -ni a nosotros mismos- de nuestra situación, sino más bien lo contrario. Lo que ha pasado, ha pasado. Y tenemos que curar las heridas y mirar hacia adelante con fuerza, energía y optimismo. Tengo la suerte de ser una mujer muy positiva, siempre veo el vaso medio lleno y no decaigo fácilmente ante los problemas; además, soy muy entusiasta y esta actitud me ha ayudado a seguir adelante y estoy muy satisfecha de lo que he conseguido.
Mi madre era conmigo muy mandona y controladora. Siempre me decía lo que tenía que hacer, y eso a mí no me gustaba, por lo que a veces me revelaba ante su autoridad; pero, a la vez, ella me quería mucho a pesar de que entre nosotras no hubiera muchas muestras exteriores de afecto. Esta relación, que desde fuera parecía un poco fría, era una constante en nuestra familia: entre nosotros, no nos expresábamos nuestro amor los unos por los otros con besos y abrazos y por esta razón parecía que tuviéramos una relación fría. Pero no era cierto, porque somos una familia muy cálida y unida que siempre nos hemos querido mucho.
Entre mi madre y yo siempre hubo mucha complicidad, nos sentíamos muy bien hablando de nuestras cosas. Recuerdo una vez en que, el día de Sant Jordi, al principio de los años ochenta, yo había vuelto de Madrid, donde había vivido durante siete años. Mi madre vino aquel día a mi casa a traerme una rosa, pero, como yo no estaba en casa, la dejó en casa de una vecina. Este detalle me encantó y siempre lo he recordado. También recuerdo con nostalgia los últimos pendientes que ella me regaló -de plata y con un diseño muy moderno- antes de empezar a desarrollar la enfermedad de Alzheimer. Ese fue el último regalo consciente que Quimeta me hizo, y guardo uno de los pendientes con mucha estima ya que el otro lo perdí.
Inicio del proceso de deterioro cognitivo
Unos años antes de que comenzasen a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad, de vez en cuando, mi madre ya empezaba a tener algunos lapsus y actitudes extrañas. Por ejemplo, escondía cosas en los armarios y después no las encontraba; o no sabía hacer cosas que antes hacía normalmente y yo me enfadaba con ella y la reñía porque no podía entender que estaba enferma.
Un día, quedé con ella para ir de compras. Habíamos quedado a una hora concreta en un lugar determinado para coger juntas el metro. Yo la esperé durante mucho rato, pero Quimeta no llegaba. Después de dar unas cuantas vueltas por el lugar donde nos habíamos citado, vi que me estaba esperando en otra parte de la calle. En aquel momento me enfadé, pero más adelante entendí que este comportamiento ya era un síntoma de los inicios de la enfermedad. En otras ocasiones, iba al mercado y pagaba lo que había comprado pero se lo dejaba en la parada.
Un día, me encontré en la calle con Ramona, su vecina, y me explicó que mi madre no estaba bien. Se había obsesionado con su vecino Luis, al cual siempre había considerado muy buen vecino y siempre se habían ayudado mutuamente. Luis, más de una vez, le había hecho grandes favores, pero ahora lo criticaba constantemente y todo lo que hacía le parecía mal; incluso le parecía una persona insoportable y, en cambio, sobre su esposa, Teresina, decía que era muy buena mujer. Un día que mi madre revisaba las libretas de ahorro de La Caixa, cosa que hacía constantemente según Ramona, le comentó que le faltaba dinero y que, probablemente, Luis le había cogido el dinero, de lo cual Ramona intentaba convencerla de que era imposible.
Cuando Ramona me explicaba todo esto yo no le hacía mucho caso y le decía: “No, Ramona, a mi madre no le pasa nada. Está bien, acabamos de llegar de La Seu d’Urgell y ha pasado un buen verano”. Supongo que, en aquel momento, inconscientemente estaba negando lo que le ocurría a mi madre porque no me gustaba escuchar que ella no estaba bien.
En La Seu d’Urgell, a veces, se había dejado el gas encendido. Una vecina también nos había advertido que mi madre no podía estar sola, ya que no estaba bien y era peligroso que tuviera una cocina de gas. Yo escuchaba a todos, me preocupaba la situación pero no buscaba ningún remedio porqué seguía sin ser consciente de la situación real en que se encontraba Quimeta y, además, no sabía qué hacer ya que mi madre era una mujer que mostraba mucha autosuficiencia y no dejaba que le organizasen la vida.
A pesar de estas señales, Quimeta sabía disimular muy bien, seguía siendo una mujer muy alegre y cuando hablaba lo hacía con mucha seguridad y convicción. Además, cuando se reunía con sus hijos u otras personas conocidas se esforzaba para darnos esta imagen, por lo que su actitud nos desorientaba a todos.
Poco a poco, los hijos íbamos viendo que nuestra madre perdía la memoria. En aquellos tiempos, hacia 1997, existía poca información sobre esta enfermedad y cómo debía actuarse respecto a ella, por lo que pensé que podría ser bueno que mi madre ejercitara la memoria y le busqué un lugar para hacer un taller de mantenimiento de la memoria, impartido por un psicólogo en un Centro Cívico. La aceptaron sin hacerle ninguna prueba y acudía sola cada día al taller. El Centro Cívico estaba lejos de su casa, en un barrio que no le era familiar. No asimilaba nada de lo que le enseñaban en el taller, situación que percibí enseguida porque a veces comentaba con ella los apuntes que le daban y observé que mi madre no entendía nada. Actualmente, en estos talleres de mantenimiento de la memoria, los profesionales que los llevan tienen muy claro que son preventivos para personas que no sufren deterioro cognitivo y, por tanto, se les hace una prueba antes. Si tienen deterioro cognitivo se las deriva a otro recurso más adecuado, incluso hay talleres de mantenimiento de la memoria muy especializados para personas que sufren de Alzheimer.
Otro día, Ramona fue a su casa y le dijo: “Quimeta, tú haces unos canelones muy buenos. ¿Me puedes explicar cómo los haces?” Quimeta la escuchó con atención, la observó con la mirada perdida y se fue rápidamente hacia la cocina, desde donde volvió con un producto de limpieza en la mano y le contestó: “Con esto te quedaran muy bien los canelones”. Ramona se quedó de una pieza. Sin embargo, no me contó esta anécdota hasta que mi madre estuvo diagnosticada de la enfermedad de Alzheimer; supongo que no sabía cómo decírmelo porque era demasiado gráfico y, además, debería pensar que otras veces que me había querido hablar de la situación de mi madre yo no le había hecho caso. Durante esta época, Quimeta todavía funcionaba de manera autónoma, iba a comprar, a La Caixa, gestionaba su dinero e iba sola al taller de memoria.
De todas maneras, los tres hermanos éramos cada vez más conscientes de que nuestra madre no estaba bien, y de que, además de perder la memoria, tenía actitudes extrañas. Por ejemplo, escondía muchas cosas en los armarios, como comida y dinero que después no encontraba; tenía reacciones incongruentes y de repente se mostraba muy agresiva y reiterativa con algunas personas, como en el caso de Luis -en Barcelona- o también el de una vecina de La Seu d’Urgell -Montse, de casa Fusté-, con la que siempre había tenido buena relación y entonces se peleaba con ella constantemente.
Por todo ello, decidimos acompañarla al médico de cabecera. Sin embargo, él no le dio importancia a los problemas de mi madre; decía que era normal lo que le pasaba, ya que eran problemas que surgían con la vejez -entonces mi madre tenía setenta y cuatro años-. Los tres hermanos le insistimos al médico, sin éxito, para que le hiciera algunas pruebas. Finalmente, visitamos a otro médico de cabecera, el cual -al principio- tampoco se tomaba en serio los lapsus de Quimeta, pero quien, después de insistir mucho, nos hizo un volante para ir a la neuróloga.
Tras algunas pruebas, la neuróloga le diagnosticó la enfermedad de Alzheimer y nos informó que había salido un nuevo medicamento que ayudaba a retardar los síntomas de la enfermedad, llamado Aricep. Nos comunicó que no podía recetarlo sin que se lo autorizara un tribunal de médicos y, después de un tiempo de espera, dicho tribunal convino en que mi madre tomara susodicho medicamento.
Desde el momento en que mi madre fue diagnosticada, mis hermanos y yo fuimos totalmente conscientes de que Quimeta no estaba bien, a pesar de que ella seguía viviendo sola. Yo la llamaba constantemente ya que mi grado de preocupación por ella crecía día tras día y, cuando estaba trabajando, aprovechaba cualquier momento libre para telefonear a su casa. Una de esas veces, descolgó el teléfono su vecina Ramona y me dijo: “Carme, tu madre no está bien. Tiene la boca torcida”. Al escuchar sus palabras, supe que el asunto de mi madre era grave y que urgía llevarla al hospital. Como estaba en el trabajo, llamé a mi hermano, que en aquel momento estaba en casa y vivía cerca de casa de mi madre, a quien pedí que la llevara rápidamente al servicio de urgencias del Hospital del Vall de Hebron. En aquel momento, ni a mi hermano ni a mí se nos ocurrió llamar a una ambulancia, no la habíamos necesitado nunca y tampoco sabíamos si teníamos derecho a este recurso. Así que mi hermano subió a mi madre como pudo en su coche, porque tenía algunos síntomas de parálisis en alguna parte de su cuerpo. Al poco, salí del trabajo y me fui al hospital, donde le diagnosticaron un infarto cerebral y estuvo ingresada una semana.
Durante unos días, tuvo la boca torcida y el cuerpo medio paralizado. Poco a poco, Quimeta se fue recuperando. Su boca ya estaba bien y volvía a caminar, pero desde aquel momento su cabeza ya no funcionaba bien y mi madre entró en la fase de dependencia. Era evidente que ya no podría vivir sola, su conciencia de la realidad había disminuido mucho y sus incoherencias aumentaban. A pesar de todo, como ella no se percataba de su situación cuando se encontraba con personas no muy cercanas, siempre intentaba disimular y la verdad es que la gente que no sabía que estaba enferma tenía una impresión excelente de ella porque hablaba con seguridad y energía, así como con un tono de optimismo y alegría que no denotaba nada extraño en ella. Ante este comportamiento de mi madre, yo reaccioné inconscientemente de manera curiosa ya que, cuando la acompañaba, la ayudaba a disimular para que la gente no se diera cuenta de que ella no se encontraba bien. Supongo que aquella era mi manera de protegerla y de intentar que no se sintiera ridícula.
Cuando volví a visitar a la neuróloga le expliqué que mi madre había sufrido un infarto cerebral y le pregunté si este podía haber sido una consecuencia del medicamento que le había recetado, Aricep. Mi razonamiento se debía a que le realizaron pruebas para diagnosticar la enfermedad de Alzheimer, pero no le habían hecho análisis de su estado de salud global, por lo que podía ser que algún órgano o elemento de su cuerpo no tolerara este medicamento. Por ejemplo, mi madre tenía muy mala circulación de la sangre.
Exponía todos estos razonamientos a la doctora desde mi ignorancia de la medicina. Y ella me tranquilizó diciéndome que no tenía nada que ver una cosa con la otra. Acaté sus razonamientos y muy pronto olvidé el tema porque reconocía su autoridad como profesional.
Cuando tuve del todo claro que mi madre era una enferma de Alzheimer, empecé a ser consciente del panorama que le esperaba, así como el que nos esperaba a los tres hermanos. Había oído hablar de casos de enfermos de Alzheimer que lo habían pasado muy mal, tanto ellos como su familia. Y eso fue lo primero que me explicaba la gente, la parte más negativa de esta enfermedad.
Ante ese panorama, y viendo que la enfermedad de mi madre era irreversible, recé a Dios y le pedí que, pasara lo que pasara, Quimeta fuera feliz durante dicho proceso.
Mi madre fue perdiendo, poco a poco, su mirada viva, intensa y alegre; y, por el contrario, esta cada vez se volvía más inexpresiva, opaca y gris. Nos observaba de una manera diferente, y yo tenía la sensación de que mi madre había roto el nivel de comunicación con su entorno y era como si estuviera en otro mundo al que los demás no pudiéramos acceder.
Asumo el rol de coordinación de su atención
Cuando mi madre salió del hospital después del infarto cerebral y volvió a casa, los tres hermanos entendimos que ya no la podíamos dejar sola porque necesitaría apoyo y ayuda las veinticuatro horas del día.
Fue entonces cuando me ofrecí para coordinar la atención de mi madre. A mis hermanos les pareció bien y, desde el primer momento, confiaron plenamente en mí, colaborando en todo lo que fuera necesario. Entonces me convertí, bajo documento notarial, en la tutora y administradora de los bienes de mi madre y la coordinadora de todo lo relacionado con su enfermedad. Este rol nos fue siempre muy útil y mis hermanos lo valoraron siempre, especialmente cuando lo comparaban con algún caso de amigos cercanos que también tenían un enfermo de Alzheimer en la familia pero ninguno de los hermanos asumía la coordinación global de la situación, lo cual creaba muchas dificultades en la atención del día a día del enfermo y repercutía en la buena calidad de su atención.
Entonces, nos pareció que lo mejor era que mi madre siguiera viviendo en su casa porque así no saldría de su entorno habitual, y decidimos lo siguiente: buscar una chica que la cuidara durante el día. Yo me ofrecí a pasar la noche en su casa durante la semana; aunque seguía viviendo en mi casa el resto del día, ya que estaba a diez minutos caminando desde la suya. Se trataba de una situación muy complicada para mí, aunque me pareció que sería bueno para mi madre que no tuviera una cuidadora con ella las veinticuatro horas del día ya que de esta manera, por la noche, y al levantarse, me vería a mí y no a una persona extraña. Cambiamos la cocina de gas del piso de mi madre por una cocina eléctrica, que resultaba menos peligrosa. Rehabilitamos el cuarto de baño, quitamos la bañera y la sustituimos por un plato de ducha.
De esta manera, empezamos la aventura de ocuparnos directamente de nuestra madre. Todo esto ocurría el año 1998 y en esta época mi madre tenía setenta y seis años.
Buscar una chica que se ocupe de ella
Tuvimos suerte y muy pronto encontramos una chica muy simpática y preparada que cuidaba de mi madre durante todo el día y que, desde el primer momento, me inspiró confianza. Se ocupaba de mi madre y de cocinar para ella, paseaban mucho y mi madre estaba muy contenta. A Quimeta le gustaba tanto que se lo quería regalar todo. Un día abrió las puertas de su armario y le dijo: “Puedes coger lo que quieras, te lo regalo”. La chica, que era muy honrada, no cogió nada y me lo comentó ese mismo día. Esta idílica situación con la cuidadora duró poco ya que muy pronto me anunció que no podría venir todo el día porque le había salido un trabajo por la mañana que le interesaba mucho y que solo podría venir por la tarde. Pero me comentó que no me preocupara porque ella tenía una prima que acababa de llegar del Perú y que, si yo quería, podía venir por la mañana. En un principio, me pareció bien. Pero la prima no era igual que ella y no se entendía bien con mi madre porque era una persona muy cerrada y, además, tuve la sensación de que no era de fiar. Mi intuición se confirmó cuando llegó la factura del teléfono ya que había una llamada a Perú y también había desaparecido un juego de mesa nuevo. Por lo que no me quedó más remedio que hablar con ella y despedirla.
A partir de esta experiencia, nos planteamos buscar un centro donde mi madre pudiera estar durante el día.
Infartos cerebrales y cambio de neurólogo
Mi madre continuó sufriendo infartos cerebrales, aunque no tan fuertes como el primero. En una ocasión, sufrió uno durante un paseo con mi hermana, en el interior de una tienda del Paseo de Gracia. Su boca se torció una y otra vez, y mi hermana llamó al servicio de urgencias de la Generalitat. Afortunadamente, fue una crisis suave, por lo que, siguiendo las instrucciones que el médico le iba dando por teléfono, mi madre la superó. Resultó muy reconfortante comprobar que en la tienda donde le ocurrió esta crisis le ofrecieron todo tipo de facilidades para que mi hermana pudiera ocuparse de mi madre con comodidad.
Otro fin de semana, durante el que yo me ocupaba de mi madre, nos encontrábamos de paseo por el barrio. Mi madre estaba muy contenta pero, de pronto, tuvo otra crisis y se le volvió a torcer la boca y se cayó; en esta situación, la acompañé en la caída para que no se hiciera daño. Nos encontrábamos delante de una óptica y los trabajadores llamaron al servicio de urgencias médicas de la Generalitat y muy rápidamente llegó una ambulancia con un equipo médico. Allí mismo evaluaron su estado y la llevaron al hospital, donde estuvo unos cuantos días. Afortunadamente, esta vez el ictus fue más suave que la primera vez.
En estos momentos, nos pareció oportuno cambiarla de neurólogo. Mi hermana conocía un neurólogo muy bueno del Hospital del Vall de Hebron, llamado Nolasc Acarín, y consiguió el cambio. El nuevo neurólogo nos inspiró mucha confianza desde el primer día y supo dirigir muy bien el proceso de deterioro de mi madre, así como el apoyo a los tres hermanos, que nos sentimos muy bien con su ayuda y sus consejos, los cuales eran muy profesionales y, a la vez, cercanos. Siempre nos decía que, a nivel familiar, mi madre estaba muy bien atendida, por lo cual tanto Quimeta como nosotros asistíamos a su consulta con mucho agrado. Uno de nosotros tres la acompañábamos cada vez.
En esa época, mi madre estaba siempre muy nerviosa e inquieta. Y el doctor, además de otros medicamentos para el Alzheimer, le recetaba tranquilizantes suaves para que se calmara un poco. Por aquel entonces, mi madre ya no tomaba Aricep, el medicamento para el Alzheimer que le había recetado la anterior neuróloga, porque el nuevo doctor no lo consideró necesario.
Al doctor Acarín le parecía muy bien cómo habíamos organizado la atención de mi madre. Pero nos recomendó que, si Quimeta tenía una crisis médica de cualquier tipo, no la ingresáramos en el hospital sin habérselo consultado antes a él, porque quería valorar si era estrictamente necesario o no su ingreso ya que para una enferma de Alzheimer el hecho de ingresarla en un hospital era un gran trastorno porque salía de su espacio habitual, donde ella se movía con comodidad; y, además, el hospital es un lugar donde hay mucha tensión ya que se vive mucho dolor y esto hace que los enfermos se inquieten y sufran un retroceso.
Mi madre tenía cataratas y el oftalmólogo nos dijo que tenía que operarse, pero debido a su enfermedad era mejor hacerlo con anestesia total, por lo cual tenía que ingresar en el hospital. Lo consultamos con el neurólogo y nos comentó que era mejor no operarla. Su razonamiento fue el siguiente: “¿Verdad que Quimeta no tiene que estudiar ninguna carrera? Entonces, mejor no operarla porque la anestesia total puede ser perjudicial para su cerebro, que ya está muy deteriorado”. Por lo que, al escuchar su opinión, los tres hermanos decidimos no operarla.
Organización de los tres hermanos para ocuparnos de ella
En esta etapa, la organización para ocuparnos de mi madre era la siguiente:
Yo dormía cada noche en casa de mi madre y, durante este tiempo, me ocupaba de todo lo necesario.
Por la mañana, la despertaba, la duchaba y le preparaba el desayuno.
Cuando estaba arreglada, yo misma la acompañaba al primer centro de día y, cuando la cambiamos de centro, mi hermano la llevaba en su coche. Pero el día que él no podía, la acompañaba yo antes de ir a trabajar.
Durante los fines de semana, cada fin de semana un hermano era responsable de mi madre durante el sábado y el domingo. Mi madre pernoctaba en la casa del hermano que se hacía cargo de ella, excepto cuando estaba conmigo, que nos quedábamos en su casa.
Cuando tenía que ir al médico, nos lo alternábamos los tres hermanos. Y yo era la que coordinaba toda la atención médica.
Los tres hermanos nos adaptamos a esta organización y los tres hacíamos lo que podíamos para llevarla a cabo.
Primer centro de día
Los tres hermanos evaluamos que no era bueno para mi madre que estuviera en casa toda la mañana con una cuidadora porque se aburría, ya que se pasaba el tiempo escondiendo cosas en los armarios, buscándolas después y diciendo que le habían robado cualquier cosa.
Se lo pasaba muy bien cuando salía a pasear con la chica de las tardes, pasaban la tarde dando vueltas de un lugar a otro y esto a mi madre le encantaba. Pero cuando despedí a la chica de la mañana, a pesar de que la chica de la tarde me gustaba mucho también, decidí prescindir de ella porqué consideré que era mejor llevarla a un centro de día ya que creía que para mi madre sería mejor.