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Busqué un centro privado al lado de casa. Resultaba cómodo porque podíamos ir caminando. Buscamos una chica que la recogiera a las cinco de la tarde y que la llevara de paseo durante un rato; después, la llevaba a casa, le hacía la cena, la acostaba y se iba a las nueve de la noche. A esa hora, aproximadamente, llegaba yo y me ocupaba de mi madre durante la noche. Por aquel entonces, mi madre no me daba mucho trabajo ya que dormía muy bien y no tenía incontinencia urinaria.
El centro de día era muy pequeño y parecía como si les faltara espacio y aire. Tampoco tenían mucho personal y los abuelos se pasaban el día en el mismo espacio, solo salían un ratito por la mañana y los llevaban a una plaza de cemento, no muy agradable, que había al lado del centro. Prácticamente, no hacían actividades y la verdad era que el panorama no resultaba demasiado motivador.
Segundo centro de día
Muy pronto, decidí buscar otro centro de día y esta vez opté por un centro público. Primero, fui a visitar a la asistente social del barrio para que hiciera una valoración de la situación familiar y personal de Quimeta. Una vez decidieron que Quimeta tenía derecho a un centro de día de la Generalitat, la asistente social nos buscó uno que estaba en el barrio de la Teixonera, y no tardaron mucho en concedernos una plaza. A pesar de que estaba más lejos de su casa que el primero, estábamos encantados de llevarla allí porqué se trataba de un centro muy bien equipado, con grandes espacios, el personal necesario y de muy buen nivel. Había auxiliares, terapeuta ocupacional, fisioterapeuta, asistente social y psicóloga, y se hacían muchas actividades, por lo que Quimeta estaba muy distraída y le encantaba asistir a él.
Quimeta permaneció tres años en este centro de día, y estuvo siempre muy contenta. Ella decía que “iba al colegio” y, cada mañana, una vez se había duchado y comido el desayuno con mi ayuda, mi hermano la llevaba al centro de día. Antes de irse, se despedía de sus vecinas de la escalera, Ramona y Teresina, que eran sus amigas, y les decía muy contenta: “Adiós, me voy a La Seu d’Urgell”, o “Adiós, me voy al colegio”.
En esta época, su gran obsesión era ir a La Seu d’Urgell, el pueblo donde había vivido desde que se casara y donde siempre se sintió muy bien. Casi siempre decía que se iba a La Seu, y alguno de esos días, en los que estábamos a punto de salir y yo me encontraba haciendo otra cosa y no la controlaba, cuando me daba cuenta había sacado toda la ropa del armario y muy rápidamente la había puesto en una bolsa porque decía que se tenía que ir a La Seu d’Urgell. Entonces, cuando llegaba mi hermano para llevarla al centro de día, entre él y yo, con mucha paciencia, sacábamos la ropa de la bolsa y la volvíamos a colgar en el armario. Dentro del armario, habíamos encontrado mandarinas en estado de putrefacción que ella había escondido entre la ropa. Después de varias situaciones como esta, decidí cerrar todos los armarios con llave excepto uno, el que se encontraba en la salita. Así ella podía seguir metiendo y sacando cosas del armario y yo solo tenía que controlar uno. De esta manera, todo era más sencillo.
Quimeta se sentía muy cómoda en este centro. Cada mañana, cuando llegaba, la recibía María, una de las auxiliares del centro y mi madre estaba contentísima, porqué María era una mujer muy dulce y le daba la bienvenida con mucho amor. Llegaba alrededor de las nueve de la mañana y salía a las cinco de la tarde, aunque el centro estaba abierto hasta las seis, consideramos que era mejor que saliera una hora antes ya que si no se le haría el día muy largo y se pondría nerviosa.
Una mañana en la que acompañé a mi madre al centro de día, María me dio una bufanda de seda que Quimeta había pintado para mí. La terapeuta ocupacional hizo un taller de pintar ropa y le preguntó a quién quería regalar la bufanda. Ella contestó: “A Carme”. Y a mí me gustó mucho tanto la bufanda como el detalle de mi madre respecto a mí, por lo que me puse muy contenta. Continúo llevando esta bufanda de vez en cuando ya que para mí es una pieza muy valiosa.
Quimeta llamaba “señoritas” a las cuidadoras del centro de día, ya que -como antes he explicado- para ella ir al centro de día era ir al colegio. Allí hacía muchas actividades de dibujo, manualidades, gimnasia, etcétera. También se celebraban las fiestas del ciclo festivo: Navidad, Reyes, Carnaval y los aniversarios de los usuarios. Los familiares estábamos invitados a todas estas fiestas, y yo asistía siempre que podía. Al principio, como mi madre estaba físicamente muy bien, le encargaban que pusiera la mesa para comer con la supervisión de la auxiliar, y a ella le encantaba porque le hacía sentirse muy útil.
Llevaba a casa los trabajos que hacía con las profesionales para que yo los viera, y de vez en cuando hablaba con ella sobre ellos y la animaba a continuar haciéndolos y le decía que me gustaban mucho.
Los tres años que estuvo en el centro de día se lo pasó muy bien, y cuando se marchó de allí para ingresar en la residencia los tres hermanos lo sentimos mucho, pero en esta época mi madre ya empezaba a perder facultades y su neurólogo, el doctor Acarín, consideró que era el momento adecuado para ingresarla en una residencia.
Cuando nos fuimos, me despedí del personal del centro con tristeza y les di las gracias por todo lo que habían hecho por Quimeta.
Anécdotas durante esta época
Cuando en el centro de día o en algún otro lugar le preguntaban su nombre, ella decía muy orgullosa: “Quimeta Tor Forga, para servir a Dios y a usted”, una frase que le enseñaron a decir cuando iba a la escuela en Martinet.
Me encantaba preguntarle de vez en cuando si me quería: “Quimeta, ¿me quieres?”. Y ella contestaba: “Sí, hasta el cielo”, otra frase que ella decía cuando era pequeña.
En una ocasión, mi madre fue con mi hermana y su familia a la casa de campo de mi hermano Jaume, cerca de Berga. Allí vio un cuento infantil que pertenecía a sus hijos y tuvo una reacción curiosa, dijo: “Gracias a Dios, esto es lo que yo necesito”. A continuación, comenzó a leer el cuento y eso la puso muy contenta. Desde entonces, mi cuñada Eva le regaló muchos cuentos infantiles de sus hijos y cuando Quimeta estaba en su casa, de vez en cuando ella se los leía, siempre en compañía de alguno de sus hijos ya que mi madre ya no tenía la iniciativa para hacerlo sola.
Un fin de semana que yo me ocupaba de mi madre fuimos a la playa de la Villa Olímpica de Barcelona. Mientras yo conducía, mi madre se removía en el asiento contiguo nerviosa e inquieta. Y, en cuanto llegamos, bajamos del coche y nos dirigimos hacia la playa. Al ver el mar dijo: “Gracias a Dios, esto sí que me gusta”. A partir de aquel momento se quedó tranquila mirando el mar. Desde entonces, muchos fines de semana íbamos a la playa; yo colocaba en el maletero del coche dos sillas plegables de camping y, cuando nos dirigíamos a la playa, en una mano llevaba las sillas y en la otra sujetaba a Quimeta. Caminábamos sobre la arena hasta llegar cerca del agua y mi madre y yo nos sentábamos en las sillas mirando el mar. Esta actividad a la Quimeta le encantaba y se quedaba muy relajada.
Un fin de semana que mi madre estaba en casa de mi hermana Antonia, para distraerla mi hermana la llevó a misa a una iglesia cercana a su casa. Se sentaron en las primeras filas y el cura que oficiaba la misa lanzó un sermón en un tono tan agresivo que parecía que estaba regañando a los feligreses. Quimeta, que aún era consciente de algunas cosas que pasaban a su alrededor, cuando percibió el tono del cura no le gustó, se levantó y en voz alta dijo: “Antonieta, vámonos porque este señor es muy mal educado”. El cura y los feligreses que estaban cerca lo oyeron y mi hermana se tuvo que marchar con mi madre para que esta no hiciera más comentarios genuinos en voz alta.
A mi madre no le gustaban las personas gordas, y un día que yo estaba paseando con ella por la residencia, pasó cerca de nosotras uno de los cuidadores, que estaba gordo y fuerte. Cuando mi madre lo vio, en voz bastante alta, me dijo: “¡Mira, este hombre está gordo como un cerdo!”. Yo me sentí incómoda y avergonzada porque el cuidador la escuchó, pero no le dije nada a mi madre porque ella no lo hubiera entendido, ya que actuaba como una niña y decía lo primero que le pasaba por la mente en cada momento, con una lógica infantil.
Las chicas que la cuidaban cuando salía del centro de día
Contratamos a una cuidadora que iba a buscar a Quimeta al centro de día a las cinco de la tarde. Paseaban por el barrio y, si el tiempo era bueno, caminaban hasta llegar a casa.
La casa de mi madre no estaba lejos del centro de día. Ella vivía en el barrio de la Font d’en Fargues y el paseo era muy bonito y agradable porqué está lleno de casas unifamiliares con jardín y, además, se trata de un trayecto plano.
Quimeta conocía a mucha gente en el barrio porque había vivido allí desde 1970 y, hasta hacía poco tiempo, iba al casal para la tercera edad San Antonio de Padua. En sus paseos, siempre se encontraba a alguna amiga y le resultaba muy agradable. Cuando hablaba con alguna de ellas su conversación resultaba aparentemente normal, pero ella disimulaba porque, en realidad, no sabía con quién estaba hablando. Normalmente, la cuidadora y Quimeta acostumbraban a llegar a casa sobre las siete de la tarde.
Quimeta, en esta época, se encontraba en una etapa en la que todavía era consciente de muchas cosas. A las chicas que se ocupaban de ella les era muy difícil dominarla, y en muchas ocasiones mi madre no quería hacer las actividades que le proponían porque quería decidir ella misma lo que quería hacer. Pero la verdad era que, en el fondo, no quería que hubiera ninguna chica en su casa porque consideraba que las chicas eran unas intrusas, lo cual dificultaba mucho el trabajo de las cuidadoras. A pesar de todo, algunas eran mejores profesionales que otras y sabían manejarla mejor, que eran las que intentaban entretenerla con alguna actividad como escribir, leer o hablar del pasado para hacerle recordar situaciones vividas por ella. Al final del día, le preparaban la cena y se encargaban de que mi madre cenara.
El tiempo que transcurría entre la llegada a casa y la hora de cenar resultaba difícil porque Quimeta, muchas veces, no estaba dispuesta a hacer las actividades. Además, como estaba en su casa, le parecía que la chica que en aquel momento la cuidaba era su criada y que ella le podía mandar hacer lo que ella quisiera. Era muy mandona y decía cosas como: “ Tú eres mi criada y ahora tienes que limpiar toda la casa”. Las chicas hacían lo que les mandaba mi madre para ganársela, aunque no les gustaba hacerlo ni habían sido contratadas para ello. Debido a esta situación, tuvimos muchos problemas con las cuidadoras porque muchas de ellas no estaban dispuestas a servir a mi madre de esta manera.
Finalmente, a las nueve de la noche mi madre ya se había ido a dormir con la ayuda de la cuidadora y esta se iba. Aproximadamente a esta hora llegaba yo.
Poco a poco, con alguna de las últimas chicas, buscamos estrategias para que Quimeta no le mandara limpiar la casa. Por ejemplo, una de ellas fue pasar más tiempo haciendo actividades fuera de casa al salir del centro de día, hasta que llegara la hora de preparar la cena.
Quimeta, en su casa, reaccionaba atacando a las chicas, porque era la única manera que ella tenía para revelarse ante la situación, ya que estaba enferma pero todavía era consciente de muchas cosas. Yo, a veces, deseaba que mi madre pasara a otra fase más avanzada de la enfermedad para que no fuera tan consciente de la realidad y poder dominarla, ya que en la etapa que estaba en ese momento era muy difícil que obedeciera para hacer las cosas que resultaban necesarias para su bienestar.
En esa época tuvimos a muchas chicas, ya que estas no duraban mucho debido a la actitud de mi madre, que las desbordaba; o bien porque ellas incumplían lo que habíamos pactado. Algunas de ellas se ofrecían para realizar este trabajo y, aunque yo las contrataba como profesionales, en realidad no lo eran, por lo que no se sentían capaces de entender las reacciones de Quimeta y se tomaban sus ataques como algo personal. Finalmente, encontré una agencia donde las cuidadoras que me proporcionaban eran muy profesionales y efectivas. Y en este momento la relación entre mi madre y las cuidadoras empezó a funcionar mucho mejor, ya que la atención de las chicas hacia mi madre era muy buena y conseguían llevar a mi madre a su terreno.
Mi madre acostumbraba a estar siempre muy nerviosa por las tardes. Durante la mañana estaba más tranquila, pero a medida que iba pasando el día cada vez se mostraba más inquieta. El neurólogo le había recetado un medicamento suave que la ayudaba a tranquilizarse, el cual se lo dábamos por la mañana, al mediodía y por la tarde, cuando llegaba a casa acompañada de su cuidadora, por lo que al cabo de un rato mi madre empezaba a estar más tranquila y era más fácil para la cuidadora poder trabajar con ella.
Las noches que pasaba en su casa durante la semana
A pesar de que había decidido seguir viviendo en mi casa, por las noches iba a dormir a casa de mi madre. En verdad, para mí era un poco agotador y me creaba cierto desorden en mi vida, ya que a lo largo de un mismo día cambiaba de ubicación varias veces, con todo lo que esto implicaba en cuanto a tener ropa en las dos casas, etcétera. A pesar de todo, tenía muy claro que quería hacerlo de esta manera porque así mi madre podía seguir viviendo en su casa y en su entorno. Y también porque por la mañana y por la noche se encontraba conmigo, su hija, y no con una persona ajena a la familia. Por todo ello, me parecía que este sacrificio valía la pena.
Cuando llegaba, si no era muy tarde, iba a saludarla a su habitación. Si estaba despierta, hablábamos un ratito. Le preguntaba cómo había ido el día, a veces le preguntaba por sus cuidadoras del centro de día, de las que siempre me hablaba muy bien, pero como no recordaba mucho los hechos a corto plazo todo esto me lo explicaba a base de hacerle muchas preguntas.
Un día, llegué un poco tarde a casa y mi madre estaba ya durmiendo. Entré en su habitación para ver cómo estaba, y se despertó. Se alegró al verme y en un tono muy alegre, sonriente y muy satisfecha, me dijo: “¿Sabes? Se me ha aparecido la Virgen”. Yo le respondí: “Ah, ¿Sí, Quimeta?”. “Sí, sí”, insistió. Quimeta con su alegre y radiante rostro, estaba muy convencida de lo que decía.
Otro día, por la noche, yo trabajaba en unos documentos en el comedor de su casa. Era ya muy tarde, y, de pronto, vi a mi madre que se acababa de levantar de la cama y daba vueltas por toda la casa. Pasó por mi lado, no me vio, y, una vez hubo revisado todas las habitaciones, volvió a su cama.
Otra noche en la que yo dormía, de pronto, escuché un ruido y me levanté. Me encontré con mi madre totalmente vestida de calle. En aquella época le poníamos pañales porque tenía incontinencia urinaria y esa noche llevaba los pañales y el pijama debajo y encima la ropa de calle -también llevaba una bolsa llena de ropa-. Le pregunté: “¿A dónde vas Quimeta?. Y ella me contestó: “Me voy a La Seu d’Urgell, hay un taxi abajo esperándome”. Intenté convencerla de que a esas horas todos los taxistas estaban durmiendo y de que sería mejor que esperara a la mañana siguiente para marcharse. Tuve suerte y la convencí, por lo que la ayudé a desvestirse y volvió a dormirse. Aquel día me quedé estupefacta, porque comprendí que mi madre estaba dispuesta a marcharse sola de casa, a las tantas de la madrugada. De todas maneras, no hubiera podido salir porque, por si acaso, cada noche yo cerraba la puerta de la calle con llave y la guardaba en otro lugar. Por la mañana, cuando se despertó, a ella se le había olvidado aquel episodio.
Mi madre cada vez tenía más incontinencia urinaria. Por lo cual, la chica que la cuidaba le ponía un pañal al irse a dormir. Y antes de irme yo también a dormir se lo cambiaba por otro. Cada vez se levantaba menos para ir al lavabo, pero un día se quiso levantar y se cayó. Yo no la escuché y hacia las cinco de la mañana me la encontré tirada en el suelo. ¡Pobrecita!, posiblemente se había pasado mucho rato en el suelo durante la noche. Quimeta estaba quieta, con los ojos abiertos y muy fría, incapaz de levantarse y pedir ayuda.
Este tipo de situaciones me provocaban una profunda tristeza, por el hecho de ver a mi madre tan desprotegida. Me despertaba una gran ternura y muchas ganas de protegerla, ya que veía que era incapaz de cuidarse y pedir ayuda ante cualquier situación difícil. Por ello, sentía que tenía que protegerla y defenderla ante cualquier situación.
A partir de aquel día, los tres hermanos decidimos que, como era muy difícil controlarla durante la noche porque se podía levantar a cualquier hora y a mí me podía pasar desapercibido, le pondríamos unas barandas en la cama para que no se pudiera levantar. Mi hermana Antonia se encargó de comprar unas del tipo que acostumbran a ponerle a los niños; y, desde entonces, mi madre ya no se volvió a levantar durante la noche, por lo que yo le cambiaba el pañal y todo funcionaba bastante bien.
A veces, cuando iba a su cuarto por la noche, mi madre me explicaba que veía personas en la estancia. Por ejemplo, un día yo estaba con ella en la habitación, me dijo: “Mira estos dos, no sé qué están haciendo aquí”. Ella miraba hacia un punto de la estancia muy atenta, como si viera algo. Yo le decía: “Quimeta, no veo a nadie”, pero ella continuaba mirando durante un ratito y observando lo que ella creía ver. Mientras fue capaz de expresarse, de vez en cuando explicaba situaciones similares.
Los fines de semana que pasaba mi madre con los tres hermanos cuando iba al centro de día
Como ya he comentado antes, cada fin de semana uno de los hermanos éramos responsables de Quimeta.
Cuando mi madre iba al centro de día, al llegar el fin de semana que nos tocaba a cada uno de nosotros, cada hermano la llevaba a la casa donde le tocara pernoctar. Procurábamos tenerla muy ocupada porque, como estaba muy inquieta, necesitaba movimiento constante con el fin de que se tranquilizase. La verdad era que ella se lo pasaba bastante bien.
Los tres teníamos muy claro que una buena manera de retardar su deterioro era intentar que estuviera siempre activa, y una de las mejores maneras era hacerla caminar mucho. Cuando salía con nosotros esta era nuestra prioridad. Le gustaba mucho caminar y este ejercicio le iba muy bien porque mientras caminaba estaba entretenida y tranquila.
Mi hermano Jaume vivía en una casa con jardín, bastante cerca de la casa de mi madre y de la mía y a mi madre le gustaba mucho ir a su casa porque podía permanecer en el exterior. Para tenerla entretenida, Jaume le hacía barrer el patio y quitar las hojas secas, y a mi madre le encantaba porque se sentía útil. Los sábados por la tarde hacían pizza, era una costumbre familiar porque a sus hijos Roc y Pau les gustaba mucho y aprovechaban ese momento, que era cuando tenían más tiempo, para prepararla entre todos: Jaume, su mujer, Roc, Pau y mi madre. De esta manera, mi madre estaba muy ocupada y se mostraba encantada. Pero cuando se ponía nerviosa mi hermano la llevaba de paseo por el barrio.
Mi hermana Antonia se la llevaba a su casa en Cornellà, donde vivía con su marido Frederic, ya que sus hijos ya estaban emancipados. La llevaban de paseo todo el día, iban a los museos, a la playa, etcétera. De esta manera, Quimeta estaba contenta y tranquila, y cuando llegaban a casa Antonia le daba trabajo, le hacía limpiar lentejas, cortar vegetales, etcétera, por lo que se sentía muy útil. Cuando, a pesar de realizar todas estas tareas, mi madre seguía inquieta, Antonia tiraba disimuladamente por el suelo las lentejas y le decía: “Quimeta me tienes que ayudar a recoger las lentejas”. Ella se mostraba encantada, se ponía a recogerlas y muy pronto se calmaba. Cuando se le acababa el trabajo, Quimeta decía que se quería ir; entonces, se le buscaba otro trabajo o volvían a salir a la calle.
A los hijos de Antonia y Frederic, Ernest y Marta, les gustaba coincidir con su abuela cuando estaba en casa de sus padres porque la querían mucho, ya que Quimeta se había ocupado de ellos muchas veces cuando eran pequeños, tanto en Barcelona, como durante los veranos en La Seu d’Urgell.
Los fines de semana que me tocaba a mí estar con ella, paseábamos mucho. Y, cuando estábamos en casa, me ayudaba a hacer la comida. Pero, en algún momento que no la controlaba, originaba algún que otro pequeño desastre. Como una vez que, en verano, se orinó junto a mi cama y no noté nada porque se secó debido al calor. Como el suelo de mi casa era de madera, este se impregnó de orina y olía muy mal. Me costó mucho conseguir que el olor desapareciera, y para ello tuve que limpiarlo con un detergente fuerte y poner un purificador perfumado durante mucho tiempo, hasta que finalmente desapareció el olor. Otro día estaba en el salón y se sentó sobre un revistero de madera, el mueble se rompió y a ella no le pasó nada.
La mayoría de los domingos íbamos a comer a casa de su hermano Jaume, que vivía en la Villa Olímpica, cerca del mar. Antes de comer aprovechaba para llevarla a la playa, nos sentábamos un ratito cerca del agua en unas sillas y después íbamos a comer a casa de mis tíos Jaume y Ramona. A mi madre le encantaba ir a casa de su hermano y su familia porque los quería mucho. La mujer de Jaume se llamaba Ramona
-como su vecina-, la quería muchísimo y siempre decía que era su cuñada predilecta. También quería mucho a sus sobrinos, Mariona y Jaume. Quimeta decía que Mariona era su sobrina preferida, y con Jaume también tenía una relación muy afectuosa. Por lo cual, los domingos que yo me ocupaba de mi madre era muy fácil pasar el día porque ella se sentía muy bien en la casa de su hermano y su familia y, a la vez, entre todos procuraban tenerla entretenida. Cuando empezaba a ponerse nerviosa, Mariona le decía: “Padrineta, me tienes que ayudar a doblar estas servilletas”. Y Quimeta, muy diligentemente, se ponía a trabajar. Cuando había doblado todas las servilletas, Mariona, disimuladamente, las desplegaba y Quimeta volvía a doblarlas.
Un domingo que íbamos a comer a su casa y que, como siempre, antes habíamos ido a pasear por la playa, mi madre tuvo un comportamiento extraño y estuvo más nerviosa de lo normal. Llegamos a casa de mis tíos como pudimos, y a la hora de comer mi madre no tenía hambre. De pronto, su boca se le torció y tuvo un infarto cerebral como los que ya había sufrido en otras ocasiones. A pesar de que la crisis no fue muy fuerte, yo estaba muy nerviosa porque cuando mi madre estaba en este estado su cuerpo comenzaba a hacer unas torsiones bastante impactantes. Pero, como ya tenía experiencia, tuve la paciencia de acompañarla durante este proceso y esperé un poco antes de llamar al médico. La crisis no duró más de dos minutos; los cuales, se me hicieron eternos. Poco a poco, todo volvió a la normalidad. Parecía que no hubiera ocurrido nada y mi madre volvió a su estado de normalidad, aunque un poco débil y desorientada. Durante la comida, Quimeta no tenía hambre y, prácticamente, no comió casi nada. Al principio, hablaba con la boca un poco torcida pero, poco a poco, esta fue volviendo a su estado normal y en esta ocasión decidimos no llamar al médico porque la crisis ya había pasado y mi madre estaba bien.
Desde que Quimeta tuvo su primer infarto cerebral, de vez en cuando, tenía estas pequeñas crisis más suaves, que reciben el nombre de microembolia cerebral, a las que ya nos habíamos acostumbrado y de las que los médicos nos habían explicado que muchas personas mayores son propensas a ellas, y que las sufrían de vez en cuando. Cuando mi madre tenía una crisis de estas características, durante uno o dos días, hablaba con cierta dificultad y tenía la boca ligeramente torcida; pero después, paulatinamente, todo volvía a la normalidad.
Después de cada una de estas crisis, acostumbraba a quedarse muy tranquila y relajada. Yo tenía la sensación de que tras la crisis alguna parte de su cerebro se había desbloqueado de tal forma que Quimeta mejoraba durante algún tiempo.
Los veranos en La Seu d’Urgell
Desde que se le manifestó la enfermedad, mi madre tenía la obsesión de irse a La Seu d’Urgell, el pueblo donde había vivido tras su boda. Por ello, a los tres hermanos nos pareció aconsejable que ella pudiera ir en verano como siempre había hecho, ya que siempre le había gustado mucho y lo consideraba su pueblo de adopción.