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Por otro lado, observamos también en la entrada de la Modernidad el paso que dan desde la esfera pública hacia la privada tanto la religión como la moral. Martínez de Pisón Cavero (1996, p. 720) destaca, por ejemplo, que “el deseo de vida privada surge con la lectura en familia de la Biblia, el diálogo interno con Dios, la reclusión interior y la escritura de escritos personales, en fin, con la ética protestante —mercantil, por encima de todo, sujeta al ahorro, al cálculo, a la honestidad y a los libros mercantiles— y con las exigencias sociales y políticas de la utopía burguesa en los siglos XVII y XVIII, y materializada en el más puro sistema liberal del XIX”.
No obstante, el monopolio de lo público por lo estatal no tardaría en modificarse. La fundamental oposición entre la sociedad burguesa —integrada en un primer nivel, más íntimo, por las familias y, en un segundo nivel, por las relaciones de tráfico mercantil y trabajo social— y el Estado, daría lugar al surgimiento de una nueva esfera pública, integrada por órganos de información estructuralmente separados del Estado y dirigidos por privados (Habermas, 1991, p. 50). Se formó de esa manera un nuevo concepto de “interés público”, entendido como la suma de los intereses particulares, y que se enfrentaría al de “soberanía absoluta” y arcana imperii. Así, surgiría también el concepto de opinión pública, que comienza a controlar las decisiones del gobierno, y que se forma en asociaciones privadas a partir de la información compartida por la prensa. Se integró de esa manera lo que Habermas ha denominado la “esfera pública burguesa”, caracterizada por someter al poder público a la razón. Y si bien, en principio, “la esfera pública estaba abierta a todos los individuos privados, en la práctica se restringía a un grupo limitado de la población” (Thompson, 2011, p. 16), los propietarios y aquellos que había podido educarse.
Frente a estas nuevas comprensiones de la esfera pública, surge también una nueva fórmula de entender la esfera privada, de raigambre más bien liberal. En opinión de Arendt (2003), la esfera privada alcanzaría un nuevo significado y valor, toda vez que el “mundo íntimo” y la individualidad se abrieron paso frente a “las igualadoras exigencias de lo social” (p. 50), las que “tienden a normalizar a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente” (p. 51). Benjamin Constant proclamará, en contraste con la libertad de los antiguos, la nueva libertad de los modernos, caracterizada por una participación indirecta en los asuntos públicos y una amplia protección de su despliegue autónomo en el ámbito privado. Así también, como nota Berlin (1988, p. 196): “filósofos tales como Locke o Adam Smith y, en algunos aspectos, Mill, creían que la armonía social y el progreso eran compatibles con la reserva de un ámbito amplio de vida privada, al que no había que permitir que lo violase ni el Estado ni ninguna otra autoridad”.
Esta reserva se materializaría a partir del reconocimiento de un derecho de libertad negativa, entendido como “estar libre de: que no interfieran en mi actividad más allá de un límite, que es cambiable pero siempre reconocible” (p. 196). Del mismo modo, la protección jurídica de la privacidad se traduciría en el reconocimiento y la protección del derecho a la propiedad privada. Las garantías antes mencionadas se reconocieron como derechos en las cartas fundamentales paradigmáticas de la Modernidad, tales como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, donde lo hallamos estatuido como un derecho general de libertad y en el Bill of Rights de la Constitución de los Estados Unidos de América de 1791 donde se le caracteriza más específicamente en la Enmienda IV. Como puede apreciarse, en la Modernidad, la esfera privada obtiene protección como derecho subjetivo frente a las intromisiones de la autoridad del Estado o de terceros.
Llegados a este punto, podemos observar que la esfera privada ha sufrido un gran proceso de transformación. De ser un espacio para la satisfacción de las necesidades más básicas, pasó a convertirse en un auténtico espacio de realización y desarrollo personal garantizado jurídicamente. No obstante, como ha hecho notar la crítica feminista, no se abandonó del todo la idea del espacio privado como un lugar reservado a la mujer, a las actividades del hogar y a la satisfacción de necesidades básicas. En esa línea argumentativa, desde esta teoría se critica que la visión liberal haya considerado idílicamente al espacio privado como una dimensión libre de represiones, pues no lo habría sido así para las mujeres. Asimismo, se critica que las políticas estatales se hayan inmiscuido en el espacio privado en perjuicio de la mujer, y que no hayan corregido de modo suficiente las asimetrías de la esfera privada (Roessler, 2004, capítulo 2, sección 2, párr. 1).
Más aun, con el surgimiento del modelo de Estado social, los límites entre la esfera pública y la esfera privada volverían a difuminarse. El Estado asumirá nuevas funciones interventoras sobre la esfera privada, regulando ciertos mercados e instituyendo, por ejemplo, regulaciones laborales; mientras que organizaciones sociales, como los sindicatos, las corporaciones empresariales y los partidos políticos, ganarán presencia en la esfera pública y se convertirán, en reemplazo de los ciudadanos, en los principales interlocutores del poder estatal.
Entonces, ¿cómo se delimitan los contornos de las esferas pública y privada hoy en día? Resulta sumamente difícil determinar qué elementos de la vida humana conforman la esfera privada y cuáles otros se entienden preferentemente como parte de la esfera pública. Sin embargo, es posible evidenciar, al menos, que la religión ha dejado de tener un lugar privilegiado en la esfera pública; del mismo modo que la violencia familiar ha dejado de ser un asunto propio de la esfera privada. En esa línea de ideas, no parece conveniente intentar enumerar con pretensiones de exhaustividad todos los posibles aspectos de la vida humana que ingresarían al ámbito de lo público o de lo privado, pues dicha valoración habría de hacerse caso por caso, y contextualmente.
A diferencia de la Antigüedad y del Medioevo, lo público y lo privado ya no se definen hoy en función a un espacio físico. Por el contrario, con el auge de los medios electrónicos de comunicación como la radio, la televisión y la internet, han surgido nuevas “formas de comunicación mediáticas que no tienen características dialógicas ni espaciales” (Thompson, 2011, p. 33), convirtiéndose así en lo que Habermas (1991) denomina una esfera pública como plataforma para el entretenimiento y la comercialización. Más aún, lo transmitido por dichos medios se perenniza en cierto modo, pues puede “ser puesto en circulación indefinidamente en el espacio de los flujos de información y reproducido en muchos medios y contextos diferentes” (p. 34). En ese sentido, una de las principales concepciones actuales de la esfera pública la constituye lo que llamamos el entorno público mediático. Correlativamente a ello, la esfera privada se ha convertido en un entorno no-espacial “de información y contenido simbólico sobre la cual el individuo quiere ejercer control” (p. 33), lo que no significa que esta posibilidad de control se vea constantemente desafiada, desdibujándose así, una vez más, los límites entre ambas esferas.
Por otro lado, Rabotnikof (2008) sugiere que la búsqueda de una auténtica esfera pública no ha cesado; en esta se articularían lo común, lo general y lo visible, con niveles de accesibilidad ciertamente ampliados. A su juicio, lo público lo configurarían una pluralidad de espacios de debate abierto, en el que “concurren diversas formas de organización, de comunicación, de construcción identitaria que no pueden resolverse con una pura exaltación de las diferencias o con una fácil celebración del consenso” (p. 47).
Adicionalmente, es importante tener en consideración que, en la actualidad, se ha abandonado el acento individualista de la esfera privada. Así, por ejemplo, si bien desde el Comunitarismo se proclama que la autonomía individual se ejerce a partir de los valores y compromisos centrales con la identidad personal, esta se encuentra definida por una variedad de roles, relaciones y prácticas sociales. Desde el liberalismo, autoras como Roessler (2005) afirman que la esfera privada requiere protección jurídica no solo porque garantiza un espacio de autonomía individual, sino también porque tiene una dimensión social de carácter constitutivo, al proteger las relaciones que los individuos gestan en esta esfera.
Más aún, Mokrosinka (2018) sostiene que la protección jurídica de la esfera privada tiene también una dimensión política, pues permite que los ciudadanos se gobiernen por normas que son fruto de una deliberación y una justificación pública. En su opinión, en la esfera privada permanecerían todas aquellas visiones de vida buena, estilos de vida, compromisos e informaciones que no son susceptibles de ser aceptados por los otros miembros de la comunidad política luego de una deliberación racional (p. 129). En ese sentido, se podría decir que hoy el material a ser visible en la esfera pública debe ser susceptible de ser aceptado razonablemente por todos, de modo que la comunidad política se gobierne por normas que todos sus ciudadanos reconocen, garantizando así su autogobierno.
Sin perjuicio de las indispensables contribuciones de las autoras citadas, resulta importante recordar que una vida buena al interior de una comunidad política no puede gestarse viviendo exclusivamente para la esfera pública. Como señala Cruz Prados (2009, p. 100): “la vivencia de los objetos propios de la esfera privada posibilita una adecuada participación en la esfera pública de la comunidad política”.
De lo hasta aquí estudiado podemos obtener, al menos, las siguientes conclusiones. Primero, que en toda comunidad política hay objetos que son comunes, dado que todos los ciudadanos los entienden como relevantes, a pesar de sus diferentes puntos de vista, y precisamente por dicha relevancia, la autoridad adquiere competencia sobre ellos. Segundo, que en toda comunidad política existen objetos que tienen una naturaleza privada, por lo que son compartidos entre algunos pocos y determinados por la libre y espontánea acción social, generando que, en principio, sobre ellos no pueda intervenir legítimamente la autoridad política. Tercero, que no puede plantearse razonablemente una regla fija sobre qué aspectos deben ser incluidos en el primer grupo de objetos y cuáles han de serlo en el segundo; lo que queda más bien librado a una determinación prudencial al interior de cada comunidad política: una decisión fruto de la deliberación racional dirigida a lograr el bien específico de dicha comunidad. Cuarto, que a lo largo de la historia se han dado diversas formas de materializar la distinción entre lo público y lo privado, y que ello ha llevado a que las fronteras entre ambas dimensiones no siempre se hayan podido delinear con claridad. Quinto, en la actualidad se concibe la esfera pública no como un espacio físico, sino como la posibilidad de otorgar visibilidad a una serie de hechos y conductas a través de los medios de comunicación electrónicos, lo que viene dando lugar a formas de comunicación no dialógicas y comerciales, que invaden en mayor medida la esfera privada. Sexto, que en este contexto, se busca nuevamente encontrar el ámbito propio de una auténtica esfera pública y, asimismo, custodiar una esfera privada que permita el florecimiento de los ciudadanos en el seno de la comunidad política.
2. DESARROLLO HISTÓRICO DE LAS DIFERENTES FACETAS DEL DERECHO A LA PRIVACIDAD
La protección jurídica de la esfera privada también ha experimentado una evolución a lo largo de los años y, ciertamente, al igual que la distinción entre el ámbito público y el privado de la vida de los ciudadanos, no ha tenido siempre una idéntica configuración. Lo veremos muy brevemente.
Si bien en la Grecia Clásica no se encuentra propiamente una protección jurídica de esta esfera, en Roma encontramos, por ejemplo, una protección específica del domicilio y de la correspondencia (Ruiz Miguel, 1995, p. 49). Así también, podría considerarse un hito de la protección de la vida privada, el Edicto de Milán del año 313, por el que los Emperadores Constantino y Licinio declararon la libertad de la Iglesia cristiana para ejercer su religión al igual que los otros credos del Imperio (p. 50).
Ruiz Miguel afirma también que durante la Edad Media quizá la protección de la inviolabilidad del domicilio haya sido la vertiente de la vida privada con mayor desarrollo, específicamente a través de la doctrina de la tranquilitas doméstica (p. 54). Del mismo modo, habrían merecido cierta protección tanto el honor como la fama personal, por ejemplo.
También es importante mencionar que, durante la Edad Media, incluso en propuestas de regímenes políticos con una fuerte visión sacra de la autoridad como la de Tomás de Aquino, resuena la idea de tolerancia, hoy tan cercana a nuestros oídos. Como señala George (2002, p. 44), el Aquinate se mostró proclive a tolerar los ritos de la religión judía (los que consideraba, en cierta medida, valiosos, por prefigurar la verdad completa de la religión cristiana) y también los de otras religiones que no consideraba valiosos en sí mismos; y lo hizo con el fin de evitar en el futuro lo que, a su juicio, serían males mayores al interior de la comunidad política, tales como el rechazo precisamente a la religión cristiana.
Dicho de otro modo: la pretensión por parte de la autoridad de impedir que los ciudadanos hagan el mal podría ocasionar en el futuro que se impida a los mismos optar por el bien. Tomás de Aquino se opuso también a la imposición de un bautismo cristiano obligatorio sin el consentimiento de los padres del menor, esto último por atentar contra lo justo natural. Eso sí, se mostró contrario a la tolerancia de actos heréticos o apóstatas. Por otro lado, incluso defendiendo la tesis de que el bien común al interior de la comunidad política implica el logro de la salvación eterna de sus ciudadanos, el Aquinate observaba con acierto que los legisladores prudentes debían adecuar sus leyes (principalmente en el ámbito penal) al carácter de su pueblo, así como al talante moral de su sociedad, lo que implicaba tolerar ciertos vicios y males morales (George, 2002, p. 41).
Habermas (2003), por su parte, destaca que entre los siglos XVI y XVII, se emitieron los llamados “edictos de tolerancia” que obligaron a los oficiales del Estado y a la población a ser, precisamente, tolerantes en su comportamiento para con las minorías religiosas luteranas y hugonotas. No obstante, dichos edictos habrían dejado de obedecer a una justificación meramente pragmática, para sostenerse principalmente en argumentos morales, vinculados a la protección de los derechos a la libertad de conciencia, pensamiento y expresión (p. 4), los que, como señalamos anteriormente, se vinculan a la protección de la esfera privada.
Doctrinas liberales como la de John Stuart Mill exponen con detalle este nuevo paradigma. En el ámbito privado, los ciudadanos “eligen aquellos elementos que consideran fundamentales para la «buena vida», siguen los principios religiosos que consideran más adecuados y tienen las opiniones que quieren, y el Estado no debe intervenir en estos asuntos de la vida privada” (Sabater Fernández, 2015, p. 133). Así, para Mill, el Estado solo podría intervenir cuando las acciones de los individuos representan un peligro para terceros, no obstante, no debería establecer legislaciones generales sobre el ámbito privado.
El Bill of Rights de la Constitución de los Estados Unidos de América es de los primeros instrumentos en reconocer una garantía específica vinculada a la protección de ciertos espacios y documentos privados. Así, la conocida enmienda IV señala:
No se infringirá el derecho del pueblo a que sus personas, domicilios, papeles y efectos estén protegidos contra los registros y las incautaciones irrazonables, y no se expedirán a ese fin órdenes que no se justifiquen por un motivo verosímil, que estén corroboradas por juramento o afirmación, y en las que se describa específicamente el lugar que deba registrarse y las personas o los objetos que han de aprehenderse.
Esta consagración expresa obedecería a algunas nociones ya reconocidas en el Derecho Colonial que responden al clásico aforismo inglés “a man’s house as his castle”. Saldaña (2012, p. 205) explica que el vínculo entre esta enmienda y la protección de la privacidad se encuentra por primera vez en el texto A treatise on the Constitutional Limitations which Rest upon the Legislative Power of the States of the American Union, del juez Thomas M. Cooley, para quien las garantías de la tercera, cuarta y quinta enmienda “constituyen vehículos de protección de la privacidad individual”. Más adelante, este mismo autor acuñaría la expresión “the right to be left alone” en su libro Treatise on the Law of Torts, donde destacó que “el derecho de la persona a protegerse frente a invasiones de la privacidad alcanza tanto frente a la intromisión ilegal de los agentes del gobierno como frente a la curiosidad lasciva del público en general” (p. 206).
Durante el último tercio del siglo XIX, la proliferación de los medios de prensa, así como los avances de la fotografía y de los mecanismos para reproducir imágenes, llevarían a la prensa de corte sensacionalista a publicar diversos aspectos de la vida privada de los socialités norteamericanos de la época. Precisamente frente a este fenómeno, Warren y Brandeis (1890/1995, p. 47), en su artículo The right to privacy, proponen un mecanismo de protección legal, en sus palabras: “un principio que pueda ser invocado para amparar la intimidad del individuo frente a la invasión de una prensa demasiado pujante, del fotógrafo, o del poseedor de cualquier otro moderno aparato de grabación o reproducción de imágenes o sonidos” Este principio otorga a toda persona el poder de decisión sobre la comunicación de sus “pensamientos, sentimientos y emociones” (p. 31).
Según los citados autores, se trataría de un poder de decisión que se materializaría mediante una nueva acción legal de indemnización por daños “ocasionados frente a la recopilación y publicación de aspectos reservados de la vida personal”, distinta de la acción por difamación, que protegía a las personas frente a la divulgación de hechos falsos (pp. 70-71). Como podemos apreciar, el principal enfoque de Warren y Brandeis está en el reconocimiento de un poder jurídico para el control individual sobre la divulgación o no de la información personal.
La doctrina sería recogida en fallos posteriores de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Así, por ejemplo, en la sentencia del caso Union Pacific Railway Co v. Botsford los jueces fallaron que en el marco de un proceso civil un juez no puede obligar a un ciudadano a someterse a un examen quirúrgico, pues cada ciudadano tiene derecho a la posesión y control de su propia persona frente a terceros (Saldaña, 2012, p. 219). Del mismo modo, diversas Cortes de Apelaciones y Cortes Supremas estatales fueron reconociendo el llamado derecho a la privacidad, principalmente en casos que involucraron el uso no autorizado de la imagen personal. Ante la variedad de casos que involucraban una tort por violación del right to privacy, William Prosser, en un intento de sistematización, clasificaría la violación a la intimidad en hasta en cuatro tipos: “intrusión en el aislamiento y soledad de la víctima o de sus asuntos; revelación pública de hechos embarazosos; publicidad que presenta una imagen falsa de la víctima y apropiación lucrativa del nombre o la apariencia del afectado” (Corral Talciani, 2000, p. 56).
La Corte Suprema de los Estados Unidos se pronunciaría sobre la alegada vulneración de este derecho en Olmsted vs. United States. El caso involucraba una serie de escuchas telefónicas realizadas por agentes del gobierno durante cinco meses, las que estuvieron dirigidas contra comerciantes sospechosos de violar la National Prohibition Act de 1920. La opinión mayoritaria no dio la razón a los demandantes, dado que, en su interpretación, para que se configure propiamente una violación de la Cuarta enmienda se “exigía una efectiva intrusión física (phisical trespass) en los domicilios, documentos y efectos personales” (Nieves, 2012, p. 226), lo que, consideraban, no había ocurrido en el caso en litigio, pues para acceder a las escuchas telefónicas no se había penetrado en el domicilio de los demandantes.
En su opinión disidente el ya para entonces Juez Brandeis afirmó que los autores de la Constitución de los Estados Unidos de América habían otorgado a cada ciudadano el derecho a ser dejado solo, por lo que “toda intrusión no justificada del gobierno en la privacidad del individuo, cualesquiera que sean los medios empleados, debe considerarse una violación de la Cuarta Enmienda” (Saldaña, 2012, p. 227). Asimismo, defiende una interpretación evolutiva de la cuarta enmienda, por lo que la misma no debería ceñirse a una interpretación tan restrictiva de la invasión del domicilio y de las comunicaciones privadas, y, por el contrario, debería atender también a los cambios tecnológicos (p. 228).
La doctrina Olmsted se mantuvo en el caso Silverman v. United States, y no es sino hasta Katz v. United States en el que la Corte afirmó que la Cuarta Enmienda también protege a los individuos frente a actos de espionaje telefónico. Sin embargo, no será hasta el fallo del caso Griswold v. Connecticut que el derecho a la privacidad adquiera una nueva connotación, y pase a ser entendido como un derecho individual a la libre decisión personal. En Griswold se decidió la inconstitucionalidad de la prohibición por parte del Estado de Connecticut del uso de métodos contraceptivos en los matrimonios, pues la Corte entendió que el dormitorio era un espacio íntimo en el que el Estado no debía intervenir. Para el juez Douglas, quien fue el redactor de la opinión mayoritaria, el derecho a la vida privada protegía también “las relaciones íntimas entre marido y mujer y la lealtad bilateral de esas relaciones de las interferencias estatales” (Corral Talciani, 2000, p. 57).
Posteriormente, en Eisenstadt v. Baird, la Corte Suprema desarrolla el derecho a la vida privada como uno de autonomía decisional, que les permitiera a los individuos “optar libre y solitariamente lo que consideraran mejor para ellos, despreciando las convenciones sociales” (Corral Talciani, 2000, p. 58). Con este último precedente, el camino quedó trazado para uno de los hitos jurisprudenciales más controvertidos de la Corte Suprema Norteamericana: en el caso Roe v. Wade se afirmó que el derecho a la vida privada era suficientemente amplio como para permitir a la mujer decidir no solo si tiene o no un hijo, sino también decidir si este debe o no nacer. Más adelante, la Corte establecería que el derecho a la vida privada protege también las relaciones homosexuales en el famoso caso Lawrence v. Texas.
Al otro lado del Atlántico, la protección jurídica del derecho a la privacidad no se consolidó en el ámbito constitucional sino hasta el siglo XX. Sin perjuicio de ello, en el ámbito civil, ya se venían gestando algunas respuestas legales frente a la divulgación de información e imágenes de carácter privado. Moreno Bobadilla (2020, p. 210) narra el caso de Alejandro Dumas, quien en 1867 reclamó por la publicación de unas fotografías sobre él, con el argumento de que si bien, en un primer momento había consentido que fueran publicadas, luego se hubo retractado de que se hiciera. La justicia francesa, finalmente, le dio la razón al célebre autor de Los Tres Mosqueteros. También en el país galo tendría lugar el affaire “Rachel” de 1858, en el que se demandó a un medio por haber publicado el retrato de una artista en su lecho de muerte sin autorización de sus parientes. Más adelante, la Loi relative a la presse prohibiría la publicación de hechos relativos a la vida privada de las personas, conducta que recibiría como sanción una multa de 500 francos. Estos casos van gestando en la doctrina la creación del concepto general de “derechos de la personalidad” (Corral Talciani, 2000, p. 60).
Ya en el siglo XX, en Francia se aceptarían casos sobre responsabilidad por ilícitos civiles como consecuencia de la vulneración del derecho a la vida privada. El primer de ellos data de 1955, en el que son partes la actriz Marlene Dietrich y la revista France Dimanche. Finalmente, en 1970 se consagra el derecho a la vida privada mediante Ley 643/1970, incorporándose así al artículo 9 del Código Civil Francés (Corral Talciani, 2000, p. 61). Contrariamente, en Italia y en Alemania las cortes fueron más reacias a incorporar el llamado diritto a la riservatezza, por no tener este un tratamiento expreso en la ley.