El debate sobre la propiedad en transición hacia la paz

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1.2. Tecnologías de género
En perspectiva foucaultiana,2 De Lauretis (1989) propone el concepto de tecnologías del género para explicar cómo operan variadas tecnologías sociales en la producción de los sujetos generizados y/o como procedimientos para normalizar, naturalizar y esencializar la diferencia sexual. Moreno (2011), de acuerdo con la autora, define a estas tecnologías como “regímenes complejos, donde deben incluirse, sin duda, las prácticas discursivas, los proyectos pedagógicos, las normatividades” (p. 50), las que apuntan a producir sujetos, prácticas y subjetividades generizadas. En este sentido, la fabricación del género se corresponde con “el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales” (p. 8) a través del despliegue de prácticas y discursos.
Además de las propuestas de Foucault, De Lauretis incorpora algunos elementos de la teoría althusseriana. En primera instancia, apela al concepto de ideología3 para establecer que el género es tal en la medida en que este “tiene la función (que lo define) de constituir individuos concretos como varones y mujeres” (p. 12). Conforme con esto, el género es ideología y es efecto de la ideología de género. En segundo lugar, alude al concepto de aparatos ideológicos del Estado (AIE)4 para definir a las tecnologías de género, las que existen porque el género es ideología, constituyéndose en una de las maneras de ponerla en circulación, aspecto que incide en la modelación de cuerpos y subjetividades. En este sentido, “la ideología existe materialmente a través de los aparatos ideológicos del Estado (AIE)” (Parra, 2017, p. 255).
En las tecnologías de género, convergen “discursos institucionalizados, epistemologías y prácticas críticas, así como prácticas de la vida cotidiana”, que apuntan a la generización de los sujetos. Sin embargo y tal como lo afirma Sainz (s. f.), De Lauretis no propone la existencia de un AIE del género, sino que el género “es transversal a todos los aparatos de Estado”.
Desde esta perspectiva, las políticas públicas podrían ser definidas como tecnologías de género, en la medida en que 1) son construidas (negociadas, formuladas y puestas en marcha) por sujetos que encarnan al género como ideología; 2) en estas se plasman las representaciones que sobre los géneros encarnan los sujetos generizados que participan en su formulación; y 3) al ponerse en marcha (implementación) reproducen, afianzan y legitiman las representaciones de género.
No obstante, para comprender cómo operan resulta clave ahondar en las propuestas de Althusser sobre los AIE. Si consideramos que estos se constituyen en dispositivos que son resultado a su vez que contienen la ideología, “prescriben prácticas materiales que interpelan a los individuos de manera que estos terminan aceptando como necesarias las formas de comportamiento que las prácticas requieren por parte de ellos” (Parra, 2017, p. 255). En este orden de ideas, los AIE funcionan como mecanismos de sujeción. La sujeción es condición para la producción de sujetos funcionales al sistema (Althusser, 1988), es decir, para la reproducción de las relaciones de explotación que sostienen al sistema capitalista.
La sujeción a través de los AIE, tal como lo establece De Lauretis (1989), además de emanar del género, ratificarlo, producen y mantienen la diferencia como elemento transversal a la explotación. En su explicación alude a las propuestas de Michele Barret, para quien la ideología de género: 1) opera como el “lugar primario de construcción del género” (p. 13); 2) es elemento central de la división del trabajo y de la reproducción de la fuerza de trabajo; y 3) evidencia la intersección entre ideología y relaciones de producción.
En relación con lo anterior, Maffla (2017) sugiere considerar a las políticas públicas como estrategias estatales de disciplinamiento y control social, las que, en el marco de los procesos de reproducción ampliada de capital, apuntan a la producción de sujetos generizados como condición para una subordinación también generizada a las necesidades del capital.
1.3. Tecnologías de género neoliberales
La serie de desplazamientos productivos ocurrida a finales de la década de los setenta incidió en la recomposición de la división internacional del trabajo. El desplazamiento de “la producción manufacturera hacia las zonas de libre comercio y plataformas exportadoras en el Tercer Mundo” (Escobar, 2007, p. 296) se constituyó en una estrategia para resolver la crisis de sobreacumulación de capital, fuerza de trabajo y mercancías en el centro capitalista. Este aspecto implicó la recomposición de la división sexual del trabajo en los países de la periferia capitalista. Abaratar costos de producción como recurso para incrementar la tasa de ganancia requirió de la “oferta constante de trabajadores dóciles y baratos” (p. 296).
Luxemburgo argumenta que el capitalismo necesita nuevas arenas de consumo y de mercado en las que expandirse (Hartsock, 2006); y, en el capitalismo tardío, la mano de obra que se requiere es una mano de obra que pueda entrar a un mercado de trabajo flexible y precario, que es el que se configura mediante la implementación de los programas de ajuste estructural. Según Hartsock, esta mano de obra debe ser reclutada de las “reservas sociales fuera del dominio del capital” (p. 20). En este contexto, las mujeres, principalmente las de las periferias capitalistas, han sido redescubiertas por el capital internacional.
Mies (1998) señala algunos factores que subyacen a este redescubrimiento: 1) las mujeres se constituyen en la fuerza óptima para la acumulación capitalista a escala mundial dado que su trabajo puede ser pagado a un precio mucho más barato que el trabajo masculino; 2) debido a que las múltiples actividades que realizan las mujeres (incluidas algunas de carácter productivo) no se reconocen como trabajo, su trabajo puede ser más fácilmente degradado; 3) la invisibilización del trabajo de las mujeres está en la base de su no reconocimiento como trabajadoras reales.
Particularmente en el contexto neoliberal, las políticas públicas (otras acciones estatales también) apuntan no solo a incorporar a las mujeres a la producción económica, sino también a producir cierto tipo de feminidades productivas útiles, competitivas y eficientes para al mercado (Cajamarca, 2014). Desde finales de los setenta y mediante una serie de estrategias desplegadas por el Estado y la cooperación al desarrollo, las mujeres han sido integradas a la producción de cultivos comerciales. Los proyectos productivos puestos en marcha en las zonas rurales como condición para el empoderamiento económico de las mujeres han posibilitado su ingreso a la producción de mercancías. Este ingreso no ha sido a partir del reconocimiento de su trabajo (tanto productivo, como reproductivo y comunitario), sino que tiene relación con lo que Mies llama el impulso estatal y privado “al uso productivo del tiempo dedicado al ocio”.
Escobar (2007) propone considerar la incidencia que han tenido las estrategias de mujer y desarrollo (MYD) y género en el desarrollo (GED) en la instrumentalización de las mujeres rurales en función de las demandas capitalistas. En Colombia estos enfoques han permeado el diseño de las políticas para mujer rural y de la incorporación del género a las diversas estrategias de desarrollo rural desde finales de la década de los setenta (Sañudo, 2015). A través de los programas dirigidos a las mujeres rurales, se comenzó a organizar y regular su vida, sus rutinas, sus prácticas y subjetividades (Sañudo, 2015). Este grupo poblacional fue percibido como un sector problemático para el desarrollo, el que debía ser integrado a las dinámicas económicas de manera activa, y bajo esta lógica productivista se apuntaba a que “las mujeres produzcan y se reproduzcan eficientemente” (Escobar, 2007, p. 315).
En este sentido, las tecnologías de género neoliberales corresponderían a una batería de discursos y prácticas que, al sostenerse en la división sexual del trabajo e incidiendo en el campo de las significaciones, se despliegan para ajustar los cuerpos y las subjetividades de hombres y mujeres a las necesidades de acumulación capitalista, actuando a su vez como mecanismos de desposesión, en la medida que se sustentan en la expropiación del trabajo reproductivo y productivo de las mujeres. Al constituirse la división sexual del trabajo en el eje de la estructuración de las sociedades capitalistas, las políticas se sostienen en tal división.
1.4. Acceso y formalización de la tierra y tecnologías de género neoliberales
García (1986) sugiere que las reformas agrarias o la implementación de mecanismos de política pública para facilitar el acceso a la tierra a los productores rurales en los países de América Latina ha tenido como finalidad “la modernización capitalista de la agricultura” y la reorganización productiva de los territorios rurales (p. 79). Dado que los instrumentos estatales de redistribución de la tierra han sido conceptuados de acuerdo con lo que él denomina “ideología desarrollista”, estos han apuntado, entre otros, a la “redefinición de las economías campesinas dentro del modelo vigente de crecimiento agrícola” (p. 76).
En este orden de ideas, el viabilizar el acceso a tierra o su formalización se sitúa como condición para “conservar o incrementar las tasas de acumulación en el campo” a través de la “sobreexplotación de la mano de obra campesina”. Es decir, mediante la adjudicación de este recurso productivo y otros, los Estados transfieren a las unidades económicas campesinas “la responsabilidad en la conservación y reproducción de la mano de obra agrícola” (p. 77); además, tienen a su disposición los recursos para generar, por un lado, los mínimos de subsistencia, aspecto fundamental para “completar el salario agrícola” (García, 1986, p. 77).
Por otra parte, es de considerar que los procesos de reforma agraria implican el despliegue de acciones complementarias, tales como la transferencia de tecnología, programas de acceso a crédito, procesos de extensión y asociatividad del campesinado, y desarrollo de proyectos productivos. En palabras de Castorena (1983), estos operan como dispositivos para la subordinación de las economías campesinas a las necesidades, siempre cambiantes, del modo de producción capitalista (Sañudo y Aguilar, 2018). Así, la tierra supone la condición para que el pequeño productor se vincule a determinadas ramas (reorganización de la producción), especialmente a aquellas que son la base de la industria nacional o para suplir las demandas de los sectores agroexportadores.
León y Deere (2000) indican que la Ley 160 de 1994 tuvo como propósito explícito organizar el mercado de tierras a fin de dar paso a un sector agrícola más competitivo, que pueda participar con éxito en los mercados internacionales.5 En este contexto, la intervención del Estado como regulador del acceso a la tierra se concibe como una medida temporal que sirve de guía para la transición al funcionamiento libre del mercado de insumos, de créditos y productos. En concreto, frente a la Ley 160, Cifuentes et al. (2016, p. 15) sugieren que mediante esta se transforma el “paradigma estatal de reforma agraria”, es decir, se caminó de un modelo basado en la “redistribución de tierras inadecuadamente explotadas” a través de la acción directa del Estado a uno en el que domina el mercado asistido de tierras.6
Por su parte, Gómez (2011, p. 65) entiende que la Ley 160 funciona como un mecanismo “para regular la estructura de la propiedad en un esquema de economía más abierta e internacionalizada”. En este sentido y tal como sostiene el autor, mediante esta norma se adelantó un proceso de reordenamiento rural tanto a nivel de la estructura de la tenencia como de las dinámicas productivas de los territorios, aspecto que en varias zonas del país fue coadyuvado por medio del despliegue de repertorios de violencias asociadas al escalonamiento de la guerra.
En cuanto a la Ley 1448 y, en específico, las medidas de restitución, aunque estén encaminadas a la reparación de las víctimas del conflicto armado, también pretenden legitimar el modelo de desarrollo rural, que, entre otros, se comenzó a configurar con el entronque entre reformas neoliberales y conflicto armado. Es decir, consolidar las condiciones para la viabilidad del mercado de tierras, para la modernización del sector agrario, para la reconstitución de las víctimas como nuevos sujetos productivos y para la instauración de territorialidades con características económicas específicas. Uprimny y Sánchez (2010, p. 305) reconocen que la restitución apunta a corregir “la ilegalidad del despojo y aclarar los títulos y los derechos individuales sobre los bienes, lo cual serviría para dinamizar el mercado de tierras y dar vía a una política de desarrollo rural que modernice la producción agraria con base en la gran propiedad”.
En relación con el funcionamiento de estas normas como tecnologías de género, es de considerar que el reconocimiento de las mujeres como sujetos de reforma agraria o como sujeto prioritario en los procesos de restitución de tierras se sucede en el marco de la implementación de reformas neoliberales, proceso entroncado con el escalonamiento de la guerra. El entronque, como se ha dicho antes, está en la base de la reorientación del modelo de desarrollo rural en el país. Esta reorientación demanda nuevos sujetos productivos.
Si bien no se niega la importancia de las normas referenciadas con respecto a la garantía de los derechos de las mujeres a la tierra, es de considerar que el acceso a la tierra se percibe, desde el nuevo modelo de desarrollo rural, como una estrategia para la potenciación de las mujeres como sujetos productivos. En este sentido, “la propiedad segura de la tierra aumenta la eficiencia de las mujeres en cuanto incrementa directamente tanto su capacidad como sus incentivos para invertir llevando a niveles de productividad y producción más altos” (León y Deere, 2002, p. 21). Eficiencia y productividad logradas mediante el acceso a los factores de producción se suponen, por un lado, como condiciones para el bienestar de las mujeres, de sus familias y de las comunidades rurales; y, por otro, como factores clave para el crecimiento económico (Sañudo, 2015). En este sentido, las limitaciones estructurales que enfrentan las mujeres en cuanto al acceso a la tierra, en el contexto neoliberal, se conceptúan como obstáculos al crecimiento económico y “un alto costo de oportunidad a la sociedad en términos de producción e ingresos perdidos” (Agnes Quisumbing et al., citados por León y Deere, 2002, p. 21).
Desde la perspectiva de Cajamarca (2013), Piñero (2015) y Piña (2017), los programas de acceso a la tierra para mujeres, diseñados e implementados bajo el cuño del neoliberalismo, constituyen a las mujeres como sujetos generizados en dos vías. Por un lado, las configuran como sujetos productivos, dado que se vuelven sujeto de políticas si y solo si encarnan habilidades o características específicas7 que tienen que ver con lo femenino; estas son las que deben ser potenciadas tanto para su incorporación a la producción como para que contribuyan a la dinamización del sector agropecuario. Al respecto establece Piña (2017, p. 87): “La inclusión de las mujeres en la producción moviliza prácticas y formas discursivas sobre la diferencia sexual; además emerge valorizaciones sobre las ‘identidades de género’ ligadas a las habilidades que se cree tienen las mujeres por ser mujeres”.
Por otro, el reconocimiento de las mujeres como sujetos de reforma agraria se legitima en la medida en que encarnan una identidad puntual: la de ser cuidadoras y, por ende, artífices del bienestar de las familias y de las comunidades. Aun considerándolas como potenciales actores para la dinamización de la producción rural, la identidad asociada al ser madres (jefas de hogar) media su entrada al ámbito productivo. Esta, al ser una identidad funcional al patriarcado, les otorga legitimidad para entrar a la esfera del reconocimiento, un reconocimiento que ha sido exclusivo para los hombres y el que es obviamente otorgado por ellos mismos (Sañudo, 2015).
En este sentido, el reconocimiento de las mujeres rurales como sujeto de reforma agraria y de restitución de tierras implica la producción de un sujeto híbrido/dicotómico (productivo y reproductivo). El posicionamiento de este tipo de sujeto en la agenda de los derechos tiene que ver con la necesidad de abaratar costos de producción como requisito para incrementar la eficiencia de la producción. De tal forma, el acceso a la tierra para las mujeres rurales bajo la lógica neoliberal busca potenciar ciertas funciones particulares de las mujeres en las áreas reproductivas y productivas, que representan mayor eficiencia y eficacia para el crecimiento económico.
Otro elemento que es fundamental y que se suma al reconocimiento/ configuración del sujeto femenino de la reforma agraria y de la restitución es la vulnerabilidad: por condiciones de pobreza y por causa del conflicto armado. Esta categoría refuerza las anteriores. Piñero (2015) sostiene que, por un lado, el posicionamiento de un género como “vulnerable” afianza los imaginarios tradicionales de género sobre las mujeres como débiles y necesitadas de protección; por otro, legitima la urgencia de su vinculación al ámbito productivo como una condición que les permitirá salir de la “feminidad vulnerable”. De acuerdo con Cajamarca (2013), la vulnerabilidad, en el marco de las políticas dirigidas a las mujeres rurales, está asociada con las limitaciones que ellas y sus familias enfrentan en su vinculación al mercado como productoras y consumidoras.
2. El sujeto femenino de la reforma agraria
Tal como se ha explicitado en párrafos anteriores, en Colombia el reconocimiento de los derechos de la mujer a la tierra obra a través de tres instrumentos. Mediante la Ley 30 de 1988, “por primera vez se reconoció explícitamente el derecho de la mujer a la tierra” (León y Deere, 1997, p. 11). El principal avance en este sentido corresponde al establecimiento como norma de la titulación conjunta de predios obtenidos bajo la modalidad de reforma agraria; en cuanto al acceso individual, se instituyó que las “mujeres jefas de hogar mayores de 16 años” (p. 11) tendrán acceso “prioritario a tierras baldías nacionales y facilidades en su participación en las empresas comunales creadas bajo la reforma agraria” (p. 11); con respecto a la participación de este grupo poblacional en espacios de decisión sobre temas concernientes con el desarrollo rural, se ordenó que estas, a través de las principales organizaciones de mujeres rurales, en este momento la Asociación Nacional de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia (Anmucic), conformarían “las juntas regionales y nacionales del Instituto Colombiano de Reforma Agraria, Incora” (p. 11).
Gómez (2011) establece que, si bien la Ley 30 de 1988 (primera ley mediante la que se reconoce a las mujeres como sujetos de reforma agraria) se formula en un escenario de transformaciones del modelo de desarrollo rural en el país, esta conservó algunos elementos de las leyes precedentes (135 de 1961 y 1 de 1968) en la medida en que se instituyó como una norma encaminada a remover los obstáculos para el acceso del campesinado a la tierra.
La Ley 160 de 1994 se constituye en la segunda norma por medio de la que se incorporan medidas relativas al género en los procedimientos para el acceso a la propiedad de la tierra de campesinos y campesinas. Esta se formula en un escenario de cambios, el que se configura a través de la implementación de las reformas neoliberales.
A finales de la década de los ochenta, se observa una transformación radical en torno al modelo de desarrollo rural en Colombia. En el gobierno de César Gaviria (1990-1994) se inician los procesos de apertura económica. El proceso de neoliberalización del sector rural coincidió con una reducción de los recursos públicos ejecutados para el sector. El PNUD (2011, p. 45) señala: “El gasto público agropecuario cayó como porcentaje del PIB total, de un promedio de cerca de 0,67 % entre 1990 y 1996 a uno de cerca de 0,27 % entre 2000 y 2009. La caída más importante se dio en la inversión, mientras el gasto en funcionamiento se mantuvo relativamente estable”. Paralelamente, se desmanteló la institucionalidad rural creada en los años sesenta y setenta. Así, “en los años 1990 y principios del 2000, el sector vio fenecer gran parte de los programas institucionales creados en décadas pasadas o recientes como el DRI, el PNR y la reforma agraria; el debilitamiento de las unidades municipales de asistencia técnica (Umatas) y de la asistencia técnica gratuita a pequeños agricultores” (p. 308).
Es en este contexto en el que el gobierno de César Gaviria, bajo asesoría y apoyo del Banco Mundial, propone un borrador de Ley de Reforma Agraria. En el marco de este, se presenta la figura de reforma vía mercado de tierras, es decir, la adquisición (por compra no por extinción) por parte del Estado de haciendas y latifundios para su parcelación; y el otorgamiento de subsidios de reforma agraria a campesinos y campesinas que cumplieran con algunos requerimientos (ser mayor de 16 años, tener vocación agrícola, ser jefe o jefa de hogar, entre otros) (Fajardo, 2002).8
En este entorno, campesinos y campesinas organizadas rechazaron el proyecto de ley formulado por Gaviria e iniciaron un proceso de concertación entre diversas organizaciones rurales e indígenas, todas ellas confluyendo en una coordinadora agraria denominada Consejo Nacional de Organizaciones Agrarias e Indígenas (Conaic).9
En este escenario, elaboraron un proyecto de ley para presentar al gobierno. Tal proceso fue el producto de concertaciones entre campesinos e indígenas y de alianzas con otros sectores del movimiento social, como las principales centrales, entre ellas Sintraincoder. Sectores que respaldaron tanto el proyecto de ley presentado como las negociaciones que se establecieron con funcionarios y funcionarias del Ministerio de Agricultura y del Incora.
De acuerdo con lo anterior y desde el criterio de Mondragón (2002, p. 5), en la ley que finalmente es sancionada por el Estado, si bien se introducen muchas de las propuestas del proyecto presentado por el campesinado (figura de reservas campesinas, acceso progresivo a la propiedad de la tierra mediante subsidios, Sistema Nacional de Reforma Agraria), en el marco de esta se acaba con la figura de extinción de dominio como mecanismo para obtener tierras destinadas para la dotación a población campesina. Mediante este cambio se perdía un derecho adquirido como era “el que a los tres años de estar inexplotado un predio procedía la extinción de dominio”.
El deterioro de la guerra durante la primera mitad de la década de los noventa condiciona de doble manera la negociación de la Ley 160 de 1994. Por un lado, al tener efectos desmedidos sobre la población civil, en particular sobre las y los habitantes de las zonas rurales del país, limita la capacidad de acción de las organizaciones sociales, sobre todo las campesinas; y, por ende, su capacidad de incidir en la negociación de la ley referenciada. Por otra parte, dado los efectos particulares que el conflicto tiene sobre hombres y mujeres, los intereses y reivindicaciones pasan a estar modelados por estos efectos, lo mismo que su lucha y las representaciones de género que se ponen en escena.
Para mediados de la década referida, en Colombia la guerra tiene manifestaciones y actores diferentes a los de la época precedente (setenta y ochenta), ajustándose a lo que Kaldor (2001, p. 15) ha denominado “nuevas guerras”, es decir, aquellas donde se produce “el desdibujamiento de las distinciones entre guerra, crimen organizado y violaciones a gran escala de los derechos humanos”; y, por otro, en las que opera una transformación en 1) los objetivos de la guerra, 2) los métodos de lucha y 3) los métodos de financiación. Particularmente en Colombia, al comienzo se evidenciaban los siguientes rasgos del conflicto: el resquebrajamiento del monopolio del Estado sobre la fuerza y la violencia legítima y organizada, esto es, la privatización de la violencia asociada al auge del crimen organizado y del paramilitarismo, el deterioro de la legitimidad política en un contexto de crisis económica, fiscal y de corrupción, y el control territorial por parte de actores armados a través del uso de la violencia con miras al control político de la población (PNUD, 2003).