Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)

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De esta manera, en octubre de 1990 se realizó el XIII pleno del Comité Central del PC. A esas alturas, el momento más álgido de la crisis había pasado y la organización intentaba con ahínco recuperar la estabilidad interna para enfrentar la coyuntura política. En el fondo, este pleno fue el inicio de la etapa post-crisis, en donde los ejes de las preocupaciones volverían a ser los acontecimientos políticos y no las cuestiones internas, que habían consumido la vida partidaria desde comienzos de ese año. El diagnóstico que hacía la dirección del PC se alineaba con las definiciones del XV Congreso del año pasado y la Conferencia Nacional de junio de 1990: la opción del gobierno de Aylwin era, cada vez más, aceptar el modelo económico neoliberal, por lo que la «transición democrática» se encaminaba más en la línea del continuismo del legado dictatorial que en el de su modificación. Por lo tanto, la tesis era que la contradicción fundamental del período seguía siendo «dictadura-democracia». Según el PC, un conjunto de evidencias demostraba que las fuerzas armadas (y Pinochet) no estaban sometidas del todo al poder civil. Además, este no podía tomar las medidas prometidas a la ciudadanía, producto del entramado legal heredado de la dictadura. Pero aparte de estos obstáculos, para el Partido Comunista, la «visión cupular» de la política que tenía el gobierno, hacía que este optara por resolver los nudos políticos sin la participación ciudadana y en componendas con la derecha. Por lo tanto, la principal conclusión a la que arribó el Comité Central del PC era que la democracia en Chile todavía era una tarea pendiente35.
Esto, desde la óptica de la dirigencia comunista, se reflejaba en numerosos ejemplos cotidianos. Un caso especialmente sensible lo representaba el proyecto de reformas laborales. En el marco de un Senado con mayoría de derecha, gracias a la presencia de senadores designados, el proyecto gubernamental privilegiaba los acuerdos con la oposición de derecha antes que una propuesta que realmente modificara el Plan Laboral de la dictadura. Para el PC, se observaba «un afán escandaloso de congraciarse con la derecha y los empresarios»36. En materia de derechos humanos, aspecto muy sensible para el PC, se valoraba la creación de la «Comisión de Verdad y Reconciliación» y la liberación de algunos presos políticos, pero se consideraban que eran medidas «absolutamente insuficientes». Entre las deudas que tenía el gobierno en este aspecto, se mencionan la no resolución del caso de los «detenidos-desaparecidos», la existencia de 244 presos políticos, atentados contra la libertad de prensa, ausencia de condenas por violaciones a los derechos humanos y que la Corte Suprema seguía aplicando la ley de amnistía de 197837.
Aunque se reconocían avances en diversos aspectos, el programa de cambios prometidos al país en diciembre de 1989 estaba siendo sacrificado, por lo que la propuesta del PC era acentuar su política de «independencia constructiva», o sea, aumentar las críticas frente a lo que se consideraba el inmovilismo del gobierno ante Pinochet y la derecha. Para ello, planteaba la tesis de la «ruptura institucional», es decir, promover cambios políticos, económicos e institucionales rompiendo la legalidad establecida en la Constitución de 1980 a través de la movilización popular. El Partido Comunista resumía el significado de la «ruptura institucional» en un programa básico: expulsión de los alcaldes designados por Pinochet (recién serían reemplazados en 1992); libertad a los presos políticos; verdad y justicia en materia de derechos humanos; reformas laborales y restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba38.
Sin embargo, tal como ha sido señalado, Chile estaba en presencia de la inauguración de una «democracia semisoberana». En ese sentido, el diagnóstico de los comunistas era certero en señalar las insuficiencias y falencias de la nueva democracia chilena. La dupla ministerial de Patricio Aylwin compuesta por Enrique Correa y Edgardo Boeninger, principales articuladores de la «transición desde arriba», también lo compartían. Pero la diferencia radicaba en que mientras los primeros proponían romper con los obstáculos puestos a la profundización de la democracia, los segundos asumían que el único camino posible para recuperar la estabilidad democrática, era asegurar altas dosis de continuismo respecto a la dictadura39. En el Chile de 1990, esta última visión se hizo hegemónica y los alegatos comunistas fueron duramente descalificados, acusados de falta de realismo, irresponsabilidad política, incapacidad de comprender los cambios que supuestamente había sufrido el país; en fin, de no entender que la recuperación de la democracia tenía un solo camino: el de los acuerdos y negociación con la derecha y las fuerzas armadas.
Desde este punto de vista, la temprana decisión del PC de alentar las reivindicaciones sociales y políticas hizo que la actividad de los militantes se fuera concentrando en las labores vinculadas a la ampliación y profundización de los derechos sociales y políticos. A pesar de los quiebres marcados por el golpe de Estado de 1973, la represión dictatorial y la derrota de la salida no pactada de la dictadura, se mantuvo un hilo conductor del relato que alentaba la mística militante: los comunistas, como ayer, seguían luchando por defender derechos laborales, la libertad de expresión, la justicia social y la memoria de los caídos. Desde el punto de vista de la subjetividad militante, lo que para el establishment político de principios de 1990 era considerado «irresponsabilidad» o «autismo político», la posición del PC representaba la reafirmación del quehacer histórico de la organización. A diferencia de quienes señalan que esta óptica crítica al gobierno de Aylwin implicaba que los comunistas chilenos sostenían una concepción del cambio social «contradictoria conceptualmente con la democracia pluralista y la universalidad de los derechos humanos», centrada en la obtención de la totalidad del poder, los militantes sentían que, en la práctica, estaban aportando a la democratización del país40.
Tal como lo han desarrollado algunas investigaciones sobre el comunismo y partidos políticos, se debe evitar correlacionar de manera mecánica el discurso oficial de la organización con su quehacer concreto. Desde la óptica de Angelo Panebianco, la proclamación de la mantención de ciertos aspectos identitarios fundamentales, como los ideológicos, debe entenderse como una señal de tranquilidad hacia la militancia. Es decir, los dirigentes de los partidos necesitan de legitimidad ante la militancia para encabezar la organización41. En el caso de los partidos comunistas, donde las cuestiones ideológicas eran fundamentales, este punto se acentúa. Por este motivo, establecer que la posición política y la definición ideológica del PC en 1990 era antidemocrática, guiándose solo por las declaraciones de algún dirigente o lo señalado en algún documento oficial, puede ser visualizada como una falacia desde las prácticas o experiencias militantes de esa época. No se terminan de entender los debates, las opciones y las definiciones de un partido solo incorporando el discurso público de sus dirigentes y aislándolo del campo cultural de su época y las experiencias prácticas de sus militantes. Por último, la caricaturización de la temprana posición crítica del PC (y otras fuerzas menores de izquierda) frente a los gobiernos de la Concertación, tienen un fuerte componente político. En efecto, durante años, los intelectuales orgánicos de esta coalición política plantearon que el camino elegido era «el único posible» y que cualquier otra opción, era irracional, antidemocrática y carente de realismo42.
El otro eje de la crisis comunista fue la cuestión ideológica. En la historiografía sobre el comunismo este es uno de los aspectos más debatidos, debido a la importancia que los PCs asignaban a esta esfera. En esta línea, el trabajo del historiador galo François Furet ha sido muy influyente. Este describió el conjunto de la experiencia comunista en el siglo XX desde una aproximación psicológica, catalogándolo como una ilusión, basada en la creencia en la utopía comunista. Para Furet, el comunismo fue una religión secular que creía ser capaz de regenerar el mundo43. Este enfoque ha recibido múltiples críticas que han aportado de manera significativa a repensar la historia sobre el comunismo. En primer lugar, al centrarse en una historia de las ideas, engloba a toda la experiencia como un caso único e indivisible. No contempla las recepciones locales o nacionales y las distintas razones para adscribir a esta ilusión. Como señala Eric Hobsbawm, al plantear Furet que la adscripción al comunismo era independiente de la experiencia social, descartó la importancia fundamental de los contextos históricos para entender la amplia diversidad de historias nacionales del comunismo44. En esta línea, se ha propuesto un programa de investigación del comunismo centrado en comprenderlo como un fenómeno diverso y múltiple, convirtiéndolo en un fenómeno mucho más complejo que una mera «religión secular» seguida por prosélitos acríticos45. Y recientemente, una investigación sobre el PC francés ha vuelto a enfatizar que, si bien la «ilusión» y la creencia formó parte fundamental del imaginario comunista, esto no debe llevar a confundirlas con las prácticas militantes, muchas veces contradictorias a estas46.
Este debate historiográfico es importante tenerlo en cuenta para analizar la discusión ideológica dentro del PC durante 1990. Más arriba hacíamos alusión al adverso contexto histórico –nacional e internacional– que padecía la organización. Esto fue aprovechado por sectores liberales y conservadores para configurar un escenario propicio para caricaturizar las posiciones de los dirigentes comunistas. Así, cualquier asomo de defensa de las ideas marxistas o el uso de algunos vocablos (revolución, socialismo, lucha de clases, etc.), era catalogado de ortodoxia e incapacidad de comprender lo que estaba sucediendo en el mundo. Los ejemplos en la prensa de la época son abundantes, pero elegiremos uno publicado en La Época, órgano afín al nuevo gobierno democrático y ajeno a la histeria anticomunista de los medios derechistas. En él se definía al Partido Comunista chileno como «anacrónico en lo ideológico, lo político y lo orgánico», que «no ha entendido nada de los cambios que han quebrado el mundo socialista» y que se aferraba «a sus referentes teóricos con un dogmatismo increíble». Desde el punto de vista de su organización interna, era «temeroso de la opinión pública» y no aceptaba las disidencias. Además, que sus credenciales de compromiso con el sistema democrático estaban en duda por su posición ambigua ante la violencia política47. Estos conceptos resumían los tópicos que arreciaron contra la dirección del PC durante este período: dogmáticos, antidemocráticos y violentistas.
En este marco, el PC intentó abrirle camino a lo que denominaron como su proceso de «renovación revolucionaria», con el afán de distinguirlo de aquel que significaba el abandono del marxismo y el cambio social48. En todo caso, producto de lo vertiginoso de los sucesos que estaban ocurriendo en Europa y la progresiva escalada de la crisis interna del partido, es necesario señalar que las definiciones ideológicas de la dirección del PC tuvieron más el carácter de una búsqueda que la de una definición acabada. Destacaremos las declaraciones y documentos oficiales, que deben ser entendidos como orientadores para una militancia que veía desmoronarse tanto su universo político (la idea comunista) como a la propia organización.
Entre los militantes que finalmente optaron por seguir integrando la organización, hubo un temprano consenso sobre lo que significaba la «renovación»: buscar nuevas definiciones ideológicas y estrategias políticas para sustituir al capitalismo. En efecto, el límite de los cambios entre el sector mayoritario de la dirección del PC se basó en mantener este horizonte utópico49. De esta manera, a lo largo de 1990, el PC fue elaborando los principales contenidos de su particular visión de los cambios que permitirían la continuidad de la lucha de los comunistas en Chile. Volodia Teitelboim, secretario general de la organización, fue uno de los principales articuladores de esta fórmula. En una ponencia realizada a comienzos de año en una «escuela» del partido, sintetizó sus principales contenidos: la «nacionalización» del acervo político y cultural del PC; la opción por un socialismo democrático y un concepto de democracia «a secas» y el anticapitalismo50.
Respecto a lo primero, la Conferencia Nacional de 1990 decidió dar pie a un proceso que culminaría en 1994: reescribir la historia partidaria. En efecto, la dirección comunista promovió el cambio de fecha de fundación de la organización del 2 de enero de 1922, al 4 de junio de 1912. En esta última fecha, Luis Emilio Recabarren había fundado en la ciudad de Iquique el Partido Obrero Socialista. Este, diez años más tarde, modificó su nombre para ser aceptado en la Internacional Comunista. Con este gesto, los comunistas buscaban ratificar su origen íntegramente nacional, independiente del estallido de la Revolución Rusa, ocurrida recién en 191751. Respecto al socialismo democrático y la democracia, Teitelboim exponía que esto significaba que sus planteamientos se concretarían «a través de un veredicto mayoritario». Además, señalaba el líder del PC, «yo no llamaría a la democracia a la cual aspiramos ‘democracia socialista’, porque creo que ya basta de apellidos. Por eso prefiero la redundancia ‘democracia democrática’ o ‘democracia’ a secas»52. Por último, la perspectiva o punto de llegada del accionar comunista debía ser la sustitución del capitalismo, ante el cual la dirigencia comunista se negaba a hacer concesiones, a pesar del colapso del socialismo.
Además, dos aspectos cruciales del antiguo credo comunista entraban al debate: el concepto de «dictadura del proletariado» y el de «centralismo democrático». Respecto al primero, en enero de 1990, en sendos discursos públicos, los dos principales dirigentes de la organización, Volodia Teitelboim y Gladys Marín, habían señalado la conveniencia de abandonarlo53. Según algunas visiones, esta definición sería tan solo «retórica», pues no iba acompañada de una concepción democrática de acceso al poder y de cambio social54. Por el contrario, se afirma que la visión de la dirigencia comunista estaba, supuestamente, asociada a formulaciones «leninistas» de «asalto al poder», es decir, estrategias ajenas a las normas y reglas de la democracia. Sin embargo, este planteamiento no da cuenta de algunos aspectos: primero, que dicha categoría no volvió a ser empleada en el lenguaje político de los comunistas chilenos, y segundo, que otras reflexiones de ese período enfatizaban el compromiso del PC con el sistema democrático. Por ejemplo, José Cademártori, uno de los principales intelectuales orgánicos de la dirección del PC y ex ministro de Economía de Salvador Allende, adelantaba algunos de los conceptos del nuevo «Proyecto de Programa» del partido. La invitación era buscar «un nuevo camino al socialismo» en base a un guion preliminar que contenía tres títulos: los comunistas y los valores que defienden; el Chile socialista del mañana y democratización de Chile y camino al socialismo. Resaltaban, entre los titulares de cada tema, el compromiso con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Unidad Popular como vía al socialismo, conformación de una nueva mayoría nacional popular hacia la democracia, entre otras55. Ciertamente, a nivel de la militancia de base, que había luchado a favor de Salvador Allende y contra la dictadura militar, estos eran los conceptos que daban sentido a su quehacer. Por ello, si se aceptara que estas declaraciones tenían un carácter «meramente instrumental», al mismo tiempo habría que decir que su recepción en la militancia comunista se tradujo en un quehacer práctico asociado a la democratización y reorganización de los movimientos sociales. Durante toda la década de 1990, la militancia comunista no propugnó la imposición en las organizaciones sociales de consignas tales como «dictadura del proletariado» o «destrucción del Estado burgués», «asalto al poder», «derrocamiento de la burguesía» u otras típicamente de origen leninista.
El otro aspecto polémico era la organización interna del partido, basada en la concepción del centralismo democrático. Como se sabe, esta fórmula implicaba la elección indirecta de los dirigentes nacionales y el acatamiento riguroso de las posiciones de la mayoría por parte de la minoría, evitando la conformación de corrientes de opinión organizadas al interior del partido. En la práctica, se convierte en una poderosa herramienta que asegura por largo tiempo el control del partido «desde arriba»56. Este aspecto, como era de esperar, fue defendido celosamente por la dirección comunista y fue uno de los más criticados por la disidencia. Esta proponía una democratización interna radical de la organización, con elecciones universales de los dirigentes y posibilidad de destituirlos por decisión de las bases57.
En todo caso, la dirección del PC se esforzó por separar aguas entre la defensa del «centralismo democrático» y la crítica al estalinismo. En ese momento, esta denominación fue utilizada sistemáticamente para definir la conducta de la dirección ante la disidencia. En esos años, se convirtió en el peor de los insultos, porque se empleó como sinónimo de antidemocrático. En una etapa histórica en que Chile retornaba a la democracia y se comenzaba a dejar atrás años de prácticas autoritarias, se convirtió en una potente herramienta descalificatoria. Como veremos, fue la principal acusación que la disidencia lanzó contra la dirección del partido. En todo caso, desde mediados de 1980, cuando Mijaíl Gorbachov asumió como jefe de Estado en la Unión Soviética, el PC chileno se declaró un entusiasta seguidor de los nuevos aires que la perestroika estaba llevando a dicho país. Según reconocía Volodia Teitelboim, el estalinismo «influyó en diversos aspectos de nuestra actuación, en hábitos, códigos de conducta, métodos de análisis, en el lenguaje», pero «no afectó decisivamente nuestra práctica dentro de Chile… nutrida por un vínculo muy vivo y directo con los trabajadores y el pueblo»58. Por eso, una de las principales consignas repetidas por los integrantes de la dirección del PC, era la necesidad de abandonar los modelos y «pensar con cabeza propia». La principal defensa al respecto, era que el PC chileno, durante su extensa trayectoria, se había guiado por su propia experiencia, dejando de lado (en la práctica) buena parte de los dogmas del modelo soviético. Jorge Insunza, destacado integrante de la dirección comunista, recalcaba en 1990 que, en Chile, los comunistas habían renunciado a la idea de construir el socialismo en base a un partido único y siempre reconocieron la importancia del pluripartidismo y el respeto a la oposición (como lo habían hecho el PC francés y el italiano). Más tarde, los comunistas chilenos colaboraron decisivamente en la construcción del proyecto de la Unidad Popular, en donde no se planteó la estatización de toda la economía. El pecado ideológico de los comunistas, según Insunza, fue que «nos negábamos inconscientemente a reflexionar de una manera crítica sobre determinadas formulaciones elevadas a la calidad de principios absolutos… por ejemplo, nos resistíamos a cuestionarnos sobre el problema de la ‘dictadura del proletariado’… buscábamos hacer coincidir esa concepción y, más que ella, su concreción en los países socialistas, con nuestras convicciones íntimas en cuanto a la democracia como condición indispensable de desarrollo de una sociedad nueva….»59. Por este motivo, Insunza coincidía con lo señalado por Gladys Marín en un histórico discurso a comienzos de 1990, que marcó, en los hechos, el fin de dieciséis años y medio de clandestinidad del PC. En este, la líder comunista había afirmado que: «…la gran lección [que hemos tenido] ante la crisis en el socialismo… [es] pensar por nosotros mismos… Es un modelo del socialismo el que ha hecho crisis, no es crisis del marxismo o del leninismo»60.
Por último, una cuestión que quedó abierta en el debate del año 1990, fue el empleo del concepto «marxismo-leninismo». Ampliamente utilizado entre los militantes de base, la mayoría formados con los manuales provenientes de la Unión Soviética, no era una tarea fácil desprenderse de esta categoría. Un punto concedido por la dirección del PC a la disidencia fue reconocer que había sido acuñado por Stalin, por lo tanto, seguir utilizándolo significaría no desprenderse del legado del dictador georgiano. Como hemos visto, el llamado a «pensar con cabeza propia» requería entregar algunas señales concretas al respecto. De esta manera, en las resoluciones de la Conferencia Nacional de junio, evento interno de mayor importancia del año, se ideó una solución intermedia. Se eliminó de la jerga oficial la palabra «marxismo-leninismo», sustituyéndola por la fórmula de que el partido se regía por los aportes de Marx, Engels y Lenin, sumándole «otros pensadores» de raigambre latinoamericana y chilena: Simón Bolívar, José Carlos Mariátegui, Bernardo O’Higgins, José Martí, Luis Emilio Recabarren, César Augusto Sandino y Salvador Allende61. De esta forma, se zanjó provisionalmente el tema, no obstante a nivel de base, la militancia seguiría utilizando la nomenclatura «marxismo-leninismo». En realidad, la dirección del PC se mostró pragmática: por un lado, extirpó esta noción de los documentos oficiales, pero tampoco se condenó su utilización de manera expresa. Esa ambigüedad dejaba tranquila a la militancia más tradicional, pero su desaparición del lenguaje oficial ratificaba la versión sobre el alejamiento del PC chileno de las nociones de raíz estalinista. Con todo, el vuelco a lo nacional y latinoamericano en la que se traducía la noción de «pensar con cabeza propia», fue una vertiente muy importante para tonificar el imaginario político de los comunistas chilenos. Así, se iniciaba el lento tránsito del PC desde su acentuado pro-sovietismo hacia un renovado latinoamericanismo62.
En este contexto, y como ya decíamos, los acontecimientos internacionales tuvieron gran impacto en el quehacer de los comunistas chilenos. Como lo ratifican numerosos documentos y declaraciones, el PC chileno respaldó desde un comienzo la perestroika en la Unión Soviética. La argumentación seguía de cerca los planteamientos oficiales de Gorbachov, en el sentido de reivindicar la necesidad de avanzar hacia una democracia socialista, porque a pesar de las denuncias contra el estalinismo en el XX Congreso del PCUS, se habrían continuado cometiendo «errores», especialmente hechos de corrupción por la falta de transparencia y control efectivamente democrático de las autoridades. Sin embargo, se decía, esto no implicaba desconocer las bondades y logros del modelo socialista. La superioridad sobre el capitalismo estaba fuera de discusión, por lo que eran necesarias «restructuraciones», «volver a los clásicos» y extirpar verdaderamente el lastre del estalinismo63.
En este sentido, en el imaginario comunista chileno, la Unión Soviética y el campo socialista, a pesar de las evidencias de la profundidad de la crisis que padecían, seguían siendo un referente que permitía sostener la superioridad del ideario marxista sobre el capitalismo. Con todo, los reportajes sobre lo que ocurría en la URSS publicados en la prensa partidaria, reconocían lo agudo de los problemas y la crisis de la sociedad soviética64. Es decir, no hubo un negacionismo absoluto de lo que pasaba en la URSS o solo apelaciones a culpar al «imperialismo» de distorsionar lo que allí estaba ocurriendo. Existió un intento real de reflexión. Probablemente el reconocimiento implícito del fracaso de la experiencia europea del socialismo hizo que los comunistas chilenos se volcaran a recoger la experiencia de América Latina. Al respecto, es necesario tener en cuenta algunas consideraciones históricas. Luego del golpe de Estado, el gobierno cubano sostuvo muy buenas relaciones con los comunistas chilenos. Esto se expresó, entre otras cosas, en el ingreso de militantes comunistas a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba para que se formaran como oficiales de ejército. Posteriormente, parte de este contingente de militantes participó en la guerra revolucionaria en Nicaragua, luego colaboró en la formación del Ejército Sandinista y en la persecución a la «Contra» en dicho país. Asimismo, otros militantes comunistas participaron en la guerra de guerrillas encabezada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador. En este país, los comunistas chilenos tenían muy buenas relaciones con el PC y su líder, Schafik Handal, que formaba parte del FMLN65. Por lo tanto, la cercanía con estas experiencias hizo que la transición de un imaginario pro-soviético, propio de las generaciones anteriores al golpe de 1973, hacia uno latinoamericanista, comenzara a surgir a fines de los setenta y especialmente a lo largo de la década de 1980. Por ello no deben extrañar las referencias a la guerra en El Salvador y la apropiación de la consigna que señalaba que «la lucha del pueblo salvadoreño es parte de nuestra lucha». Algo similar ocurría con el caso de Nicaragua66.