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Las religiones no son de ningún modo individuales; por el contrario, es precisamente la colectividad lo que les provee de significado y de un sentido de pertenencia (Durkheim, 2014). Por otro lado, parece ingenuo considerar que éstas se restringen al ámbito privado. De hecho, muchas de ellas tienen un proyecto social apoyado en la evangelización o en un compromiso por hacer el bien a partir de sus códigos de conducta. Por ese motivo, a ojos de quienes forman parte de un grupo religioso y mantienen una visión integrista en su participación en el espacio público no sólo es posible o deseable, sino absolutamente necesaria.
En este ensayo se argumenta que el régimen de laicidad en México se construyó a partir de un proyecto político que obedeció a los ideales del liberalismo, y que cumplió con el objetivo de lograr la autonomía estatal. Esa manera de entender la laicidad resultó funcional en el momento histórico en el que se originó, y continuó siéndolo durante varias décadas. Sin embargo, las transformaciones sociales aquí mencionadas son muestra de la necesidad de repensar qué se entiende por laicidad, qué implicaciones tiene para el Estado y para los grupos religiosos, y de qué modo habría de repercutir en la configuración del espacio público. A decir verdad, la autora de este trabajo no ha desarrollado una propuesta minuciosa que pudiera aportar a la sustitución de un régimen de laicidad por otro. Pero, ¿hay alguna apuesta de ese tipo en la administración gubernamental actual?
LAICIDAD, JUARISMO Y COOPERACIÓN CON LAS IGLESIAS. LA CONFUSA POSICIÓN DE LA 4T
El presidente López Obrador ha afirmado en repetidas ocasiones que guarda respeto por la figura de Benito Juárez, que se entiende a sí mismo como juarista y que defenderá el Estado laico (Barranco, 2019). A pesar de ello, ni sus declaraciones ni sus prácticas permiten entrever una definición clara de qué se entiende por laicidad o cómo se espera recuperar los ideales juaristas. En un intento por sistematizar las constantes contradicciones de las que se ha visto objeto el principio de laicidad en la 4T, esta sección se estructura a partir de los tres rubros esbozados en el acápite anterior.
La pluralización confesional
La diversificación religiosa en nuestro país no es un fenómeno nuevo; cifras oficiales muestran que la hegemonía del catolicismo comenzó a resquebrajarse desde la década de 1950, y a partir de entonces la pertenencia a otras iglesias ha experimentado un crecimiento sostenido (INEGI, 2020). Sin embargo, puede considerarse que la visibilización de tales grupos sí es relativamente reciente. Más allá de la edificación de templos, la asistencia a rituales, el uso de símbolos o el respeto a códigos de vestimenta que derivan de las convicciones espirituales, lo cierto es que algunas iglesias han tenido una mayor presencia mediática en los últimos años.
En un discurso pronunciado en octubre de 2019, el presidente de México se dirigió a un grupo de jóvenes para exhortarlos a ser tolerantes frente a la diversidad religiosa (Palacios, 2019). Aunque la tolerancia a ese tipo de pluralidad no se ha hecho una consigna explícita de su gobierno, ésta parece conducir sus prácticas tanto en lo discursivo como en lo político.
Sobre el primer rubro puede decirse que, a diferencia de quienes le precedieron,9 López Obrador ha tenido cuidado de no identificarse con una creencia en particular. Y si bien ha hecho saber que no existe contradicción entre su juarismo y su guadalupanismo10 (El Universal, 2017), discursivamente el presidente recurre con frecuencia a Dios y a Jesucristo, dos referentes compartidos por la mayoría de la población creyente. No hay manera de saber si las constantes menciones a dichas figuras constituyen una expresión real de sus convicciones o una estrategia comunicativa. Sea como fuere, las repetidas citas a la divinidad en actos públicos han causado polémica en algunos círculos políticos y académicos. Esto se debe a que la tajante separación entre Estado e Iglesia(s) en nuestro país se reflejó por varias décadas en una total ausencia de lo religioso en el discurso de la figura presidencial, especialmente en actos públicos.
Vicente Fox ya había roto con esa tradición política desde 2002 durante una visita del papa Juan Pablo II (Martínez, 2002). Sin embargo, el discurso del actual presidente resulta todavía más disruptivo en función de su naturalidad y de su recurrencia. Las interpretaciones al respecto están divididas. Hay quienes afirman que nombrar a Dios no va en detrimento de la laicidad porque no implica algún cambio institucional. Otras personas argumentan que se trata de un error inaceptable, pues no toda la población es creyente. Con independencia de la gravedad que se le asigne a esta práctica, es innegable que constituye una falta: en el artículo 40 Constitucional se establece que México es una república democrática, representativa, laica y federal (Salazar et al., 2017). Así pues, en su calidad de representante de Estado ningún presidente debería hacer referencias a símbolos o creencias dogmáticas, ya sean religiosas o seculares.
En opinión de quien escribe estas líneas, las referencias a la divinidad en el discurso presidencial son a todas luces inadecuadas. A pesar de ello, ése es quizás el punto menos preocupante en lo que al principio de laicidad se refiere. La diversidad religiosa se visibiliza también a través del contacto personal de López Obrador con varios grupos confesionales, y de su incorporación como parte del debate público mediante la Secretaría de Gobernación (Segob). Aquí no se pretende decir que las iglesias deben mantenerse al margen del desarrollo social, y mucho menos que sus aportaciones carezcan de valor. Sin embargo, la apuesta por resolver los grandes problemas nacionales a través de la cooperación con grupos religiosos supone varios problemas.
En primer lugar, el contacto con representantes de denominaciones religiosas ha sido más bien disparejo. Cuando menos mediáticamente se ha dado cabida, sobre todo, a miembros de la jerarquía católica y de una rama conservadora de organizaciones evangélicas, que esperan incidir en la agenda pública en torno a la así llamada protección de la vida, el matrimonio y la familia. De la primera resultó un compromiso del gobierno federal para apoyar los programas de “Escuelas de Perdón y Reconciliación” (Suárez, 2020), una cuestión totalmente incompatible con la laicidad estatal. De la segunda, un acuerdo para distribuir la Cartilla moral de Alfonso Reyes a través de las redes de Confraternice,11 un grupo que aglutina a varias iglesias evangélicas conservadoras y cuyo representante, Arturo Farela, tiene un vínculo cercano con López Obrador. Habría que ver cómo se difunde y en qué términos se discuten los contenidos de este material, cuya selección generó en sí misma fuertes discusiones en torno a su pertinencia para impulsar la pacificación nacional a través de la moral.
A la inclusión selectiva de grupos religiosos se agrega una dificultad adicional; a saber, que la estrategia de reducción de la violencia se apoya en el compromiso asumido por las iglesias. Una vez más, aquí se reconoce el valor de las acciones emprendidas por los grupos religiosos en el ámbito social. Sin embargo, se considera también que ningún plan o política federal habría de considerar el sostén de las iglesias para su implementación: en ellas, tanto la autoridad como la responsabilidad son exclusivas del Estado.
La imposibilidad de establecer límites entre lo público y lo privado
En el acápite anterior se ha discutido que la laicidad en México no puede pensarse ya a través de una división artificial entre lo público y lo privado, pues ninguna persona se encuentra aislada de su entorno social. La relación entre ambos espacios parece fundamental para el proyecto de la 4T, y se vincula inextricablemente con la inclusión de las iglesias en el debate público, así como con su apoyo para llevar a cabo algunas de las estrategias impulsadas por el gobierno federal.
El razonamiento que sustenta dicha decisión puede formularse del siguiente modo: si lo que ocurre en el espacio privado tiene repercusiones en el público, entonces habría que incentivar ciertas prácticas en el primero para generar cambios favorables en el segundo. El argumento es lógico, y en principio no se contrapone con la laicidad ni con una administración pública adecuada. Empero, también en este punto pueden identificarse cuando menos dos inconvenientes.
Primero, que en aras de la laicidad y de los derechos reconocidos por la Constitución, el Estado no tiene injerencia en el espacio privado. En otras palabras, no hay modo de regular las acciones de los grupos religiosos, civiles o empresariales que han decidido brindar su apoyo a los proyectos de la actual administración. Respecto del tema que aquí nos ocupa, es indiscutible que las iglesias tienen derecho de operar sin ningún tipo de intervención estatal. Pero si éstas se encuentran dispuestas a contribuir con algunos programas gubernamentales, ¿deberían hacerlo con la misma libertad con la que practican y difunden su doctrina? La pregunta no es menor; se sabe, por ejemplo, que algunas instituciones religiosas se pronuncian en contra del divorcio, de la diversidad sexual y de los núcleos familiares conformados por padres del mismo sexo. Si una persona se acerca a uno de esos espacios para recibir información sobre la Cartilla moral o cualquier tipo de taller destinado a reducir la violencia, ¿se le orientará bajo los parámetros del gobierno federal o bajo los de la iglesia en cuestión? En el primer caso estaría obstaculizándose la libertad de los grupos religiosos para profesar sus creencias sin que el Estado intervenga; en el segundo, no hay manera de regular que la información recibida por la ciudadanía se ajuste al principio de laicidad. Sin una delimitación clara de los parámetros que habrían de guiar sus acciones, la apuesta por recurrir a las iglesias como coadyuvantes en algunos programas gubernamentales acarrea más problemas que beneficios.
La segunda debilidad en el proyecto de la 4T en relación con el vínculo entre lo público y lo privado consiste en asumir que los problemas colectivos pueden solucionarse a partir de acciones individuales. Un buen ejemplo de esta afirmación es el caso antes referido: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia son problemas estructurales, que no pueden resolverse a partir de un programa para moralizar a los individuos. Aquí se reconoce que las familias, las iglesias, las escuelas y cualquier tipo de organización de la sociedad civil pueden, sin duda, influir en la conducta (e incluso en la conciencia) de quienes pertenecen a ellas. Pero pensar que las soluciones dependen más de agentes individuales que del fortalecimiento de las instituciones, el diseño de políticas públicas o la aplicación de las leyes resulta francamente alarmante. Muy importantes los puntos mencionados.
Esta postura ha sido constante durante la presente administración, y abarca una amplia gama de problemáticas sociales. En julio de 2019, el presidente dirigió un mensaje a los delincuentes instándoles a “portarse bien, porque hacen sufrir a sus mamás”. Luego agregó que los actos que dañan al prójimo no son muestra de valentía, y que el buen comportamiento de la gente contribuyó en la resolución del problema del huachicol (El Universal, 2019). Ese mismo mes, el mandatario exhortó a los medios de comunicación a “portarse bien” y apoyar la transformación del país (Animal Político, 2019).
En marzo de 2020, cuando se declaró la emergencia sanitaria provocada por el Covid-19, López Obrador afirmó que para enfrentarla había que estar fuertes y, por tanto, evitar el desgaste mental que provocan las preocupaciones. Añadió también que para combatir la pandemia “el escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, el no permitir la corrupción” (Badillo, 2020). La apuesta por el buen comportamiento individual para combatir la pandemia se mantuvo por varios meses. Durante una conferencia celebrada a inicios de junio, el presidente hizo algunas recomendaciones sobre la sana alimentación y agregó que “[…] estar bien con nuestra conciencia, no mentir, no robar, no traicionar, eso ayuda mucho para que no dé el coronavirus” (Animal Político, 2020). El 13 de junio se publicó un decálogo de autoría del mandatario para incorporarse a la nueva normalidad; entre otras cosas, en éste se recomienda ser optimista, no dejarse llevar por el materialismo y aferrarse a un ideal o creencia, sea o no religiosa (Muñoz, 2020).
Aquí se suscribe que las acciones realizadas en el nivel individual y en el espacio privado tienen consecuencias para el ámbito colectivo en el espacio público. No obstante, se considera también que la administración gubernamental no habría de centrarse en ese recurso para dar solución a problemas que rebasan lo individual. En opinión de quien escribe estas reflexiones, apostar por el buen comportamiento personal resulta analíticamente ingenuo e irresponsable desde la perspectiva política; máxime si se toma en cuenta la feroz crítica del presidente en turno hacia el neoliberalismo y la disolución del Estado como rector del desarrollo nacional.
La religión no es un fenómeno de carácter individual y privado
A diferencia de sexenios anteriores, en los que se partió de la noción decimonónica de que la laicidad equivale a un confinamiento de lo religioso al ámbito privado, el proyecto de la 4T parece contemplar su carácter colectivo y público. Así, por ejemplo, desde la Segob se han hecho varios intentos por impulsar la inclusión y el respeto a la diversidad religiosa a través de espacios de diálogo incluyentes (Monroy, 2019).
Autores como Timothy Samuel, Alfred Stepan y Monica Duffy han sostenido que en un régimen democrático, el Estado debería garantizar la igualdad de condiciones para participar políticamente. Esa igualdad habría de incluir a personas y grupos religiosos, ya que forman parte tanto del sistema político como de la sociedad en la que éste opera (Samuel, Stepan y Duffy, 2012). Dicha consideración es razonable, y en principio apunta a la necesidad de repensar en el régimen de laicidad para adecuarlo a las condiciones actuales. Sin embargo, para el caso particular de nuestro país ese reto conlleva también algunas previsiones que no deben perderse de vista.
Abrir la posibilidad de que las iglesias participen políticamente en el espacio público hace necesario definir en qué asuntos pueden hacerlo, a partir de qué actividades y cuáles son los parámetros mínimos que habrían de conducir sus prácticas. Hasta ahora, ni el presidente de la república ni quienes componen la administración pública se han pronunciado al respecto.
En el momento en que se escribe este texto no se ha sugerido alguna modificación al sistema político para impulsar la participación de las iglesias a través de la vía partidista. Empero, no debe olvidarse que uno de los partidos que integraron la coalición por la que López Obrador participó en la contienda electoral es de raíz evangélica y de tendencia conservadora.12 No existe ninguna prueba de que la agenda de la 4T en materia de política pública esté comprometida en función de los intereses de ese partido, y sería irresponsable afirmar tal cosa. A pesar de ello debe admitirse que, en la medida en que se permita la participación política de grupos religiosos, existe la posibilidad de que quienes entablan alianzas con éstos impulsen una agenda fundada en sus principios morales. Por ese motivo, aquí se sostiene que fortalecer las instituciones a partir del principio de laicidad resulta trascendente para garantizar los derechos de una ciudadanía plural.
Es viable que quienes establecen alianzas con grupos religiosos trasladen sus valores al ejercicio de sus funciones públicas. Pero es necesario considerar también la condición inversa; es decir, que las negociaciones con dichos grupos no estén fundadas en convicciones similares sino en un afán por generar capital político. En ese caso, se presentaría un uso instrumental de los símbolos o de las creencias de una parte de la población con el único objetivo de conseguir bases de apoyo. Aquí se propone que la instrumentalización de lo religioso en función de lo político conlleva una falta de respeto, pues demerita las creencias fundamentales de un grupo de personas.
No está demostrado que las adscripciones religiosas se reflejen en filiaciones políticas en México, y tampoco que quienes pertenecen a una iglesia en particular voten en bloque. Sin embargo, vale la pena reflexionar en torno a las posibles consecuencias de generar alianzas entre lo político y lo religioso.
Los ejes de análisis que se consideran en este apartado apuntan que en la 4T el principio de laicidad y el régimen que de éste deriva se conciben de forma innovadora. Conscientes de la pluralidad religiosa en México, de la imposibilidad de relegar creencias y prácticas confesionales al ámbito privado, y de la importancia que adquieren las iglesias en términos de cohesión social, quienes forman parte de la actual administración no se muestran reacios a que éstas participen en el espacio público.
No hay duda de que las condiciones políticas y sociales de nuestro país se han transformado visiblemente desde que el Estado adquirió autonomía respecto de la(s) Iglesia(s), y en ese sentido debe admitirse que el intento del gobierno federal por repensar el régimen de laicidad es atinado. Sin embargo, hasta ahora éste parece desarrollarse más por inercia que a partir de objetivos claros. En el momento en que se escribe este texto, ni el presidente de la república ni alguna otra autoridad han referido explícitamente qué se entiende por laicidad, y tampoco cómo se pretende reformularla. Como se discutirá en las reflexiones finales de este capítulo, la falta de definición en torno a un principio constitucional puede acarrear graves consecuencias para el modo en que se tejen las relaciones entre lo religioso y lo político.
REFLEXIONES FINALES
En este texto se ha procurado hacer una distinción entre secularización y laicidad, enfatizando que la heterogeneidad de la primera repercute en el modo de entender la segunda. Para el caso de México, ese desfase es visible desde que se instauró la separación entre Estado e Iglesia(s) y que perdura hasta la actualidad. En tanto que la laicidad es un principio jurídico, y no un proceso social, éste permea leyes e instituciones pero no puede modificar las prácticas de quienes forman parte de la población nacional.
Ahora bien, en nuestro país la laicidad se gestó como parte de un proyecto político en el que la Iglesia católica se concebía como un enemigo político capaz de disputar la autoridad del Estado. La realidad social ha cambiado ostensiblemente desde entonces; las iglesias se han multiplicado, y lejos de recluirse al espacio privado éstas son cada vez más visibles. A diferencia de algunos gobiernos que le precedieron, la 4T no parece considerar que esta situación sea problemática. Por el contrario, desde las instituciones públicas se ha procurado entablar el diálogo y tejer alianzas con las organizaciones religiosas; su importancia social se reconoce, e incluso se usa para satisfacer algunos de los objetivos estatales en términos de lo que el presidente ha llamado “reconstrucción del tejido social” (lópezobrador.org, 2018).
Más allá de las continuas referencias a la divinidad, el discurso presidencial se asemeja con frecuencia al de algunos líderes religiosos que identifican la pérdida de valores como la causa única del desorden social. En este capítulo se sostiene que la recurrente referencia a dicha explicación desvía la atención respecto de las múltiples causas reales del desgaste político y social en nuestro país. Asimismo, la apuesta por impulsar la moral y el buen comportamiento de los individuos deja de lado las vías potenciales para fortalecer las instituciones y garantizar el cumplimiento de las leyes.
De hecho, la fuerza de las iglesias no reside únicamente en su carácter espiritual sino en su capacidad para satisfacer necesidades ahí donde el Estado suele estar ausente. Un buen ejemplo de este argumento es el de Pueblo Creyente, una organización ciudadana que opera en Chiapas, brillantemente abordado en el trabajo de Enriqueta Lerma (2018). Aquí se reconoce la labor social de los grupos religiosos e incluso se celebra su visibilización por parte de las autoridades públicas. Sin embargo, de ninguna manera debería sustituir la presencia estatal y mucho menos reducir su responsabilidad.
La cooperación con las organizaciones religiosas en nuestro país supone un replanteamiento completo del régimen de laicidad tal como se ha pensado hasta ahora. Empero, ese reto constituye una labor titánica que habría de comenzar por definir qué es la laicidad y cómo repercute en las leyes, las instituciones y las relaciones del Estado con otros agentes políticos y sociales. Los primeros años de la 4T han dado mucho qué pensar respecto de la pertinencia de cooperar con las iglesias, en parte por un prejuicio históricamente fundado y, en parte, por la inclusión selectiva de organizaciones religiosas afines al presidente.
Aquí se propone que la necesidad de impulsar la socialización de valores cívicos a través del Estado es real; no obstante, éstos habrían de sujetarse precisamente al principio de laicidad y no a una moral particularista. Quien escribe estas líneas no duda de las buenas intenciones que dan forma al proyecto político que ostenta el poder actualmente. No obstante, ni el desarrollo nacional ni la inclusión social pueden alcanzarse mediante el buen comportamiento de los individuos, cuyas acciones individuales difícilmente trastocan las estructuras sociales.
BIBLIOGRAFÍA
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