La culebra sigue viva: miedo y política. El ascenso de Álvaro Uribe al poder presidencial en Colombia (2002-2010)

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En uno de los tantos episodios de crisis, el comisionado de Paz del Gobierno, Camilo Gómez Alzate, confirmó la ruptura: “El Gobierno trajo propuestas y alternativas que permiten darle perspectivas al proceso. Las Farc las han desechado y solo insisten en que debemos cambiar los controles de la zona [de despeje] y no ha considerado las posibilidades concretas para avanzar”.11
Los candidatos expresaron sus opiniones frente al hecho consumado. Algunos, como Álvaro Uribe, ya habían pronosticado su fracaso. Las posiciones de los aspirantes a la presidencia influyeron en la representación que se formaron los colombianos, no sólo del proceso de paz, sino también de los candidatos a la presidencia (elección que en Colombia es principal y capta la mayor atención del electorado): ¿cuál de ellos sería el más “idóneo” para gobernar a Colombia en un escenario sin proceso de paz y en el que se preveía un mayor escalonamiento de la guerra?
Horacio Serpa manifestó: “No me resigno a que el futuro sea de guerra. Tenemos que seguir luchando por la reconciliación nacional”. Álvaro Uribe, en cambio, dijo que: “La zona de distensión era insostenible como estaba. Se necesita veeduría internacional y cese de hostilidades […] El país se tiene que convencer con lo que pasó que a los grupos violentos se les puede frenar cuando el Estado ejerce autoridad y les demuestra que es capaz de derrotarlos”. La candidata Noemí Sanín anotó: “Obviamente, no es una buena noticia para el país […] La responsabilidad única de la situación en que se encuentran el conflicto y el proceso de paz es de las Farc”.12
Mientras que Noemí Sanín culpaba a las FARC por la ruptura y Horacio Serpa insistía en la necesidad de continuar luchando por la reconciliación nacional, el candidato Álvaro Uribe repitió las mismas críticas al diálogo y a la zona de despeje que sostuvo durante el proceso de paz y en el desarrollo de su larga campaña por la presidencia frente a distintos públicos y escenarios.
1.2. DIÁLOGOS DE PAZ Y ESTRATEGIAS DE GUERRA
Más allá de las declaraciones públicas del Gobierno y las FARC en las que cada uno expresaba su buena voluntad y no cesaba de culpar al otro por el fracaso del proceso, los analistas especularon sobre las causas del rompimiento de los diálogos y, en tal dirección, indagaron en la estrategia de negociación de las partes. Para algunos, el proceso tuvo un “denominador común”:
[…] dialogar sin avances mientras se prepara la guerra por eso hoy impera otra verdad estratégica: el gobierno muestra su nueva logística. Dos batallones de alto entrenamiento militar y asesoría de EU, aviones, helicópteros, unidad de alta montaña, en síntesis, una nueva infraestructura para forzar la paz. Pero las Farc tampoco han desaprovechado las falencias del proceso para fortalecerse. Basta recordar el escándalo de la frustrada compra de 50.000 fusiles A-K47 de procedencia jordana, o la captura de tres irlandeses, a quienes se acusa de pertenecer al Ejército Republicano Irlandés, IRA, y prestar entrenamiento a la guerrilla en la zona de distensión. Ha sido el juego de hablar de paz mientras se arma la guerra.13
De acuerdo con este balance, la crisis del proceso de paz dejó al descubierto la agenda oculta de las partes: negociar la paz era una estrategia para ganar tiempo mientras se avanzaba en la preparación de una nueva fase de la confrontación. Esta visión es discutida por analistas del proceso de paz como Daniel Pécaut, quien la califica de “simplista”, aunque si se mira con cuidado su tesis, él mismo reconoce que algo de esto también pudo existir: “es más verosímil que hayan buscado medir las posibilidades de llegar a unos acuerdos así fuesen parciales. Sin embargo, es cierto que desde un comienzo actuaron en función de la probabilidad de que se fracasara, diseñando estrategias alternativas”.14
La negociación como parte de la guerra (“continuación de la guerra por otros medios”, invirtiendo la sentencia de Karl von Clausewitz) tiene antecedentes importantes para recordar en los procesos de paz de la década de los ochenta. Así pues, mientras entre los años 1966 y 1982, las FARC tuvieron un crecimiento vegetativo, circunscrito a zonas periféricas del país, como lo describen estudiosos del conflicto armado colombiano como Eduardo Pizarro15 y Daniel Pécaut,16 en los años ochenta ese crecimiento se disparó a raíz de la tregua pactada en los procesos de paz adelantados por el presidente Belisario Betancur y por el ingreso de flujos de dinero provenientes del narcotráfico a las finanzas de esta organización. Así, de 15 frentes en 1982, se pasó a 40 en los años noventa y a más de 60 en el 2000. En efectivos, se pasó de 2.000 en 1982, a 8.000 en 1990 y a 17.000 en el año 2000.17
En síntesis, durante estos dieciocho años, los frentes se multiplicaron por cuatro y los efectivos por ocho y medio, cifras que realmente muestran de manera contundente la existencia de un problema serio, que no se puede minimizar con la célebre fórmula de negar el conflicto y de afirmar que todo se reduce a un fenómeno de terrorismo, sin matices de ninguna clase y simplificando el diagnóstico con fines de retórica política.
Jacobo Arenas, legendario líder comunista fundador de las FARC, aceptó, en una entrevista con Arturo Álape, la importancia de los acuerdos de La Uribe18 para el desarrollo institucional de esa organización y en su reconocimiento como actores políticos:
Cuando los acuerdos de la Uribe nos convertimos en un interlocutor político para el establecimiento, y eso nos da una proyección política muy grande en el nivel nacional e internacional. Los acuerdos de la Uribe nosotros en la institucionalización de las Farc, no los podemos pasar por alto […] Al firmar los acuerdos de la Uribe éramos veintisiete frentes, y cuando se da el ataque a Casa Verde llegamos a cuarenta y pico, por eso es que muchos analistas dicen que nosotros utilizamos la tregua para crecer, porque pasamos de veintisiete frentes a más de cuarenta.19
1.3. UN CAMBIO EN LAS REPRESENTACIONES SOBRE EL CONFLICTO Y SUS ACTORES
Aunque en el discurso público los gobiernos han optado a veces por el lenguaje de la confrontación, la posibilidad de emprender diálogos conducentes a la paz con los grupos armados ilegales, especialmente con las guerrillas, ha estado presente en las políticas públicas de las distintas administraciones en las tres últimas décadas. Esta afirmación se puede constatar cuando se observan los distintos “dispositivos formales de negociación del poder ejecutivo”,20 creados para buscar acercamiento con los grupos insurgentes: Comisión de Paz (1981), Comisión de Paz Asesora del Gobierno Nacional (1982), Consejería para la Reconciliación, la Normalización —CRNR— (decretos de 1986 y 1991), Consejería para la Paz u Oficina del Alto Comisionado para la Paz (decretos de 1994 y 2001). La Oficina del Alto Comisionado para la Paz se mantuvo durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, adquiriendo “el rango de un ministerio”.21
Los resultados de estas iniciativas fueron parciales, en la medida en que no lograron la incorporación a la vida democrática de la totalidad de organizaciones insurgentes, especialmente de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), los grupos de mayor importancia por su antigüedad, y porque las FARC son la organización con más número de combatientes y de frentes. Los esfuerzos de paz de casi tres décadas, con resultados limitados, siguieron un modelo de negociaciones de paz por cuotas, como lo denomina Gonzalo Sánchez,22 y crearon en la opinión pública un sentimiento de frustración con estos procesos. Pero esta vez, varios elementos de la coyuntura nacional e internacional hicieron diferentes las negociaciones de paz en cuestión, a las de otras épocas en las que, tras un fracaso de los diálogos, sobrevenía una nueva negociación.
Después del 11 de septiembre de 2001, la opinión de los colombianos sobre las FARC al parecer estaba transformándose. Para este momento, comenzaban a cambiar su representación sobre esa organización, tanto en términos de la amenaza a la seguridad que ella encarnaba, como de su significación política. La idea de la “insurgencia altruista” comenzaba a perder peso frente a la de una organización “terrorista”, armada y financiada con dineros del narcotráfico, y sin ninguna voluntad de paz. Después de los malogrados diálogos, un importante sector de opinión comenzó a creer seriamente que la derrota militar de la insurgencia era posible. Esta idea puede haber sido fortalecida por el proceso de modernización del aparato militar que el gobierno de Pastrana adelantaba en ese momento (paralelo a la mesa de diálogos), proceso que contaba, además, con el apoyo y la asesoría de Estados Unidos, a través del Plan Colombia.
Sin embargo, aunque la posibilidad de una negociación con los grupos armados ilegales (no sólo con las guerrillas) estuvo presente en el discurso del candidato, Uribe sin duda estaba proponiendo un viraje en el tratamiento del tema del diálogo y la negociación, viraje que se sintetiza en una frase que repitió incansablemente en diferentes ocasiones durante la campaña: “La mano firme contra la violencia no es guerra, la autoridad del Estado es garantía de paz, la autoridad del Estado frena la violencia. Cuando se disuaden los violentos, ahí sí toman el diálogo en serio”.23
En este contexto, para decirlo en términos de Bobbio, tanto la guerra como la paz adquirieron distinto valor: la guerra (confrontación militar de las guerrillas) obtuvo un valor positivo ante la inseguridad y el miedo; la paz (producto de una negociación con las guerrillas), en cambio, recibió un valor negativo,24 en tanto se la veía como la claudicación del Estado frente a las pretensiones de la guerrilla. Esta idea fue reforzada por la actitud de una guerrilla “altanera”, como la describió Lorenzo Madrigal (Héctor Osuna Gil),25 o que padecía “un desmesurado envalentonamiento”, de acuerdo con la expresión utilizada por el editorial del diario El Tiempo.26
Tal vez el candidato que mejor supo interpretar estos sentimientos presentes en el ambiente fue Uribe, cuando propuso darle un giro a la búsqueda de la paz, mediante el ejercicio de la autoridad del Estado y el debilitamiento militar de las organizaciones armadas, especialmente de las guerrillas de las FARC.
1.4. LOS CANDIDATOS, LOS PARTIDOS Y LA CAMPAÑA
En una campaña signada por el fracaso del proceso de paz en curso y por el recrudecimiento del conflicto armado interno, un disidente del Partido Liberal, Álvaro Uribe Vélez,27 resultó ganador en las elecciones presidenciales del año 2002. Su candidatura fue avalada por el movimiento independiente Primero Colombia.28 Este triunfo convirtió a Uribe en el primer político de origen liberal que, en el transcurso del siglo xx, alcanzó la Presidencia de la República a nombre de una disidencia de este partido.
En esas elecciones compitieron otros dos candidatos de origen liberal: Horacio Serpa Uribe, a nombre del partido, e Ingrid Betancourt, exrepresentante a la Cámara por Bogotá, senadora y aspirante a la presidencia, en esta ocasión, del Movimiento Oxígeno Verde.29 Dos conservadores participaron también en la contienda electoral: Juan Camilo Restrepo, candidato oficial del partido, y Noemí Sanín, que si bien no se definió como disidente, representó esta vez al movimiento independiente Sí Colombia. El dirigente sindical Luis Eduardo Garzón fue la carta del Frente Social y Político, movimiento de izquierda surgido al interior de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Este movimiento se definió como independiente del Estado y de los partidos políticos. Aunque la aspiración presidencial de Garzón era poco viable en términos electorales, ocupó un honroso tercer lugar, por encima de Sanín, política conservadora con amplia trayectoria, dos veces candidata presidencial, ministra y embajadora, tanto en gobiernos liberales como conservadores.
Las candidaturas conservadoras se fueron desvaneciendo en el transcurso de la campaña. Noemí Sanín comenzó en el segundo lugar de intención de voto, después del candidato liberal; no obstante, rápidamente perdió el impulso inicial. Tal vez la ausencia de una propuesta clara y creíble sobre cómo superar el conflicto armado, sumada a una estrategia de alianzas errática, fue la causa de su declive. En un primer momento, Sanín se presentó como independiente ante el electorado; posteriormente pretendió el apoyo del Partido Conservador, para luego buscar de nuevo ser “identificada como independiente”.30
La candidatura de Juan Camilo Restrepo nunca fue viable. El cuarto y quinto lugar que ocupó en las encuestas de intención de voto así lo confirmaron. El débil apoyo de sus copartidarios (en un principio algunos dirigentes conservadores respaldaron la aspiración presidencial de Noemí Sanín), llevaron a Restrepo a abandonar la campaña y a declinar sus aspiraciones presidenciales; mientras tanto, dirigentes destacados del partido migraban31 masivamente a la campaña del candidato favorecido en las encuestas, buscando posicionarse del lado de quien, presumían, sería ganador.32
Similares circunstancias enfrentó el candidato oficial del Partido Liberal; ante un eventual triunfo del candidato “disidente liberal”, sus apoyos políticos se fueron debilitando. La prensa empezó a especular respecto al efecto que sobre las campañas tendría el ascenso de Uribe: “Hoy, los analistas creen probable que sea presidente en la primera vuelta. El escenario de guerra le ayuda […] Los analistas prevén una desbandada liberal y conservadora hacia Uribe. En las toldas liberales se dice que varios congresistas, entre ellos Germán Vargas Lleras, adherirán a Uribe, mientras que algunos líderes del Coraje, conservador, muy en privado, están repensando sobre su apoyo a Sanín”.33
El apoyo del jefe del Partido Cambio Radical (de origen liberal), el senador Germán Vargas Lleras,34 a la candidatura de Uribe Vélez, generó una especial conmoción en la campaña de Serpa; fue un acontecimiento de gran significación política y, por tanto, con amplia repercusión en los medios de comunicación.
En este escenario, tanto Serpa como el Partido Liberal obtuvieron su segunda derrota consecutiva, pese a presentarse con candidato único. En 1998, Serpa fue derrotado, en segunda vuelta, por Pastrana, y en 2002 la historia se repitió: aquél y su partido resultaron vencidos, esta vez en primera vuelta y por su antiguo copartidario político, Álvaro Uribe Vélez.
Sin embargo, Uribe Vélez no parecía ser el candidato con más opción para ganar las elecciones en el 2002, realidad que se constata al revisar la literatura sobre la campaña. Los editorialistas, columnistas y analistas políticos describieron su ascenso vertiginoso en las encuestas como un “caso realmente excepcional”,35 como un fenómeno político.36 En relación con los resultados de las encuestas que daban como posible ganador a Uribe, Rudolf Hommes, exministro de Hacienda, afirmó de Uribe que se trataba del puntero que se les coló a los medios “sin que ellos se dieran cuenta”,37 y aludió al poco interés que los medios mostraron por las propuestas del candidato, antes que las encuestas lo situaran en el primer lugar en la intención de voto.
Pese a haber sido un senador “sobresaliente”38 del Partido Liberal durante dos períodos consecutivos, y gobernador “destacado”39 del departamento de Antioquia por el mismo partido, se trataba más de un dirigente regional que nacional. ¿Qué llevó a este dirigente de provincia a ascender rápidamente en las encuestas de intención de voto40 y a imponerse en menos de cuatro meses sobre el más serio aspirante a la presidencia en ese momento, el candidato del Partido Liberal, el reconocido político santandereano, Horacio Serpa Uribe?
Dos hipótesis pueden ayudar a entender la derrota de este experimentado político liberal y el ascenso de Uribe: en primer lugar, por tratarse de un político con amplia trayectoria en distintas instancias de los poderes públicos, Serpa parecía ser el candidato con más posibilidades de triunfo; había ostentado cargos que le dieron visibilidad nacional y recordación, como fue la presidencia (tripartita) de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, y el Ministerio de Gobierno durante la presidencia de Ernesto Samper Pizano. Pero la ventaja de ser reconocido implicaba también la desventaja de que los electores no olvidaran los errores cometidos por el candidato a lo largo de su carrera política (o que sus competidores se encargaran de hacerlos recordar). Como ministro de Samper, a Serpa también se le reconocía como su “escudero” durante el denominado “Proceso 8.000”, papel en el que Serpa dio pruebas de lealtad a su jefe político, pero que en el discurso público dominante en Colombia por más de una década fue asociado con la corrupción y las viejas costumbres políticas, con la “politiquería”.
En segundo lugar, Horacio Serpa era ampliamente recordado por sus gestiones en la búsqueda de una paz negociada. En razón de esta causa fue miembro de la Comisión de Verificación del gobierno de Belisario Betancur Cuartas, consejero para la paz del gobierno de César Gaviria Trujillo y miembro del Frente Común por la Paz y Contra la Violencia durante el gobierno de Andrés Pastrana Arango.41 Pero su experiencia en asuntos de paz, que una década atrás se hubiera convertido en un importante capital político, en esta coyuntura lo enmarcó en un pasado (de frustrados esfuerzos) que, en la representación de un sector de la opinión, había que superar. Por esto, la estrategia de Serpa Uribe, de presentarse como el candidato de la paz, mostró su incapacidad, pese a su experiencia y trayectoria política, de sintonizarse con la opinión. En esta coyuntura, lo que buscaban elegir los colombianos no era propiamente un presidente para negociar con la guerrilla; necesitaban un presidente capaz de ganar la guerra. Lo anterior, sumado a la marca que dejó en su carrera política el “Proceso 8.000”, terminó por enterrar sus aspiraciones presidenciales.
Varias hipótesis se barajaron en ese momento para explicar el ascenso del candidato disidente liberal en las encuestas de intención de voto: unos dijeron que se debía a la crisis de los partidos políticos, que se trataba de una reacción emotiva a la coyuntura de crisis del proceso de paz y al escalonamiento de la guerra, que “el que encuesta elige”.42 Otros analistas, como Pedro Medellín, atribuyeron el éxito de Uribe más al “buen manejo de la campaña”, y menos a la crisis del proceso de paz. El sociólogo Alfredo Molano y reconocidos periodistas, como Antonio Caballero y Daniel Samper, dijeron que, otra vez, como en el año 1998, las FARC iban a “elegir presidente”. La postura de los periodistas aludía a lo sucedido en 1998, donde la expectativa de una paz negociada entre el candidato conservador y las FARC resultó decisiva en el triunfo de Andrés Pastrana Arango. No obstante, como lo señala Daniel Pécaut, hasta la elección de Uribe, “Los electores colombianos siempre habían manifestado una preferencia por el diálogo con los grupos guerrilleros y por los líderes políticos que se comprometían con ese diálogo”.43
Rudolf Hommes atribuyó este ascenso a la postura sensata y al liderazgo de Uribe: “Álvaro Uribe tomó una posición seria desde un principio y la ha mantenido. Los acontecimientos le han dado la razón. Noemí y Serpa andan detrás de ellos buscando acomodarse […] Lo que los colombianos están buscando y parecen haber encontrado es un líder que les de [sic] confianza en una coyuntura en la cual la prioridad es solucionar a corto plazo el problema de la guerrilla y la droga y restaurar la hegemonía del gobierno”.44
El desprestigio del proceso de paz, la violencia y la inseguridad constituyeron otro de los argumentos que esgrimieron analistas y comentaristas de la política:
Es evidente que la mayor preocupación de los colombianos es el descrédito del proceso [de paz] que ha caminado de la mano de un acelerado deterioro del orden público y la inseguridad, lo mismo que un desmesurado envalentonamiento de la guerrilla. Asuntos tan críticos como los altos niveles de pobreza y desempleo pasan a un segundo plano, y en la mentalidad colectiva parece registrarse una relación causaefecto, en el sentido de que mientras la inseguridad siga rampante, y la guerrilla continúe haciendo de las suyas, las fórmulas disponibles para mejorar la situación social carecen de efectividad.45
Más adelante agregó: “En el escenario actual resultan ampliamente beneficiados Álvaro Uribe y lo que él encarna. Su crecimiento y la penetración de sus propuestas entre los colombianos son inusitados y constituyen todo un hecho político y electoral”.46 En la línea de pensamiento del diario El Tiempo, el debate sobre la mejor manera de enfrentar un tema tan delicado como la violencia debía ser obligado en una campaña electoral, pero advirtió a los candidatos que no cayeran “en la polarización radical y emotiva sobre la guerra y la paz”.47
Igual interpretación ofreció el columnista Luis Noé Ochoa: “El doctor Serpa tiene un programa serio, de sentido social, y no es ningún cobarde, es experto en temas de paz y le cabe el país en la cabeza. Pero a los colombianos no les cabe otra cosa que no sea derrotar a las Farc […]”.Y en tono irónico prosiguió: “Con la guerra, el pueblo es el que paga el pato, y hasta las gallinas que le robaron una vez a Tirofijo y que nos han costado un huevo. Habrá muchos muertos: soldados, policías, guerrilleros, civiles, niños; más viudas, secuestrados, más pobreza. Nada de eso vale, pues cuando uno ha padecido un largo dolor de muela de esos que nos hacen gritar hasta vivas a Pastrana, la fresa del odontólogo es una sinfonía de Beethoven”.48
La columna citada recogía el sentimiento de cansancio y agotamiento con la violencia y la inseguridad que predominaba en ese momento. En el mismo sentido se expresó León Valencia:49 “Hasta hace muy pocos meses se podía recurrir a la mil veces repetida frase de que los colombianos anhelan la paz para llamar al Estado, a la guerrilla y a los mismos paramilitares a avanzar hacia una salida política negociada. Pero, así duela reconocerlo, esa frase ha perdido vigencia. El sentimiento mayoritario de la nación en estos días se orienta hacia la guerra, hacia una salida militar del conflicto […]”.50
Para León Valencia, este sentimiento de frustración con la salida negociada que no pudo consolidarse y el apoyo a la resolución del conflicto por la vía militar habían venido calando en lo más profundo de un sector de la opinión. Según su interpretación, de ello fueron conscientes tanto el presidente Pastrana cuando intentó ponerle condiciones a las FARC para continuar con las negociaciones, exponiendo con ello el proceso de paz, como el candidato Uribe Vélez, cuando en el transcurso de la campaña fue “radicalizando su discurso contra la guerrilla y contra las negociaciones de paz, hasta que, en un inesperado salto, tomó la delantera en las preferencias electorales”.51
Valencia se preguntó en la misma columna por el origen de este sentimiento y planteó distintos razonamientos:
Hay varias explicaciones: los escasos resultados del proceso de paz y además el doloroso incremento de la agresión contra la población civil de una guerrilla especialmente arrogante; la participación cada vez mayor de los Estados Unidos en el conflicto interno y la sensación de que con esta ayuda sí es posible una derrota militar de la subversión. La modernización y ampliación de la capacidad bélica del Ejército y la renovada confianza de que está listo para librar un pulso definitivo con la insurgencia; el inusitado y drástico fortalecimiento de los paramilitares y su repetida manifestación de que pueden obtener victorias militares decisivas, y, claro, la incisiva voz de un candidato presidencial que dice en todos los tonos que, con autoridad y fuerza, se puede contener la violencia.52
Las opiniones expresadas por el editorial del diario El Tiempo, así como las de los columnistas citados, no hacen más que constatar una realidad: que la seguridad como problema comenzaba a tomar relevancia sobre otros problemas sociales y que Uribe había logrado interpretar ese sentimiento, ofreciendo la Seguridad Democrática como eje articulador de su programa de campaña, el “Manifiesto democrático”.
1.5. DOS DISCURSOS SOBRE LA SITUACIÓN COLOMBIANA