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Si se omiten las constituciones promulgadas en Europa entre 1796 y 1810 –dado que ellas casi sin excepción no eran creaciones independientes, sino que eran el resultado de la presión francesa y por ende en este contexto carecen de relevancia–, es necesario, con el fin de culminar con el examen al modelo explicativo, dar una mirada a Alemania, en donde luego de la era napoleónica se crearon constituciones independientes. Dichas constituciones tienen en común el hecho de que fueron concedidas voluntariamente por los monarcas con el fin de asegurar la preservación dinástica38. Por lo tanto, la validez jurídica de la constitución dependía de la voluntad del gobernante. Esto tuvo como consecuencia que el derecho del monarca a ejercer el poder político precedía a la constitución y no estaba justificado por ella. Por esta razón, las constituciones alemanas carecían del elemento dominante que caracteriza al constitucionalismo moderno. Estas constituciones únicamente se referían al ejercicio del poder y, por tanto, eran más cercanas a las antiguas limitaciones legales al ejercicio del poder político.
Sin embargo, la forma en que regulaban el ejercicio del poder se asemejaba a la de las constituciones modernas. A diferencia de las antiguas limitaciones contractuales, estas constituciones elevaban la pretensión de normar el ejercicio del poder político en su totalidad. La presunción de competencia en favor del monarca siguió aplicándose sobre la base de su derecho preconstitucional a gobernar, a la vez que la constitución no preveía explícitamente la participación de otros órganos en el proceso de toma de decisiones. Sin embargo, cada acto monárquico podía ser examinado para determinar su conformidad con la constitución. Además, las constituciones ya no se restringían, como sí era el caso en las antiguas formas de gobierno, a la relación entre el monarca y los estamentos, sino que tenían validez universal. Ellas regulaban la relación entre el monarca y el pueblo. Se basaban en el concepto de una separación entre Estado y sociedad, aunque debido a la falta de una revolución burguesa y la tenacidad de las estructuras estamentales-cooperativas, se realizaron de forma mucho menos consistente que en los Estados burgueses. Sin embargo, existían derechos fundamentales que justificaban una autonomía que, aunque limitada, tenía posibilidades de expansión; tales derechos sólo estaban sujetos a la intervención del Estado con el consentimiento de la sociedad en forma de leyes parlamentarias39.
El monarca ya no podía deshacerse de estos lazos a voluntad, a pesar de que la concesión de la constitución había sido producto de su libre decisión. Más bien, las enmiendas constitucionales adoptaron la vía de la legislación y, por tanto, requerían la aprobación de los representantes del pueblo. Una vez concedida, la constitución se desvinculó de la voluntad del monarca y se opuso a él como una barrera externa. Con el objetivo de una regulación integral, la universalidad de las normas constitucionales y una vinculación que no podía ser eliminada unilateralmente moderaron en la práctica la falta de fuerza constitutiva para el ejercicio del poder político y pusieron a las constituciones alemanas del siglo XIX cerca al tipo constitucional moderno. Sin embargo, su adaptación evolutiva a este tipo constitucional se vio truncada. En efecto, incluso en Alemania también se hizo necesaria una ruptura revolucionaria con el la forma de ejercicio del poder político basado en la tradición, para finalmente, y con mucha demora, hacer valer la constitución moderna en su totalidad.
III. SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL DE LA CONSTITUCIÓN
A. DEMANDA PERSISTENTE
Las condiciones bajo las cuales surgió la constitución moderna hace ya más de dos siglos han cambiado desde entonces. Esto lleva a preguntarse si la constitución puede ser separada de las condiciones que la vieron surgir y si puede aún ser mantenida en caso de que dichas condiciones fuesen distintas de las que enfrentó en su génesis. Ciertamente, los signos externos hablan en favor de ello, ya que la constitución se ha extendido por todo el mundo y no sólo en sistemas políticos pertenecientes a la tradición del liberalismo burgués. Sin embargo, esta circunstancia sólo demuestra el constante interés en la idea constitucional, y posiblemente la falta de alternativas a ella, para enfrentar el problema de la legitimación y limitación del poder político. Ello le concede al mismo tiempo una cierta utilidad para los propios gobernantes, a quienes la constitución promete una alta seguridad y aceptación en el ejercicio de su poder político. Por otra parte, la difusión mundial de la constitución no dice nada sobre su eficacia en la actualidad.
Sin embargo, en cierto sentido, la situación especial que dio origen en un primer momento a la constitución se ha convertido hoy en día en la norma. Ya no es posible la existencia de gobernantes predestinados, trascendentales o legitimados originariamente para el ejercicio del poder. La situación de vacío de poder surgida de aquella revolución dirigida en contra del ejercicio de poder político independiente del consenso, lo cual justificó la necesidad de reconstruir una nueva forma para ejercer el poder político, es, por así decirlo, aún latente. La autorización para ejercer el poder político depende de un encargo o mandato para ejercerlo y de un consenso sobre ella. En estas circunstancias, sin embargo, se necesitan reglas jurídicas que determinen cómo se origina y se ejerce el poder estatal si es que este aspira a ser legítimo. Esto no ocurre en todos los sistemas políticos cuando se busca limitar el poder. No obstante, tal limitación tiene su base más segura en la necesidad de derivar y organizar el ejercicio del poder político conforme a la constitución.
Independientemente de esto, sin embargo, se pueden observar desarrollos que debilitan el poder regulativo del derecho constitucional sobre el poder estatal y que ponen en tela de juicio su capacidad de resolver problemas en la actualidad. Esto no se refiere ni al pseudo-constitucionalismo generalizado ni a la imposibilidad de hacer efectivas judicialmente las exigencias constitucionales, hecho que ocurre en muchos lugares. Ambos problemas han existido desde los orígenes de la constitución. Se trata más bien de obstáculos estructurales para el control jurídico del manejo político, obstáculos que son nuevos en esta forma. Ellos encuentran su causa en la cambiante constelación de problemas que distingue a las sociedades industriales altamente complejas de las sociedades burguesas de origen preindustrial. Estos problemas han cambiado tanto la función como la naturaleza del Estado. En cuanto a las condiciones para el surgimiento de la constitución moderna, tales problemas inciden en el modelo social que subyace al derecho constitucional y al objeto de la regulación constitucional.
B. MATERIALIZACIÓN DE LAS TAREAS DEL ESTADO
El modelo social burgués no cumplió las promesas asociadas a él. Ciertamente, liberó a la economía de sus cadenas, contribuyendo así a un aumento inimaginable del bienestar. Sin embargo, la también augurada reconciliación de intereses nunca tuvo lugar. Basándose en las condiciones preindustriales, el modelo social burgués renunció después de la Revolución Industrial a su pretensión de extender sus beneficios a toda la sociedad. Por el contrario, dejó a su paso una división de clases que era tan abominable como el sistema anterior de estamentos diferenciados. Con ello, la premisa de la capacidad de autodeterminación de la sociedad se vio privada de su base. Si la idea de una igual libertad para todos habría de permanecer como una finalidad, los medios para alcanzarla tendrían que cambiar. La justicia social ya no podría ser considerada un resultado automático del libre juego de las fuerzas sociales, sino que debía ser puesta en funcionamiento mediante la decisión política. Esto llevaría a una materialización del problema de la justicia. En consecuencia, el Estado debería salir del rol de ser un mero garante de un orden presupuesto y asumido como justo, para pasar a tener un rol activo respecto a fines materiales específicos.
Esto tiene consecuencias para la constitución, ya que ella no está preparada para resolver problemas materiales y no puede ajustarse a ellos sin generar problemas. En la misma medida en que se produce este tránsito desde un Estado de orden liberal a un Estado moderno de bienestar, disminuye también el poder regulador de la constitución. La reducida congruencia entre los problemas sociales y las respuestas que ellos encuentran en la constitución depende primeramente de que el nuevo tipo de actividad estatal ya no se encuentre orientado a afectaciones puntuales a un ámbito de libertad dejado en principio a la decisión individual, sino que ahora se encuentre orientado por una actividad planificadora, directiva y prestacional. Con ello el derecho constitucional, que está totalmente relacionado con la limitación a las intervenciones por parte del Estado, pierde su contenido. En vista de que el nuevo tipo de actividad estatal no representaría intervención alguna, tampoco requeriría de una base jurídica. Ahí donde no hay base jurídica tampoco se hace necesario aplicar el principio de legalidad de la administración. En vista de que la administración funcionaría sobre la base de un ámbito libre de regulación jurídica, también fracasaría el control judicial de la administración. Con ello, las formas más importantes del Estado de derecho y la democracia se tornan parcialmente inoperantes.
Por supuesto, este peligro no ha pasado desapercibido para la jurisprudencia y la doctrina, que han intentado cubrir los déficits democráticos y constitucionales ampliando el concepto de intervención estatal y el de vinculación a la ley. Sin embargo, está claro que esto sólo es posible hasta cierto punto, por dos razones. En primer lugar, a diferencia de los problemas formales, los problemas materiales no pueden resolverse en el ámbito normativo. Ciertamente, el derecho puede ordenar su solución de manera vinculante. Sin embargo, la realización del mandato normativo depende en gran medida de factores extrajurídicos, lo cual lleva a que la cuestión de la materialización de la constitución, que hasta el momento versaba sobre la imposición de limitaciones y no enfrentaba problemas relacionados con la escasez de recursos, dependa de las posibilidades fácticas. En segundo lugar, a diferencia de las funciones estatales de garante, las funciones estatales de estructuración escapan a una regulación legal general. En efecto, en el cumplimiento de su función de garante, el Estado actúa de manera retrospectiva y puntual. Las actividades estatales de este tipo son relativamente fáciles de determinar en el ámbito normativo. La norma define con base en el “supuesto de hecho” (Tatbestand) lo que debe considerarse una afectación al orden y determina cuál es la “consecuencia jurídica” (Rechtsfolge) que corresponde, es decir, cuáles son las medidas que el Estado ha de adoptar para lograr el restablecimiento del orden. Por el contrario, la actividad material del Estado tiene un aspecto prospectivo y abarcador. Esta actividad muestra ser tan compleja que ella no puede ser epistémicamente prevista y por ende no puede ser plenamente plasmada en normas jurídicas. En todos los casos en que se pretenda realizar o concretar fines, las exigencias del derecho constitucional sólo pueden cumplirse de forma limitada debido a razones estructurales.
C. LA DISPERSIÓN DEL PODER DEL ESTADO
La constitución moderna se basaba en la separación entre Estado y sociedad. La sociedad fue despojada de todos los medios de poder y luego liberada, el Estado obtuvo el monopolio del uso de la fuerza y luego fue también sometido a restricciones. Precisamente esta separación fue el factor que permitió que el Estado accediese racionalmente a la constitución moderna. Si bien la constitución ahora regulaba la relación entre el Estado y la sociedad, esta última ocupaba en principio una posición de beneficiaria antes que una posición de obligada. Pero esta separación también está desapareciendo ante las nuevas tareas del Estado, y con ella también se va desvaneciendo el potencial regulador de la constitución. Esto es cierto en dos aspectos.
Por un lado, la generalización del derecho al voto ha conducido inevitablemente a la aparición de partidos políticos que no estaban previstos en las constituciones originales. Muchas constituciones hasta hoy en día no les prestan atención y, sin embargo, son las fuerzas que definen la vida política. Sin embargo, en aquellos casos en que dichos partidos se encuentran reglamentados por la constitución se advierte una peculiar debilidad en dicha regulación. La razón de ello radica en que los partidos no pueden comprometerse con el sistema dualista de Estado y sociedad. En efecto, ellos funcionan como mediadores entre el pueblo y los órganos del Estado y, por lo tanto, transgreden el límite constitutivo entre el Estado y la sociedad, imprescindible para el funcionamiento de la constitución. Los partidos políticos son las organizaciones que dotan de personal a los órganos del Estado en nombre de la población y determinan su programa de acción. En efecto, visto con mayor detenimiento, los partidos políticos emergen por detrás de todos los órganos del Estado. Ellos ya han completado su labor incluso antes de que el principio constitucional de la separación de poderes pueda acceder a ellos. Esto tiene por consecuencia que los órganos estatales independientes no se controlan y equilibran entre sí, tal y como se establece en la constitución; más bien, los partidos políticos cooperan consigo mismos desde diferentes roles.
En segundo lugar, la frontera entre el Estado y la sociedad, central para el sistema, se difumina debido al cambio en la actividad del Estado. El Estado ahora asume el control global del desarrollo social, dejando de ser el mero garante de un orden preestablecido. Ciertamente, la expansión de sus tareas no ha ido acompaña de un aumento en sus medios de poder. En particular, el sistema económico, protegido por los derechos fundamentales, sigue estando en manos privadas. La consecuencia de esto es que no se dispone de los medios específicos de mando y coerción para una gran parte de las nuevas tareas del Estado, sino más bien se tiene a disposición simples medios de motivación que actúan indirectamente. El Estado dependerá del compromiso y la predisposición de los actores particulares para poder cumplir sus tareas. Ello coloca a estos en una posición de negociación ante el Estado, y lo que formalmente parece ser una decisión estatal es, desde un punto de vista material, el resultado de procesos de negociación en los que la autoridad pública y el poder privado están involucrados en una mezcla difícil de disolver. De esta manera, los grupos sociales privilegiados participan en el cumplimiento de las funciones del Estado y buscan que el sistema retorne al viejo orden de centros de poder dispersos e independientes. En la misma medida, la fuerza vinculante de la constitución disminuye; así, por un lado, esta ya no está en condiciones de controlar toda la producción de decisiones vinculantes colectivamente, y, por otro, ya no alcanza a todos los responsables de la toma de dichas decisiones. A pesar de su aspiración, la constitución se ve relegada a la función de un orden parcial, adquiriendo características que la equiparan con una regulación antigua, puntual y particularista40. Se puede augurar que este proceso reorientará el interés hacia una constitución material, a medida que se vaya tomando más conciencia de ello.
3
Los derechos fundamentales en el contexto de surgimiento de la sociedad burguesa
I. LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO UN FENÓMENO COMPLEJO
A. CONCEPTO DE “DERECHOS FUNDAMENTALES”
Los derechos fundamentales son producto de las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII, y pertenecen con ello al programa del Estado constitucional moderno que surgió a partir de ellas. Sin embargo, no necesariamente existe claridad en el ámbito de la ciencia histórica respecto de esta afirmación. Por el contrario, a menudo se tiende a considerar que toda libertad garantizada jurídicamente es un derecho fundamental. Si usásemos esta premisa sería posible rastrear los derechos fundamentales muy atrás en la historia, y el constitucionalismo moderno constituiría una mera etapa en su desarrollo. Esta etapa representaría una ampliación en la validez de estos derechos antes que ser el contexto en el que surgió dicha validez1. Ciertamente, los derechos fundamentales representan una forma histórica para la salvaguardia jurídica de la libertad, y, como tales, se ubican dentro de una larga tradición. Pero con ello no debe perderse de vista que los derechos fundamentales son una forma específica de salvaguardia jurídica que representó una ruptura en cuestiones esenciales con las formas que les precedieron, forma específica que se mantiene activa hasta el día de hoy. Si se quiere captar la especialidad que representa la forma de los derechos fundamentales, entonces también es recomendable referirse a las constituciones modernas, que afianzaron jurídicamente el cambio revolucionario respecto de las antiguas salvaguardias jurídicas de la libertad.
La formulación más concisa de esta diferenciación se encuentra en el artículo 1.º de la “Virginia Bill of Rights” del 26 de agosto de 1776[2], misma que inicia con la afirmación de que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres”. Con ello, este artículo se aparta en tres aspectos de las antiguas garantías jurídicas a la libertad, creando nuevas condiciones específicas en lo concerniente a los titulares, la razón de validez y el rango resultante de ello, así como respecto al contenido de estas garantías jurídicas. En consecuencia, los titulares de aquellas libertades garantizadas por los derechos fundamentales son todos los seres humanos. La Declaration des droits de l’homme et du citoyen del 26 de agosto de 1789[3] ya lo destaca en su título. En las disposiciones individuales de ambos documentos se repiten las formulaciones: “no man” (nadie), “any person” (cualquier persona) y ningún hombre (nul homme), cada hombre (chaque homme) y todo hombre (tout homme). Por otro lado, las viejas libertades legales no estaban vinculadas a la calidad de ser persona, sino a un cierto estatus social o a una cierta afiliación a una corporación y sólo respecto de individuos excepcionalmente favorecidos, por lo cual no era una garantía para todos, sino sólo para algunos privilegiados4. Las libertades se derivaban a partir de la pertenencia a un estamento o eran concedidas como privilegios. Por lo tanto, ellas valían de manera particular, mientras que, por el contrario, los derechos fundamentales protegen a la totalidad de los individuos y son, en consecuencia, universalmente válidos debido a su conexión con el estatus de persona.
La Virginia Bill of Rights también menciona la razón para la universalidad de los derechos de libertad: los seres humanos los poseen por naturaleza. En consecuencia, conforme al artículo 1.º de la “Déclaration”, las personas nacían libres e iguales en derechos. Esta afirmación no postula otra cosa sino la indisponibilidad de los derechos de libertad. Tales derechos corresponden a las personas como “derechos inherentes”, y como la Virginia Bill of Rights continúa, “los cuales […] no pueden ser privados o postergados”. Conforme a lo que claramente se enuncia en el artículo 2.º de la “Déclaration”, la razón para la existencia del Estado es la protección de estos derechos: “La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre”. Por el contrario, las antiguas garantías legales de la libertad se basaban en la tradición o bien las concedía el gobernante, es decir, siempre eran una cuestión de derecho positivo. Como tales, dichas garantías podían ser modificadas, aunque, generalmente, mediante un acuerdo. Ciertamente, los derechos humanos naturales también se transformaron en derecho positivo mediante la promulgación de las declaraciones de derechos. Sin embargo, ello no se trataba de una creación, sino únicamente representaba el reconocimiento de estos derechos, y su inclusión en la constitución –misma que confiere al poder estatal su existencia y competencias– tenía precisamente el propósito otorgarles incondicionalmente un rango superior. Por esta razón, los derechos fundamentales no sólo son más difíciles de modificar, sino que también ofrecen mayor resistencia al cambio y, por tanto, gozan de un rango superior.
La Bill of Rights describe como su objeto de protección a la igual libertad (equal freedom), de manera incondicional. El artículo 4.º de la “Déclaration” francesa parafrasea dicho contenido de la siguiente manera: “La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás”. Por tanto, la libertad no está orientada a fines ni es dependiente de su función, sino que es un fin en sí mismo y como tal es una capacidad a ser usada de manera discrecional. La libertad así entendida, no tiene, por su propia naturaleza, otros límites que aquellos que garantizan el disfrute de los mismos derechos a los demás miembros de la sociedad. Por el contrario, los órdenes sociales más antiguos, que estaban basados en un bien común preexistente y definido materialmente, impusieron, primeramente, obligaciones y deberes a los miembros de la sociedad. Por otra parte, las libertades sólo existían como privilegios o requisitos previos para el cumplimiento de una función social. Por ello, el uso de esta función era a la vez guiado y limitado. Por esa misma razón las antiguas garantías legales a la libertad siempre tenían como objeto sólo a una única libertad y coexistían por lo general con un sistema que negaba la libertad en general. Los derechos fundamentales representan un sistema de decisiones que favorece por antonomasia a la libertad. Al renunciar a un ideal de virtud predeterminado y definido, el bien común que persigue es permitir la autodeterminación individual.
La convicción básica de favorecer la libertad se transfigurará en las garantías individuales de libertad, aunque esto no cambia el hecho de que no se trataba de libertades puntuales, sino de concreciones históricas del principio general de libertad. Ellas se refieren de manera negativa a aquellos antiguos vínculos de deber o a las prácticas estatales que los creadores de las declaraciones de derechos percibían como particularmente opresivas. A pesar de las numerosas diferencias en los detalles, es posible identificar cuatro grupos de derechos fundamentales que se repiten constantemente. El primer grupo garantiza la libertad de la persona y la privacidad. A este grupo pertenecen, por ejemplo, la libertad personal como producto de la abolición de cualquier forma de ejercicio privado del poder político, la libertad contra arrestos y penas arbitrarias, así como la protección de la esfera privada. El segundo grupo se refiere a la esfera de la interacción comunicativa, garantizando la libertad de conciencia, la libertad de expresión y de prensa, así como la libertad de asociación y de reunión. El tercer grupo se refiere a la vida económica y garantiza ante todo la libertad de propiedad, la libertad contractual y la libertad de comercio. Finalmente, el cuarto grupo está orientado a la igualdad, que deriva su contenido a partir de su contraposición hacia la sociedad estamental, no entendiéndose como igualdad social, sino como igualdad jurídica, o más precisamente: igualdad en la libertad.
Si se consideran los ámbitos de aplicación y las características de los derechos fundamentales, que hasta ese momento nunca habían sido especificadas o, al menos, no compiladas, queda claro que estos derechos rompieron con la tradición y constituyeron un nuevo orden. Con su referencia a la libertad individual, se opusieron a un modelo de orden basado en un ideal de virtud definido materialmente y que, por tanto, no concedía grado de autodeterminación alguno al individuo o a los grupos sociales, sino que imponía principalmente deberes y sólo concedía derechos relacionados con la función que de ellos se derivaban. Con la vinculación de la posición jurídica a la calidad de ser persona natural y la inherente igualdad ante la ley, los derechos fundamentales se volvieron contra la sociedad estamental, que estaba basada en la condición social, en la clase o en la afiliación a una corporación y que, por tanto, se caracterizaba por la desigualdad y los privilegios jurídicos. Los derechos fundamentales, con su priorización de la autodeterminación individual y con la por ellos transmitida y sectorialmente garantizada autonomía de los subsistemas sociales ante la política, se tornaron en contra del Estado principesco absolutista, que había reclamado para sí mismo la comprensión superior del bienestar general y había derivado una autoridad directiva integral sobre las vidas individuales de las personas y el desarrollo social.